Junta de sombras
eBook - ePub

Junta de sombras

Estudios helénicos

Alfonso Reyes

Share book
  1. 390 pages
  2. Spanish
  3. ePUB (mobile friendly)
  4. Available on iOS & Android
eBook - ePub

Junta de sombras

Estudios helénicos

Alfonso Reyes

Book details
Book preview
Table of contents
Citations

About This Book

A la manera en que Odiseo trajo hacia sí a los difuntos para interrogarlos sobre el misterio de la vida, Alfonso Reyes evoca a los poetas, filósofos e historiadores griegos para conformar su Junta de sombras. Nos invita a contemplar con ojos vivos la Antigüedad, a sentir sus epopeyas como las sentirían el poeta y quienes lo escuchaban.

Frequently asked questions

How do I cancel my subscription?
Simply head over to the account section in settings and click on “Cancel Subscription” - it’s as simple as that. After you cancel, your membership will stay active for the remainder of the time you’ve paid for. Learn more here.
Can/how do I download books?
At the moment all of our mobile-responsive ePub books are available to download via the app. Most of our PDFs are also available to download and we're working on making the final remaining ones downloadable now. Learn more here.
What is the difference between the pricing plans?
Both plans give you full access to the library and all of Perlego’s features. The only differences are the price and subscription period: With the annual plan you’ll save around 30% compared to 12 months on the monthly plan.
What is Perlego?
We are an online textbook subscription service, where you can get access to an entire online library for less than the price of a single book per month. With over 1 million books across 1000+ topics, we’ve got you covered! Learn more here.
Do you support text-to-speech?
Look out for the read-aloud symbol on your next book to see if you can listen to it. The read-aloud tool reads text aloud for you, highlighting the text as it is being read. You can pause it, speed it up and slow it down. Learn more here.
Is Junta de sombras an online PDF/ePUB?
Yes, you can access Junta de sombras by Alfonso Reyes in PDF and/or ePUB format, as well as other popular books in Literatura & Poesía antigua. We have over one million books available in our catalogue for you to explore.

