Otra invitación a la microhistoria
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Otra invitación a la microhistoria

Luis González y González

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Otra invitación a la microhistoria

Luis González y González

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Luis González reitera en estas páginas las invitaciones que ha realizado a lo largo de toda su obra. Por un lado, convida al placentero ejercicio del oficio de historiar y, por el otro, al recorrido de la historia patria, diferente de la historia patria que está en los terruños, barrios y lugares desdeñados por la historia monumental e incluso por las academias estrictas.

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El arte de la microhistoria[*]

Deslinde

Aunque acepté con gusto la invitación de ponencia sobre teoría y método de la microhistoria, me acerco a ustedes con temor. Mi práctica microhistórica es breve y no he tenido tiempo de suplir las escasas horas de vuelo con muchas lecturas. Me atemoriza enfrentarme a un auditorio donde hay sabios que han consagrado lo más de su vida a la investigación de su “tierra”. No sé cómo se atreve a decir algo quien sólo se dedicó un año a historiar su pueblo, que desde hace veinticinco años vive en la capital metido en cosas ajenas a la problemática provinciana. Está fuera del alcance del ponente expedir conceptos y preceptos de buena ley sobre una materia con la que no está familiarizado y sobre la cual sería tiempo perdido el dar consejos generales, porque cree con Leuilliot y Ariès que “los principios de la historia local son autónomos y aun opuestos a los de la historia general”. “La historia particular es muy distinta de la historia total y colectiva.”[1]
La teoría histórica común apenas afecta la conducta del microhistoriador, pues, como dice Braudel, “no existe una historia, un oficio de historiador, sino oficios, historias, una suma de curiosidades, de puntos de vista, de posibilidades”.[2] El punto de vista, el tema y los recursos de la microhistoria difieren del enfoque, la materia y el instrumental de las historias que tratan del mundo, de una nación o de un individuo. Nadie ha puesto en duda la distinción entre la meta y el método microhistóricos y el fin y los medios de la macrohistoria y la biografía. Como es sabido, aparte de los tratados generales acerca del saber y el hacer históricos, existen estudios sobre el conocimiento y la hechura de historias universales, historias patrias y biografías.
En punto a microhistoria hay poco escrito. Aunque la especie es tan antigua como las otras dos, no cuenta aún con los teóricos y metodólogos que ya tienen la historia general y la biografía. El hecho puede explicarse por el desdén académico con que fue mirada durante siglos y siglos. Hoy que la gran historia, siguiendo el ejemplo de las ciencias humanas sistemáticas, tiende cada vez más a la abstracción, y que la biografía corre hacia el chisme puro, la microhistoria ocupa un sitio decoroso en la república de la historia y ya nada justifica el que no sea objeto de un tratado de teoría y práctica que debiera hacerse por lo disímbolo de la materia, con colaboración internacional. Los trabajos de ouch, Finberg, Goubert, Stone, Powell, Hoskins, Pugh, Leuilliot y otros son apuntes para la obra grande, pero todavía no la gran guía de la investigación microhistórica.[3]
La escasez de estudios acerca del asunto que nos reúne en este Primer Encuentro de Historiadores de Provincia es sin duda un obstáculo para llegar a conclusiones en firme, pero es también un estímulo para la reflexión, Lo que se nos ocurra en este debate puede contribuir a la guía esperada. No vamos a recorrer un camino hecho, y por lo mismo, es posible ayudar a construirlo.
Como principio de cuentas, todavía cabe ser padrino de la criatura. La he venido llamando microhistoria, pero ni este nombre ni otros con los que se la designa son universalmente aceptados. En Francia, Inglaterra y los Estados Unidos la llaman historia local. Es de suponer que han convenido en este nombre, no porque sea llano, fácil y aun sabroso, sino por tratarse de un conocimiento entretenido la mayoría de las veces en la vida humana municipal o provincial, por oposición a la general o nacional. Con todo, la denominación se presta a equívocos y dice poco de la característica mayor de la especie. Una historia del Vaticano puede ser llamada local por el estrecho ámbito de que se trata, pero la gran mayoría de las historias vaticanas difieren, por el modo de ser, de las llamadas historias locales. Un estudio acerca de los grupos de matehualenses dispersos en varios puntos de México y los Estados Unidos no se constriñe a un espacio municipal o provincial, y, pese a eso, puede ser una historia de las llamadas locales. Y es que aquí lo importante no es el tamaño de la sede donde se desarrolla sino la pequeñez y cohesión del grupo que se estudia, lo minúsculo de las cosas que se cuentan acerca de él y la miopía con que se las enfoca.
