Los papas del Renacimiento
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Los papas del Renacimiento

John Addington Symonds

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Los papas del Renacimiento

John Addington Symonds

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Alejandro VI, el papa Borgia, es recordado como ejemplo de iniquidad. Adolecía de toda clase de vicios y fue precisamente la virtud la que guió su desempeño papal. En este texto se narra su historia y la de otros papas, como la de Julio II y sus desencuentros con Miguel Ángel

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Information

En el siglo XIV y en la primera mitad del XV, la autoridad de los papas como jefes de la Iglesia y como cabezas de un poder temporal viose menoscabada por el destierro en el sur de Francia y por desastrosos cismas. Una nueva era comienza para el pontificado con la elección de Nicolás V, en 1447, y termina con el Saco de Roma, en 1527, ciñendo la tiara Clemente VII. Durante todo este periodo, los papas actúan más como monarcas que como pontífices, y la secularización de la Santa Sede es llevada a sus últimos límites. El contraste entre las pretensiones sacerdotales y la inmoralidad personal de los papas no puede ser más clamoroso. Los jefes de la Iglesia, en este periodo, no miran todavía con recelo al liberalismo renacentista. A mediados del siglo XVI, los Estados pontificios habíanse convertido en un verdadero reino. Y los papas de esta época posterior esfuérzanse ya en salir al paso del libre espíritu de Italia, por medio de la Inquisición y de las órdenes monásticas dedicadas a la enseñanza.
La historia de Italia ha estado siempre íntimamente unida a la del papado; pero en ningún periodo tanto como en estos 80 años de dominación temporal de los papas, de ambición, nepotismo y libertinaje, que se hallan marcados también por la irrupción de las naciones europeas en Italia y por la secesión de los pueblos germánicos de la Iglesia romana. En este breve espacio de tiempo desfila por la Cátedra de San Pedro una serie de papas con una grandeza tan dramática, desplegando un orgullo tan regio, un cinismo tan descarado, una avaricia tan voraz y una política tan suicida, que tal parece como si trataran, con sus actos, de dar la razón a quienes sostenían que la divina providencia los había puesto allí para precaver al mundo contra Babilonia.
Al mismo tiempo, la historia de la corte pontificia revela con una fuerza pasmosa las contradicciones entre la moral y las costumbres del Renacimiento. En los papas de este periodo, descubrimos los mismos rasgos que encontrábamos en los déspotas: una gran cultura, la protección de las artes, la pasión por todo lo que fuera magnificencia y los refinamientos de la cultura y la urbanidad alternando y no pocas veces mezclándose con una bárbara ferocidad de carácter y con gustos rudos y hasta salvajes. De una parte, una disolución pagana de las costumbres que habría escandalizado a los parásitos de un Cómodo o un Nerón; de otro lado, un aparente celo por el dogma digno de un Santo Domingo. Vemos al vicario de Cristo adorado como un dios por los príncipes que impetran de él la absolución de sus pecados o la exención de gravosas cargas y, al mismo tiempo, lo vemos pisoteado como soberano por los mismos potentados que se prosternan ante él. La sensualidad sin cendales; el fraude cínico y desvergonzado; una política que marcha hacia sus fines por la senda del asesinato, las traiciones, los bandos de excomunión y los encarcelamientos; la venta descarada de las gracias espirituales; el tráfico comercial con los emolumentos y los beneficios eclesiásticos; la hipocresía y la crueldad estudiadas como bellas artes; el robo y el perjurio elevados a sistema: he ahí el espectáculo casi diario que en esta época nos ofrece el pontificado. Y, sin embargo, el papa sigue siendo, mientras todo esto ocurre, una criatura sagrada. Su zapatilla es besada por miles de seres. Sus bendiciones y sus maldiciones reparten la vida y la muerte. Baja del lecho de una ramera para abrir o cerrar con sus llaves las puertas del infierno y del purgatorio. En medio del crimen, él mismo se considera el representante de Cristo sobre la tierra.