Information

Year
2010
ISBN
9786071605078

XXIV. De cómo Grecia
construyó al hombre

I

Los hábitos de conservación de la especie se trasmiten instintivamente en las generaciones animales y, prácticamente o en un sentido macroscópico, no progresan. Sólo la especie humana posee la capacidad de comunicar, de una a otra generación, conquistas nuevas. Y es porque las hace conscientes; porque —grosso modo dicho— las capta sensorialmente en el aparato afectivo, y luego las discierne en el aparato discriminador (retardación nerviosa que se vuelca en aceleración histórica o arte de “festinar lento”); y todavía después, las resguarda y trasmite por medios extrafisiológicos, que tales son los diversos signos auxiliares de la memoria. Así opera la característica humana, el time-binding del heterodoxo Korzybsky (Manhood of Humanity). Esta trasmisión consciente de las conquistas es la cultura.
El carácter de un pueblo es función de dos datos en movimiento: su historia y sus ideales. Los ideales han de estudiarse en la historia, como desprendimientos de ella y como reacciones sobre ella. La cultura es el agente plástico. Opera en acción inmediata sobre el individuo, pero tiene una finalidad social. Por cultura se entiende a veces todo el modo de vivir de cualquier grupo humano, concepto antropológico que lo mismo se aplica al Asia que a Oceanía. Pero si por cultura entendemos el descubrimiento y valoración de la persona humana, tal como ha llegado a enraizar en la civilización occidental, al punto de asumir la solidez de evidencia ética, entonces para nosotros no habrá más cultura que la inventada por Grecia, y luego propagada por Roma y por el cristianismo. Somos pueblos helenocéntricos. A su vez, la cultura helénica es antropocéntrica. La obra por excelencia del genio griego es el Hombre. Las artes plásticas visuales son complemento y adorno de la función religiosa, aunque las invada el mismo ideal. Pero el ideal se procura directamente a través de las artes acústicas o espirituales: la música, hasta cierto punto, y más aún, la filosofía, la poesía, la historia, la retórica, los oficios de la palabra.
Paideia es la modelación paulatina del ideal del Hombre, y aun de cada hombre en relación con ese ideal. Y esto no sólo en el modesto sentido escolar o educacional, sino entendiendo en el concepto la suma de todas las energías sociales que obran sobre el individuo a lo largo de su vida y establecen esa posibilidad de convivencia humana que es la Polis, el grupo policiado. Como se ha dicho, mientras vivimos nuestra personalidad está sobre el yunque.[1] Y la verdadera escuela de los griegos era la ciudad, la calle, el mercado, la discusión, el ágora y lo que hoy llamaríamos “la tertulia”. Las energías de la Paideia son determinantes y manifiestas en la ciudad griega. El gobierno ni siquiera se preocupó durante siglos de intervenir en la educación puramente escolar, en los gimnasios de niños y adolescentes, ni en la educación superior de filósofos y sofistas; todo lo cual (fuera de la institución oficial de la “efebía”, especie de instrucción militar con alfabeto y ábaco) se abandonaba a la iniciativa privada. Porque la formación definitiva del ciudadano resultaba del trato y roce con aquellas energías ambientes que Jules Romains llamaría “las potencias de la ciudad”. (Esparta, ya se sabe, representa una excepción, pero también una torsión un tanto monstruosa, un aplastamiento del individuo bajo el peso del Estado-cuartel.) Sólo el Imperio Romano, por lo mismo que propagaba una Paideia no nacida espontáneamente de su propio suelo, sino heredada de Grecia, nombrará más tarde profesores de Estado y tomará por su cuenta, en la propia Grecia como en las otras colonias, la organización escolar y la que hoy llamaríamos universitaria.
Al colar por el tamiz de la razón el espectáculo del universo, el griego —primero entre todos los pueblos— lo concibe como una estructura de conjunto, como un organismo sujeto a leyes universales. E interpretar su deber terrestre como una investigación de esas leyes, para aplicarlas a la conducta humana y dar así al hombre su verdadero lugar en la naturaleza. Ahora bien, en las actuales horas de desconcierto, es indiscutible la conveniencia de proceder a la exposición de la antigua Paideia, inmersión saludable que devuelva el temple a nuestro acero. Tal exposición nunca antes había sido atacada de frente como un estudio integral de reacciones entre hechos históricos e ideales constructivos de la persona humana, y tal es el objeto de la obra de Jaeger.[2] Los ideales se expresan en la tradición literaria. La literatura helénica —poesía y filosofía— es considerada aquí, no ya bajo el criterio puramente estético, según tantas veces se ha hecho, acaso prescindiendo de un aspecto esencial en el fenómeno, sino como un proceso ético, encaminado a edificar la sociedad y a pulir las piezas del ajuste, que son los individuos. Para el griego, ética y estética se confunden. El discrimen entre ambas es una elaboración posterior, que se inicia con el formalismo de los retóricos y luego se acentúa con el cristianismo, el cual puede así admitir el deleite de la poesía pagana sin aceptar su contenido moral y religioso.
El ideal comienza naturalmente por ser un germen; llega a plenitud después del colapso del Imperio Ateniense. Más tarde intenta derramarse con la “homonoia” alejandrina; y al fin lo logra con el orbe romano, para inspirar luego el sentido católico o universal del cristianismo. El volumen I de Jaeger debe considerarse, así, como una introducción a la República de Platón, en que el ideal cristaliza, a reserva de descomponerse nuevamente en ulteriores latidos. El volumen II se consagra a Sócrates y a Platón; el III continuará el estudio del ambiente mental “siglo IV”. Y la obra, hasta aquí, podrá considerarse a su vez como una introducción a san Agustín. Pues desde ahora se vislumbra, en el término de nuestro viaje por la Paideia, la imagen de la Civitas Dei, aunque generosamente entendida y fuera de todo dogmatismo.
El ideal de la Paideia salvará a Grecia y la erigirá en vencedora de sus vencedores. Alejandro, al regreso de sus campañas, declarará que se esfuerza por merecer el aplauso de los atenienses, a quienes acaba de someter. Cuando Atenas, bajo el imperio de Roma, ha dejado de ser para siempre un peligro político, comenzará a ser, consagrada y deificada, el museo político del mundo. No el museo muerto, no: la galería ejemplar propuesta por siempre a las hazañas de la cultura.
Hemos visitado a Werner Jaeger recientemente, en su casa de Watertown y en su celda universitaria de Harvard. No olvidaremos su serena profundidad, y la naturalidad con que se transporta de la sencilla conversación hasta el plano significativo de las ideas. Prosiguiendo su investigación sobre la modelación del Hombre a través de la historia, se encuentra ahora consagrado al estudio de Gregorio de Nisa, y toma arranque en el punto y hora en que la magna obra de los benedictinos quedó interrumpida por la Revolución francesa. En la plena “acmé” de su edad, Jaeger ha alcanzado ya una autoridad que todos acatan. Tras varios lustros empleados en la interpretación de Grecia, sus anteriores monografías dan los fundamentos del saldo que ahora recoge y organiza en la Paideia, y le permiten recorrer a simple vista el panorama propuesto, con gustosa rapidez y con manifiesta seguridad. Werner Jaeger, en la Paideia, ha escrito una obra de valor permanente, y una guía para los supuestos básicos de la civilización que defendemos.[3] Las presentes páginas no tienen más fin que resumir la obra de Jaeger —aunque mezclemos en ellas algunas observaciones personales— y poner su idea central al alcance de una lectura rápida.

