Cristianópolis
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Johann Valentin Andreä, Ulises Mora

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Cristianópolis

Johann Valentin Andreä, Ulises Mora

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En esta utopía, un viajero cansado de la "tiranía, la sofística y la hipocresía" se embarca en busca del conocimiento a través del Mar Académico, y llega a la isla donde se erige Cristianópolis. Su organización, análoga a la de un monasterio medieval, está basada en la práctica y enseñanza de la fe cristiana, en armonía con el ejercicio de la ciencia y la literatura. La moderación, la templanza, la pulcritud, el orden, la salud y, sobre todo, el amor se tienen como valores máximos, y en todas las relaciones, públicas o personales, predomina el afecto mutuo, minando el concepto de poder. Una guía de la sociedad perfecta que implica la simetría entre el adoctrinamiento religioso y las costumbres de la sociedad.

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CRISTIANÓPOLIS

AL RESPETABLE Y MUY HONORABLE SEÑOR JOHN ARNDT, PADRE REVERENDO EN CRISTO

Este, nuestro nuevo Estado, te expresa su respeto y reconocimiento, porque siendo que la fuente de nuestra colonia es aquella Jerusalén que tú erigiste con fuerza y valentía contra el designio de los sofistas, no podemos sino remitirla por entero a ti, y darte las gracias por sus instituciones y leyes, rogándote sin embargo no tengas a menos expresarnos gentilmente cuanto consideres deba añadirse o modificarse en ellas. Así quiera Dios que en tu venerable ancianidad te halles entre numerosa gente que escuche y siga tus enseñanzas de lealtad, rectitud y erudición. Me despido de ti, reverendo padre en Cristo, con la esperanza de que me encomiendes a Dios mientras siga tus pasos.
1.º de enero de 1619. R.D.T.
Tu muy leal servidor,
JOH. VALENTIN ANDREÄ