Estas anomalías, por muy estridentes que a nosotros puedan parecernos, y por evidentes que en su tiempo se les antojaran a profundos pensadores como Maquiavelo o Savonarola, no escandalizaban a la muchedumbre de gentes que eran testigos de ellas. El Renacimiento era una época tan fascinante por su brillo, tan confusa por la rapidez de sus cambios, que las distinciones morales se borraban y se perdían en una llamarada de esplendor, en una irrupción de vida nueva, en un carnaval de energías desencadenadas. La corrupción de Italia sólo era igualada por su cultura. Su inmoralidad rivalizaba con su entusiasmo. No era la decadencia de una vieja era que moría, sino la fermentación de una nueva era que nacía, lo que gestaba estas monstruosas paradojas de los siglos XV y XVI. El contraste entre el cristianismo medieval y el paganismo renaciente —este violento conflicto entre dos principios contrarios, llamados a fundir sus fuerzas y a reconstruir el mundo moderno— hizo del Renacimiento lo que éste fue en Italia. Y en ninguna parte vemos la primera efervescencia de estos elementos desplegarse con tanta fuerza como en la historia de los papas, que, después de haber intentado en vano, durante la Edad Media, ahogar los impulsos de la humanidad bajo una cogulla, son ahora actores principales en la comedia de Afrodita y Príapo, levantando de nuevo la frente al resplandor del día.
La lucha librada entre los papas del siglo XIII y los Hohenstaufen terminó con la elevación de los príncipes de Anjou al trono de Nápoles. Fue el más pernicioso de todos los males que el poder papal infligió a Italia. Vino luego la tiranía francesa, bajo la cual expiró en Anagni Bonifacio VIII. Benedicto XI fue envenenado por instigación de Felipe el Hermoso, y la sede pontificia trasladada a Aviñón. Los papas dejaron de dominar la ciudad de Roma y los territorios de la Romaña, la Marca y el Patrimonio de San Pedro, que les habían sido confirmados por la carta real de Rodolfo de Habsburgo (1273). Gobernaban sus posesiones italianas por medio de legados pontificios, mientras las ciudades que habían reconocido su poder iban pasando, una tras otra, bajo el yugo de príncipes independientes. Los Malatesta estableciéronse en Rímini, Pésaro y Fano; la casa de Montefeltro confirmó su ocupación de Urbino; Camerino, Faenza, Rávena, Forli e Imola pasaron bajo el señorío de los Varani, los Manfredi, los Polentani, los Ordelafi y los Alidosi.1 Estos tiranos seguían reconociendo la supremacía tradicional de los papas, pero los nobles que acabamos de enumerar adquirieron ahora una autoridad real y efectiva, contra la que en vano lucharon durante cierto tiempo Egidio de Albornoz y Roberto de Génova y que, en el futuro, absorbería, para quebrantarla, todas las energías de los papas Sixto y Alejandro.
Al paso que se debilitaba la influencia de los papas al otro lado de los Apeninos, tres grandes familias, las de los Orsini, los Savelli y los Colonna, iban conquistando el rango de príncipes en Roma y en su inmediata vecindad. Habían ido elevándose de diversos modos al poder, durante la segunda mitad del siglo XIII, gracias al nepotismo de los papas Nicolás III, Honorio IV y Nicolás IV. Este nepotismo habría de dar perniciosos frutos en el futuro: durante el exilio de los papas en Aviñón, los Colonna y los Orsini llegaron a ser tan poderosos, que amenazaban la libertad y la seguridad del pontificado. También a Sixto y a Alejandro les estaba reservada la empresa de deshacer en este punto la obra de sus predecesores y asegurar la independencia de la Santa Sede, abatiendo la soberbia de estos descollantes nobles.
En los Estados de la Iglesia, el poder temporal de los papas, basado en falsas donaciones, confirmado por la tradición y combatido por déspotas rivales, representaba una anomalía. Y, aunque diferente, no era menos peculiar su situación en Roma. Mientras las facciones de los Orsini y los Colonna dividían la Campagna y ensangrentaban las calles de la ciudad, Roma seguía manteniendo, en la forma al menos, la vieja constitución de los caporionis y los senadores. El senador, elegido por el pueblo, no juraba obediencia al papa, pero sí defender su persona. El gobierno de la ciudad era ostensiblemente republicano. El papa no tenía derechos de soberanía, sino solamente el ascendiente que le daban inevitablemente sus riquezas