II

El ideal del Hombre parte de una base física, bruta; casi del vigor animal del hombre, pronto dignificado en valor militar y, pronto también, en privilegio de una aristocracia. La creación del núcleo selecto es siempre el primer paso de la integración social. Hasta donde es dable investigar la Grecia arcaica a través de las reliquias literarias y las reminiscencias ulteriores, tal ha sido la iniciación del proceso: “areté y nobleza” andan ya juntas en los poemas homéricos. Lo que no ofusca otros criterios nacientes de estimación, puesto que Odiseo, por ejemplo, es más apreciado por su astucia que por su bravura, o por su astucia en la bravura más que por su sola bravura. El fenómeno se explica claramente ante el espectáculo guerrero (el time of troubles, que llama Toynbee) de las grandes emigraciones. El Estado-ciudad heredará este noblesse oblige, este código de obligaciones de la nobleza fijado por la tradición poética, para generalizarlo poco a poco en un código moral humano; y la Polis derivará de la antigua práctica aristocrática sus cánones estimativos (liberalidad, magnanimidad, etc.). De aquí la severa norma del aidós, cuyo flaqueo provoca la némesis (dignidad e indignación). De aquí el sentimiento de emulación, la ambición, y la santidad de la victoria difícil o del triunfo en la aventura heroica (aristeia). De aquí la boga de los certámenes y los premios, cuya prefiguración son los juegos fúnebres a la muerte de Patroclo.
La nobleza del acto no puede ir sin la nobleza del espíritu. Fénix quiere que su discípulo Aquiles —paradigma humano, fusión de Odiseo y de Áyax— sea tan guerrero como retórico, en aquel célebre pasaje que nos da un primer esquema en la historia de la educación. El camino queda abierto para una mayor depuración del ideal arcaico.
El honor, la buena fama, vienen a ser la primera prueba —externa— de la dignidad intrínseca. Poco a poco, la estimativa gravitará del campo objetivo hacia el subjetivo, de suerte que en Aristóteles ambos se armonizan, y ya en los estoicos, como en Schopenhauer, prima “lo que se es” sobre “lo que se representa”. Como ser deshonrado era la anulación de la persona, los héroes homéricos se tratan “con respeto” y reclaman lo que se les debe. Elogio y censura vendrán a ser la expresión de los valores sociales: la conciencia griega era eminentemente una conciencia pública. El cristiano podrá llamar vanidad al honor: no el griego, para quien era el medio de situar su persona en un valor trascendente de bien social, círculo de verdadera deificación que sólo se completa en la muerte, en la gloria. Valor, dignidad, honor, gloria, emulación… ¡celos! Lo mismo gobiernan los celos a los humanos que a los terribles dioses, especie de humanos gigantes, siempre vengativos de cualquier transgresión, verdadera casta aristocrática de inmortales. Y la piedad consiste en rendir honor a los dioses, en no escatimarles lo que se debe a su grandeza. El honor ofendido va más allá de lo que hoy llamamos patriotismo: así se explica la cólera de Aquiles ante un agravio despótico que viola leyes universales; así la locura y muerte de Áyax, desesperado al verse desposeído de las armas de Aquiles, de que se consideraba el natural heredero.
La era democrática no desterrará del todo esta tradición del honor aristocrático, sino más bien la transformará, en el mismo sentido en que un escritor contemporáneo llamó al trabajo “el nuevo honor”. Tal tradición palpita visiblemente en el “orgulloso” de Aristóteles, sólo que su orgulloso ha de serlo con motivo justo. La areté sólo se realiza por la autoestimación. De esta suerte anota Aristóteles el conflicto contra su época ya “altruista”: el sacrificio por el ideal es la más alta prueba del verdadero amor a sí mismo. Sólo por aquí “se entra en posesión de la belleza”: frase reveladora que acude reiteradamente, que descubre todo el sentido heroico de la vida helénica; anhelo de perpetuación que inspira, en Platón, el discurso de Diótima sobre los poetas y los legisladores. La filosofía ateniense prolonga las nociones homéricas, en el ideal de la areté. Muchas pretendidas ideas académicas o liceanas no son más que herencia. Sino que las normas de clase social han sido expendidas y sublimadas por la filosofía en normas éticas universales. Véase cómo se van atando los eslabones en esta cadena de ideales, trabada sobre la estructura del mundo.