SALVE, LECTOR CRISTIANO

Dos clases de hombres veo en la república. La primera es la de los que, más que aprobar las cosas que bajo ellos se rigen o que sobre ellos imperan, antes las tienen en altísima admiración y las defienden con ardor. La otra clase es la de aquellos que, si bien toleran los asuntos humanos, no vacilan en desear su mejora y aceptan ciertos cambios. Pero mientras que los de esta clase nunca son dados a provocar disturbios, pues son retraídos y sensatos y prefieren ceder en silencio, siendo tolerantes en la medida de lo posible, los de aquella otra clase, en su ceguera y desenfreno, agreden, atormentan y en no pocas ocasiones arrastran a sus conflictos a quienes osan quejarse en voz baja, muy a su pesar. Ejemplo clarísimo de lo anterior es el que nos diera el Anticristo, cuando abrumó a la iglesia de Cristo con sus malévolos lastres. Lo que sorprende es que hubiera quienes, sin aprobar quizá tales indignidades, aun así las toleraban. En cualquier caso se las consintió, y se perpetraron de un modo tan abominable que si alguno pedía un remedio a tan grandes males, por más moderado que fuese, se le castigaba y proscribía de la ley, sufriendo maldiciones sólo conocidas por Dios. Y así continuaron las cosas, hasta que la indignidad del caso encolerizó el espíritu de los hombres y los impulsó a restaurar la luz y dispersar las tinieblas. No está del todo claro cuál fue la causa, siendo todo tan opuesto a la razón. Porque si se debió a la ambición, que no admite correcciones de nadie, o a la avaricia, que prolifera entre los hombres; si se debió a una incapacidad del intelecto de distinguir entre el bien y el mal, o a que la gente se acostumbra a las cosas sin pensarlo y hace la vista gorda; aun si así fuera, nada de lo anterior se compara al arrojo con que nosotros mismos nos resistimos a la verdad más evidente y al bien más deseado. Y es por ello que muchos piensan, no sin razón, que Dios quiso enturbiar con tales tinieblas las mentes de los malvados, para impedirles que se avengan a la modestia del buen obrar, tan fácil de conseguir con medios moderados y tolerables, a fin de que, una vez atrapados en su vileza descarada, y revelándose lo indigno de seguir cediendo a sus deseos, se vean impulsados a perpetrar cosas peores, y así, al caer su máscara, pierdan toda su autoridad ante la gente.
De tal guisa procedió nuestro héroe el Doctor Lutero: cuando los hombres dejaron de escuchar sus plegarias y sus lágrimas, comenzó a respirar amenazas a través de la palabra de Dios. Al no alcanzar nada con la sumisión, comenzó a erguirse en alto. Tras soportar durante largo tiempo el asedio, comenzó a batirse de frente contra el poder enemigo; y lo hizo con tal éxito que NOS LLENAMOS DE JÚBILO mientras ellos rechinan los dientes. Me inclino a pensar que este es un drama que se repetirá en nuestros días. La luz de una religión más pura ha brillado sobre nosotros, y es conforme a ella que se ha regido la administración de los asuntos públicos y se ha restaurado el esplendor de las letras y las artes; y nos otorgará, quizás, el triunfo definitivo sobre muchos de nuestros enemigos ya derrotados, como la superstición, el libertinaje y la indecencia.
Pero las ocultas añagazas del Diablo nos agobian, vacían nuestro júbilo de toda sustancia y lo convierten en poco más que un nombre. Pues aunque nuestros actos siguen el modelo de Cristo, cuyo nombre llevamos y confesamos, sucede que en nuestra infirme indulgencia los cristianos no nos diferenciamos en nada de los hombres mundanos. Y es así que en las iglesias, cortes y universidades, y ciertamente en todas partes, no faltan jamás la ambición, la avaricia, la gula, la lujuria, la envidia, la pereza y otros vicios que imperan asimismo sin ningún escrúpulo, abominables para Cristo, pero para nosotros fuente del mayor deleite. Por eso es fácil percatarnos de que el Diablo se regodea cuando, después de habernos birlado el núcleo, permite de buen grado que presumamos del cascarón y los restos; e igualmente fácil es apercibirnos de nuestra simplicidad, viendo que, por más que prestemos oído como hombres religiosos, pulcros y educados, acabamos contentándonos con las sombras de las cosas. Pero el impostor no engaña a todos, y menos aun a quienes llevan dentro una luz que viene de lo alto.