El título de petite histoire, acuñado por los franceses, podría ser un buen nombre, si por eso no se entendiera un género de muy mala reputación. Los lectores saben que la petite histoire que circula en el mercado refiere vidas intimas, crímenes y ejercicios de alcoba de personajes célebres. Lo que ha llevado el rótulo de petite histoire y se ha traducido al español como historia menuda, no se parece a nuestra disciplina; es más bien un subproducto de la biografía hecho para divertir a un público frívolo.
Ciertamente hay microhistorias que por afán exhaustivo recogen multitud de hechos insignificantes, y que por este vicio o flaqueza han merecido el apelativo de historias anecdóticas, pero la mayoría de las microhistorias no caen en la minucia sin cola y, sobre todo, no son un simple catálogo de pormenores sueltos, sin liga. Un repertorio de anécdotas puede, en un caso dado, servir de fuente a un microhistoriador pero nunca se confundirá con un buen libro de microhistoria.[4]
Según Bauer,[5] en los países de lengua alemana se usan más o menos indistintamente los términos de historia regional, historia urbana y aun el de geografía histórica para denominar a la especie aquí llamada microhistoria. El primer término tiene las mismas desventajas que el de historia local y algunas otras. El segundo toma la parte por él todo. Aun cuando cualquier historia urbana fuese microhistoria, muchas de las microhistorias no son historias urbanas. Por otra parte, algunas historias de ciudades, especialmente cuando tratan del origen histórico-jurídico o de la proyección nacional o internacional de la ciudad, no están tratadas microhistóricamente. La inadecuación del tercer rótulo, el de geografía histórica, salta a la vista y no merece discutirse.
Nietzsche distinguió tres tipos de historia: la monumental, la crítica y la anticuaria o arqueológica. A esta última la definió como la que con “fidelidad y amor vuelve sus miradas al solar natal” y gusta de lo pequeño, restringido, antiguo, arqueológico.[6] ¿Acaso no es a esto a lo que le buscamos nombre? Entonces ¿por qué no designarla con los calificativos de Nietzsche? La denominación de historia anticuaria no sería injusta si la palabra anticuario en español no fuera despectiva o no nos remitiera al que colecciona antiguallas y negocia con ellas. Por otros motivos, tampoco nos sirven los membretes de historia arqueológica y arqueología. Esos nombres ya le corresponden por derecho de primer ocupante a la ciencia que tiene por objeto las formas tangibles y visibles que conservan la huella de una actividad humana.
Después de haber examinado las ventajas y los inconvenientes de media docena de nombres, me decidí por el uso de microhistoria en el subtítulo y en el prólogo de Pueblo en vilo.[7] A don Daniel Cosío Villegas la palabra le pareció pedante.[8] Fernand Braudel la usa para designar la “narración de acontecimientos que se inscriben en el tiempo corto”.[9] Es un término que recuerda los de microsociología y microeconomía, y que, por lo mismo, no es tan inoportuno ni tan pedante. Pese al valor que le dé Braudel, es un vocablo inédito o casi, todavía sin significación concreta reconocida, y si no bello, sí eficaz para designar una historia generalmente tachonada de minucias, devota de lo vetusto y de la patria chica, y que comprende dentro de sus dominios a dos oficios tan viejos como lo son la historia urbana y la pueblerina.
No hay que echar en saco roto, sin embargo, la objeción de algunos colegas asistentes al Congreso de Historia del Noreste de México, reunido en Monterrey a la salida del verano de 1971. Allí se dijo que el término microhistoria huele a desdeñoso. Si es así, menos se puede recomendar el membrete de minihistoria que además de eso sería híbrido. Quizá sea más incontrovertible aunque menos precisa la denominación de historia concreta para un oficio ocupado en un mundo de relaciones personales inmediatas.
¿Y por qué no darle a la criatura un nombre que nadie ha usado? A primera vista lo insólito cae mal. La idea de llamarle historia patria a la del ancho, poderoso, varonil y racional mundo del padre quizá fue mal recibida en los comienzos. Patria y patriota ya son palabras de uso común. Matria y matriota podrían serlo. Matria, en contraposición a patria, designaría el mundo pequeño, débil, femenino, sentimental de la madre; es decir, la familia, el terruño, la llamada hasta ahora patria chica. Si nos atrevemos a romper con la tradición lingüística, el término de historia matria le viene como anillo al dedo a la mentada microhistoria. El vocablo de historia matria puede resolver el problema de la denominación.
También, en plan de aventura, podríamos adoptar el nombre de historia yin. ¿Quién no sabe que en el taoísmo el aliento yin es el femenino, conservador, telúrico, suave, oscuro y doloroso? Historia matria, historia yin, metrohistoria, microhistoria, historia parroquial, pero no una palabrota como microhistoriografia. Tampoco es necesario para seguir adelante dar con el nombre justo. Sin él se ha ejercido la especie durante dos mil años.