III

En punto a la cultura y educación de la nobleza homérica, la graduación histórica entre la Ilíada y la Odisea nos permite apreciar escalas interiores dentro de la etapa: desde la aristocracia guerrera, para quien la paz es un entreacto estorboso, hasta las aventuras personales del héroe fuera de la guerra, que nos conducen a la pintura de la vida pacífica. (La pintura de la ciudad sólo aparece en la Ilíada cuando la descripción del escudo de Aquiles y, en rápidos rasgos, a propósito de la defensa de Troya.) Tal evolución temática arrastra consigo un dinamismo consiguiente del ideal humano. El campamento se ha vuelto sociedad. La épica deriva hacia la novela, y ésta nos deja ver aspectos de la antigua existencia que la épica pura elimina premeditadamente, sin que estorbe para el examen la mezcla evidente, en la Odisea, de elementos realistas y elementos orientalmente fabulosos. El ideal aristocrático de la Ilíada resalta entre las sátiras del caricaturesco y miserable Tersites; el de la Odisea, más refinado y preñado de artes prudentes, resalta por el contraste con los desmanes de “los barones de las islas”, como les ha llamado Bérard. Y todo ello pone de relieve el sentimiento del decoro— sobrentendido aun en las escenas de exceso— y las prácticas de la “cortesía”. Los supuestos de la vida aristocrática nos aparecen nítidamente: residencia fija, posesión territorial, respeto de la tradición y, además, buena educación en el sentido más completo del término. Entre la aristocracia y las clases bajas, obra, para la vida diaria, la benignidad patriarcal, sin por eso deshacer las fronteras de la cultura, ni perturbar la “disciplina” de la nobleza.
Nace, además, una nueva erótica, con la definición del ideal occidental de la “dama”, la dama con sus atributos característicos: huso de oro y rueca de plata. He aquí a Nausicaa y a Penélope, el capullo y la flor; el capullo en todo el dolor de reventar, y la flor que llega al límite de marchitarse y soltar su aroma, la “rosada que más vale”, según el verso del Rabí Don Semtob. Helena, cuya belleza desarmaba el juicio de los ancianos de Troya, es devuelta a la virtud casera en Esparta, y ya no es amante, sino esposa. En esta época propiamente caballeresca, la mujer alcanza un valimiento nunca igualado después en la Grecia histórica. En el popular Hesíodo, la mujer vale por la utilidad de su cooperación para las faenas del hombre, casi al igual del buey; en la sociedad helénica que ya conocemos por testimonio directo, vale como madre de hijos y guardiana de usos familiares. Pero en la edad caballeresca, la mujer adquirió cierto prestigio místico: la reina de los feacios, Aretea, es punto menos que una diosa; y cuando Odiseo implora hospitalidad, no se dirige al rey, sino que, aconsejado por la ingenua diplomacia de Nausicaa, abraza las rodillas de la reina como si fuera árbol consagrado. En la Ilíada, todavía Agamemnón se atreve a declarar abiertamente que impondrá en su hogar a la esclava de guerra Criseida, porque prefiere su ingenio y sus encantos a los atractivos de Clitemnestra —y sin duda los aficionados de la vieja literatura comparten el gusto de Agamemnón—. Pero, ya en la Odisea, averiguamos que el abuelo Laertes, “renombrado por su limpia vejez”, nunca ocupó el lecho de la esclava Euricleia por respeto a su esposa. La dama ha maniatado al guerrero, y de este delicado combate nace la hermosura del trato entre la transparente Nausicaa y el macizo Odiseo, que tenía sus puntas y ribetes de “bribón con ángel”.
Por las páginas consagradas a la epopeya homérica, vemos desfilar, vivificadas por la interpretación que las sitúa en el proceso de la Paideia, las imágenes de la Grecia antigua: el tutor o ayo y su misión junto al héroe; el orador y su función social persuasiva; el contraste entre la inquietud sobrehumana de Aquiles y la dulce plasticidad de Telémaco, revelada en esa verdadera novela pedagógica que es la Telemaquia. El código nobiliario de Homero y su valor educativo se explican por primera vez con diafanidad y precisión.