Un gran número de éstos, hombres de muy fervoroso espíritu, ha clamado ya en voz alta antes que nosotros, y seguirá haciéndolo en el futuro con el mismo celo. De entre todos ellos mencionaré tan sólo al Doctor John Gerhard, al Doctor John Arndt y al Doctor Mart. Moller, eruditos merecedores de mi mayor confianza y teólogos íntegros en sumo grado, si bien el último mantiene ciertas reservas respecto al tema de la Cena del Señor. Al observar que el mundo entero se sumía en disputas, cuyo estruendo casi impedía escuchar el espíritu de Cristo, fue grande su deseo de procurar una intermitencia de silencios, dedicada a la piedad y a permitir un respiro después de la lucha, a fin de conseguir una unión entre la erudición y la integridad en la que ambas se prestaran su esplendor mutuamente. Presentada con suma modestia, la petición provocó un gran enojo. Pues no estaban dispuestos los obispos de las iglesias a reconocer sus simonías, ni los líderes políticos sus fraudulencias, ni la universidad su ignorancia; y por consiguiente, las admoniciones que reclamaban devoción, entereza y letras dieron pie a las acusaciones de traición. Si hemos de creer a quienes rebatieron tales ideas, se verá que la iglesia está repleta de ventanas por las que cualquiera puede colarse cuando le venga en gana, y es un lugar donde se susurran las peores palabras; la república es un mercado donde se compran y venden los vicios; la academia, un laberinto donde deambular es un arte y un juego; y no hay nada que siendo derrochado en todas estas cosas no se convierta puramente en ganancia. Se alzaron defensores que ansiaban ser traicionados: las buenas personas habrían preferido reafirmar su honradez bajo palabra, pero hoy en día las personas malas detestan dar testimonio de sus vilezas en público. Porque el mundo en su pecado considera que la ocultación de sus actos es mejor que su elogio en público.
Los oficiantes de los sacrificios de la iglesia se enfurecían porque se les echaba en cara el descuido o incluso la falta de vocación, la dejadez de sus sermones, su erudición demasiado mundana. Y sin embargo los eclesiásticos reprueban estas cosas. Los avariciosos del mundo vociferaban porque nadie encomiaba la dureza de sus leyes, la licencia de sus costumbres, la acumulación de sus riquezas, su desprecio por la vida eterna. Y sin embargo su propia autoridad civil prohíbe todo esto. Los maestros letrados despotricaban en defensa de su propia ignorancia de las artes, su desconocimiento de los idiomas, la nimiedad de sus grados académicos, la enormidad de sus insaciables gastos; y lo hacían además oponiéndose a los más obvios propósitos de la erudición. Y así fue como, dejándose llevar por los deseos o los dictados de la ignorancia, la hipocresía usurpó con violencia y se arrogó la tutela de la religión, la tiranía hizo otro tanto con la de la autoridad civil, la sofistería con la de las letras, aduciendo, eso sí, toda suerte de razones. Pero esto no amedrentó a los campeones de Dios, ni a los que servían a una buena causa. De algunos de ellos se esperaba más ecuanimidad, erudición y sobre todo moderación, dado que conocían los asuntos del Estado y sus méritos eran incuestionables; pero si uno examina el mundo con un poco más de detenimiento, se dará cuenta de que nada resulta más insoportable a los impostores que la verdad y la rectitud. Y el odio en que las tienen es tal que, en la impotencia de su rabia y la incapacidad para dominarse, acaban arrancándose las máscaras, los embozos y envoltorios y salen desnudos a exhibir el secreto de su maldad. No hay hombre sensato que no experimente repugnancia al contemplar cómo pasan inadvertidas la gula en el interior de la iglesia y la moral disoluta en la plaza pública y las escuelas; los títulos vacíos y postizos; la dilapidación sin límites; y cómo todo esto llega incluso a elogiarse y exponerse en público. Es esta la razón, por otra parte, de que personas de quienes menos cabría esperarlo resulten ser las más prontas a ceder y rendirse a la verdad, pues una vez se hallan atrapadas en sus propios errores, ya lo único que les queda es una impudencia infame y una verbosidad ordinaria con las que en vano intentarán exculparse. Con su innata cortesía, escuchan y aguantan las reprimendas, admiten sus faltas, la ofuscación de sus mentes, las invenciones diabólicas, los hábitos inveterados, su propia credulidad y otras muchas lacras semejantes, de todas las cuales desearían librarse.
Una cierta FRATERNIDAD, que los teólogos se han tomado en serio pero que para mí no es más que una chanza, ha presentado pruebas inequívocas de todo lo anterior. A la promesa de cosas espléndidas e insólitas para satisfacer los deseos del público curioso, que son los de la mayoría de la gente, añadió además la excepcional esperanza de corregir el actual estado corrompido de las cosas, e incluso de imitar los actos de Cristo. Huelga decir que al oír estas palabras reinó gran confusión entre los hombres, hubo enfrentamientos entre los eruditos e inquietud y conmoción entre los impostores y los estafadores. Sólo añadiré que algunos, con terror ciego, quisieron aferrarse a sus viejas y anticuadas falsificaciones y defenderlas por la fuerza. Otros se apresuraron a abandonar la fortaleza de sus opiniones y, tras denunciar el yugo severo de su esclavitud, se lanzaron en pos de la libertad. Y, para acercarnos más al asunto que nos concierne, aun otros denunciaron los principios de la vida cristiana, tildándolos de herejía y fanatismo; y tampoco faltó quien abrazara su propia causa de todo corazón. Mientras estas personas debatían entre ellas y se amontonaban en los talleres, muchos pudieron tomarse el tiempo para analizar y sopesar estas cuestiones. Nos queda de todo ello un beneficio: y es que sabemos, o así nos lo ha parecido, que el mundo no está tan seguro de sus cosas como quisiera aparentar, ni se aferra tanto a sus opiniones que resulte imposible hacerlo cambiar de curso; y lo que es más importante: no están todos tan alejados de Cristo que, si se presenta la ocasión, no haya alguno dispuesto a aceptar sus normas y regir su vida de acuerdo con ellas.