Historia

Como la mayoría de las especies del género histórico, la que nos ocupa nació en Grecia. En Alfonso Reyes se lee que en la época alejandrina hubo “un tipo intermedio, el de los anticuarios”, que a veces recopiló tradiciones locales y otras investigó la literatura “para esclarecer la historia o su escenario geográfico. Tales fueron, en el siglo II, Polemón de Ilión, Demetrio de Escepsis y Apolodoro Ateniense”.[10] También los latinos, una vez que aprendieron de los griegos a escribir historia, se aplicaron, según Dionisio de Halicarnaso, a cultivar la crónica local. Pero ni los griegos ni los romanos supieron hacer grandes historias de temas pequeños. Preocupados por los destinos del imperio, se desentendieron del pasado de la tierra nativa.
Después de las invasiones de los bárbaros, en la época carolingia, hubo anales de monasterios y obispados, escritos colectivamente por monjes, y no del todo distantes de la microhistoria. Destruido el imperio de Carlomagno, Europa vivió un periodo de predominio de la vida local y monástica, levemente contrapesado por el ideal ecuménico del cristianismo. En la Europa dispersa de los siglos X al XII, la crónica fabricada en el castillo o en el convento “se hizo menuda y particular”.[11] “La mayor parte de los cronistas limitaron su atención a la zona donde ellos vivían.[12] “Sean botones de muestra la Historia Remensis Ecclesiae de Flodoardo, la Historia Dunelmensis Ecclesiae de Florencio de Worcester, el Chronicon Aquitanicum de Ademar de Chabannes, la Chronique de Guinnes et d’Ardre de Lambert, y de Silvestre Giraldo una Topographia Hibernia que trata de la región, su gente, sus gestas y sus milagros.
Desde 1200, en Italia, Alemania e Inglaterra, muchas ciudades crecieron rápidamente en población, energía y entusiasmo, y generaron frailes y jurisconsultos autores de historias urbanas. Desde la revolución burguesa de Lombardía en el siglo XII hasta el Renacimiento del siglo XV los burgueses del norte de Italia le dieron un enorme impulso a los anales locales: Anales de Milán, Crónica de Cremona, Crónica dei veneziane de Martino Canale, Anales de Génova de Cafaros, y para no hacer una lista muy larga, ya sólo los Anales de Lodi de Otto de Murena, “el primer historiador italiano dueño de una mente constructiva”. En Inglaterra, Arnald Fitz Thedmar (1201-1275) compuso una crónica de Londres. En Alemania, desde la caída de Rodolfo de Habsburgo, hubo crónicas de ciudades.[13] España produjo en el siglo XIII De preconiis civitatis Numantine que “ostenta ya los caracteres que han de predominar en el género de historias locales, tan colmadas de ordinario de amor a la ciudad natal como ayunas de verdadera investigación científica”.[14]
El Renacimiento es el siglo de oro de la hist...

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