Homero era mucho más que un texto clásico de los gimnasios para el estudio de la lengua, la métrica, los orígenes de la genérica literaria y la tradición histórica. Los filósofos que, más tarde, protestaron contra la opinión popular que consideraba a Homero como el maestro universal de Grecia, y le opusieron las objeciones del racionalismo contra la antigua mitología, olvidaron que en Homero se encuentran los estratos básicos de la Paideia, sobre la cual ellos mismos habían evolucionado, superándola si se quiere, y sin la cual ellos mismos no serían lo que fueron. La principal enseñanza de Homero está en su asunto, suerte de moral ejemplificada en la acción poética. No mediante prédicas pueriles, no en pesados sermones, sino por la impregnación que las epopeyas revelan en cierta manera de representarse al varón y a sus virtudes. La sola conservación de la fama heroica, como dice Platón, es obra educativa. La estructura de la Ilíada es una articulación de glorias o triunfos individuales en torno al drama de Aquiles. Este drama se mueve entre la cólera de Aquiles contra sus aliados (no tanto porque se le arrebate una mujer a quien no ama, sino porque se le arrebata un premio que merece, pues “la grandeza tiene hambre de honor”) y la cólera de Aquiles contra los adversarios que han dado muerte a Patroclo. El vaivén de estas dos cóleras lo arroja a la venganza contra Héctor, aunque sabe que en ello le va la vida, porque no importa tanto vivir mucho como vivir hazañosamente. La cólera es la respuesta a la injusticia, y Aristóteles nos enseña que, en tal caso, la impasibilidad más bien sería indicio de una virtud escasa. El choque y reconciliación entre Agamemnón y Aquiles ejemplifica los males de la ceguera, enemiga eterna de la verdadera aventura vital a que el griego aspira, males de que el asiático procura escapar por la inacción. Y así los resortes de la epopeya van dando la imagen de las motivaciones éticas que, a su vez, se consideran implícitas en la contextura del mundo, de modo que aun los mismos dioses quedan lazados en ellas y lo psicológico y lo metafísico se confunden.
En cuanto a la Odisea, muestra ya el gobierno de los dioses más organizados y coherentes; muestra también los padecimientos del héroe como grados hacia la virtud, el castigo de la soberbia en los pretendientes de Penélope, el despliegue de las cualidades privadas que responden a la norma helénica, y el humus de los usos y las costumbres que han dado alimento a la vida urbana, bien que este urbanismo tenga todavía mucho de campesino. Homero nos ofrece, pues, el código nobiliario, la primera etapa de la areté.
La verdadera vida campesina aparece en Hesíodo, poeta y reivindicador de los labriegos. Si Hesíodo respira, por decirlo así, un ambiente más atrasado, por lo mismo que pinta la existencia de clases más bajas y más pegadas a la tierra, en cambio da un paso más en la Paideia, por cuanto presenta un ideal jurídico ya netamente definido, un orden cosmogónico fundado en el derecho y en el trabajo, un suelo sediento de justicia, donde se refleja o quiere reflejarse un cielo justo. La clase postergada o burlada pide, en nombre del principio (Themis), la recta aplicación y distribución de los bienes (Diké). La invención mitológica, que siempre se ha advertido en Hesíodo, es efecto ya de su anhelo sistemático para justificar a los dioses y es como la expresión inconsciente de un espíritu legislativo. Pues el pensamiento abstracto no encuentra todavía su lenguaje. El don fabulador llega ya al apólogo de tipo oriental, y en Hesíodo se descubre también cierto orientalismo de profeta que, entre bendiciones y maldiciones, sostiene la causa del pobre y la dignidad del sudor.

IV

Vemos después dibuja...

Table of contents