Por lo demás, alabo gustosamente el juicio de cierto varón, dotado de las más altas cualidades de la piedad, la ética y el carácter, quien, al encontrarse con que los hombres se volvían indecisos y se dejaban en gran medida engatusar por los informes de la dicha HERMANDAD, respondió:
—Si nos parecen adecuadas esas reformas, ¿por qué no lo intentamos nosotros? No esperemos a que lo hagan ellos —con lo cual quería decir que nada nos impedía a nosotros aprender esas cosas de los evangelios y acometerlas siguiendo el loable ejemplo de otros devotos cristianos, si es que en verdad queríamos imitar la vida de Cristo y mejorar nuestras costumbres. Porque sin duda no querríamos cometer contra Cristo y su Palabra la injuria de pretender que es mejor aprender y emular el camino de la salvación recurriendo a una sociedad (si es que realmente existe tal) opaca, omnisciente tan sólo en su propio alarde, con un escudo cosido a modo de enseña y repleta de ceremonias fatuas, en vez de acudir a Él, que es el Camino, la Verdad y la Vida, cuyos preceptos son tan evidentes y fáciles de encontrar que para evitarlos tendríamos que recurrir a los mayores subterfugios y evasivas. Porque si bien nuestra conciencia insiste en que es legítimo lamentar la seguridad excesiva de la religión, la impureza de la vida y la futilidad del conocimiento, ¿acaso hay algo que nos impida expulsar el vicio, aunque sólo sea de nuestras propias vidas (si otros no lo desean para las suyas), plantar las virtudes y acercarnos más a nuestro Cristo, de quien tememos que se haya apartado por completo de nuestros asuntos?
Nada, ciertamente, nos niega este permiso ni a nosotros ni a Cristo, excepto el temor al juicio de los hombres, que aspira a conservar nuestras amistades y las costumbres cotidianas en nuestras vidas, así como la buena voluntad de los hombres hacia nuestras personas; y que, no obstante, al poco tiempo nos arroja a las vicisitudes del siglo para que nos aflijamos y para que, cuando está claro que ya es demasiado tarde, nos lamentemos de haber entregado nuestra confianza al mundo y no a Cristo. Debe considerarse, pues, que la resolución más sabia es cuando, después de escuchar la Palabra de Dios y aceptarla, no se busca la aprobación de los hombres, ni de cualquier sociedad o grupo, sino que se actúa bajo los dictados de Dios y la conciencia humana, se avanza devotamente bajo la guía del Espíritu Santo y se soportan las críticas más injustas con la misma benevolencia con que se escucha el croar de las ranas, pues a fin de cuentas resulta patente que muy pocos osan atacar la piedad, la rectitud y la reputación abiertamente, prefiriendo desacreditar y mentir mediante circunloquios o forjarse para sí mismos algo a lo que más tarde puedan ladrar. Y así al principio oirás las palabras “fanático”, “alborotador” o “peligro para las letras”, y luego te culparán y te harán ver las heridas de una quimera o los combates de gladiadores ciegos. Pero si callas y confías en tu conciencia tranquila, obtendrás con ello la mayor dicha.
Ahora ya has visto, excelente lector, un claro ejemplo de esta seguridad cristiana, esta nueva REPÚBLICA que felizmente he dado en llamar CRISTIANÓPOLIS. Pues en vista de que nadie es afecto a que lo corrijan (ni lo soy yo mismo), he construido para mí esta ciudad en la que puedo ejercer una dictadura. Ponle este nombre a mi cuerpo insignificante y no irás muy errado. Pero dado que en casi todas partes las leyes son buenas pero la moral es dudosa, temo que sospeches otro tanto en lo que concierne a los ciudadanos de mi Estado. Sea como fuere, no es mi intención alabar a mis ciudadanos sino describirlos, así como revelar y comunicarte los estatutos que rigen sobre nuestras vidas. De otros temas aparte de éste no podría hablarte con la misma franqueza y libertad, no podría exponerte todos los hechos ni animarte a expresar tu propia opinión. Tanto si apruebas como si desapruebas, no recibirás de mí más que alabanzas, siempre y cuando me respondas con la misma sinceridad. Pero si me respondieres con un sofisma, nada hay más fácil para mí que soportar tus críticas adversas e ignorarte. Si nuestro Estado te place, nada se te negará; si lo rechazas, no estarás obligado a nada. Mis ciudadanos no malgastan sus riquezas, ni codician las tuyas. Aceptarán cuanto tengas a bien darles, y te darán de buen grado todo aquello que pidas. Nuestras leyes no obligan ni refrenan a nadie, antes persuaden: mantenerse firmes ...

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