y la posición de jefe de la cristiandad. Al mismo tiempo, el espíritu de Arnoldo de Brescia, de Brancaleone y de Rienzi revivía de vez en cuando en patriotas como Porcari y Baroncelli, que se rebelaban contra las injerencias o usurpaciones de la Iglesia en menoscabo de los privilegios de la ciudad. Roma no ofrecía ninguna seguridad efectiva a los cardenales del Sacro Colegio. Estos no disponían allí de fortalezas como el Castello de Milán, ni tenían tropas a su disposición. Cuando el pueblo o los nobles se levantaban contra ellos, lo mejor que podían hacer era retirarse a Orvieto o a Viterbo y aguardar allí a que pasara la tormenta.
Tal era la posición del papa, considerado como uno de los príncipes gobernantes de Italia, antes de la elección de Nicolás V. Su autoridad era grande, pero indefinida, confirmada por el tiempo, pero sin base alguna ni en la fuerza ni en la ley. Sin embargo, Italia consideraba el papado como una institución indispensable para su prosperidad, y Roma, por su parte, sentíase orgullosa de que se la llamara la metrópoli de la cristiandad y dispuesta a sacrificar la sombra de libertades republicanas que aún quedaba en pie a cambio de las ventajas materiales que podía reportarle la soberanía de su obispo. Cuál era el estado de ánimo de los vecinos de Roma acerca de esto nos lo indica una sentencia de Leo Alberti, con referencia al pontificado de Nicolás: “La ciudad, con el jubileo, habíase convertido en una ciudad de oro; respetábase la dignidad de los ciudadanos; el pontífice accedía a toda petición razonable. No había exacciones ni tributos nuevos. La justicia era rectamente administrada. La mayor preocupación del pontífice era embellecer la ciudad”.2 La prosperidad que la corte pontificia procuraba a Roma constituía el principal punto de apoyo de los papas como príncipes, por aquellos días en que muchos pensadores miraban con el recelo del Dante la unión de los poderes temporal y espiritual en el pontificado.3 Además, por aquel entonces, Italia, considerada en su conjunto, experimentaba un cambio político instintivo y gradual: las repúblicas veíanse desplazadas por tiranías, y los sentimientos del pueblo, en general, no eran en modo alguno hostiles a este cambio. Había llegado, por tanto, el momento propicio para que los papas convirtieran su autoridad mal definida en un despotismo afianzado, consolidándose en Roma como soberanos y sometiendo los Estados de la Iglesia a su jurisdicción temporal.
Esta obra fue iniciada por Tomás de Sarzana, que en 1447 subió al solio pontificio bajo el nombre de Nicolás V. Una parte de su biografía pertenece a la historia de las humanidades, y no es necesario tocarla aquí. Educado en Florencia, a la sombra de la casa de los Médicis, había asimilado aquellos principios de deferencia a la autoridad del príncipe que estaban suplantando las viejas virtudes republicanas a lo largo de Italia. Habíanse curado las desgarraduras de los cismas abiertos en la Iglesia católica. En vista de que su poder espiritual no tropezaba con la menor oposición, el nuevo papa decidió acometer la obra de consolidar el poder temporal de sus Estados. Lo afianzó en este propósito la conspiración de Stéfano Porcari, noble romano que había intentado levantar en la ciudad el entusiasmo republicano en el momento de la elección pontificia y que más tarde trató de atentar contra la libertad del papa, si no contra su vida. Porcari y sus cómplices fueron ejecutados en 1453, y con este acto el pontífice proclamóse, en realidad, como monarca. Dedicó las grandes riquezas que el jubileo de 1450 hizo afluir a las arcas pontificias4 a embellecer la ciudad de Roma y a levantar una fortaleza para el soberano pontífice. Fue reforzado el Mausoleo de Adriano, que mucho antes, durante la Edad Media, se había utilizado ya con los mismos fines. El puente de S. Angelo y la Ciudad Leonina quedaron, así, comunicados y defendidos por medio de un sistema de murallas y obras exteriores, que ponían en manos del papa las llaves de Roma. Empezó a surgir un nuevo Vaticano y se echaron, dentro del circuito de los dominios papales, los cimientos para una nueva y más noble basílica de San Pedro.
Nicolás V había concebido, en realidad, la gran idea de ...

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