Democracia y secreto
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Democracia y secreto

Norberto Bobbio, Ariella Aureli, José F. Fernández Santillán, Ariella Aureli, José F. Fernández Santillán

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Norberto Bobbio, Ariella Aureli, José F. Fernández Santillán, Ariella Aureli, José F. Fernández Santillán

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Norberto Bobbio nos invita en estos breves ensayos a admitir que bajo el gobierno visible hay un gobierno que actúa en las sombras, o aún más, en completa oscuridad. Un poder invisible que puede actuar junto con el Estado, a veces en su favor cuando, no obligado por las limitaciones que cualquier constitución democrática impone a quienes detentan el poder, promueve decisiones vinculantes para todos los ciudadanos; y en su contra cuando se aplica principalmente a eludir o violar con impunidad las leyes.

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Democracia y secreto

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EL SECRETO ES LA ESENCIA DEL PODER

El recurso del secreto ha sido considerado a lo largo de la historia la esencia del arte de gobernar. Uno de los capítulos que no podían faltar en los tratados de política en un periodo que dura largos siglos (de Maquiavelo a Hegel), que se suele llamar de la razón de Estado, versaba sobre las formas, las circunstancias y las razones del ocultamiento. La expresión arcana imperii (secretos del poder), que hoy suena siniestra, se remonta a Tácito, que narró al inicio de sus Historias un acontecimiento «abundante en ejemplos de desventura, atroz por los conflictos, dramático por las sediciones, cruel también en la paz». A finales del siglo XVI este autor se había vuelto, en política, el nuevo «maestro de los que saben». Posteriormente, Vico lo consideraría uno de sus «cuatro autores». Quien quisiese recopilar en las obras políticas de cualquier época —y no solamente en la propia de la razón de Estado— algunas máximas sobre la necesidad del secreto de Estado, no tendría más que molestarse en seleccionar.
En ese libro admirable que es Masa y poder, Elias Canetti escribió un capítulo sobre «El secreto», que comienza con esta afirmación contundente: «El secreto está en el núcleo más interno del poder». Y describe algunas técnicas:
El poderoso que se sirve del propio secreto lo conoce con precisión y bien sabe apreciar su importancia en las diversas circunstancias. Él entiende lo que debe hacer cuando desea obtener una cosa, y sabe a cuál de sus colaboradores utilizar en el lance. Tiene multitud de secretos porque su codicia es mucha, y los combina en un sistema en el que se preservan recíprocamente: a esta persona le confía un secreto, a aquella otro, y busca la manera de que los depositarios de algún misterio no puedan unir fuerzas. Quienquiera que sepa algo es vigilado por otro, quien, a su vez, ignora en realidad el secreto del individuo al que vigila. [Por consiguiente, sólo el poderoso] tiene las llaves de todo el conjunto de secretos y se siente en peligro cuando debe compartirlo por completo con alguien más.
Una similitud impresionante de esta forma de emplear el secreto, descrita por Canetti ahistóricamente, se puede encontrar en la obra del disidente soviético Alexander Zinoviev Cumbres abismales, que está situada en una realidad histórica más cercana a la nuestra: en la república de Ibania, alegoría de la Unión Soviética, el espionaje es elevado a principio general de gobierno, a regla suprema no sólo de las relaciones entre gobernantes y gobernados, sino de éstos entre sí, de manera que el poder autocrático se basa en su capacidad de espiar a los súbditos, pero también en el servicio que le prestan los súbditos aterrorizados que se espían mutuamente. Canetti prosigue: «Una característica del poder es la distribución desigual del mirar a fondo. El que ostenta el poder conoce las intenciones ajenas pero no deja ver las propias». Da el ejemplo de Felipe María Visconti, quien, según las crónicas de su época, no tuvo iguales en la habilidad de ocultar sus pensamientos.
El poder en su forma más auténtica siempre ha sido concebido a imagen y semejanza del de Dios, que es omnipotente precisamente porque es el omnividente invisible. Viene inmediatamente a la cabeza el panóptico de Jeremy Bentham, que Michel Foucault definió como una máquina para disociar la pareja «ver-ser visto»: «En la periferia uno es visto por completo, sin poder ver; en la torre central uno contempla todo sin jamás ser observado». El propio Bentham consideraba que este modelo arquitectónico, ideado para las cárceles, podría ser extendido a otras instituciones.
Ampliado, como jamás pensó Bentham —escritor demócrata—, a la institución global, vale decir, al Estado, el modelo del panóptico sería llevado a su plena actuación en el imperio del Gran Hermano descrito por Orwell, donde los súbditos están permanentemente bajo la mirada de un personaje del que no saben nada, ni siquiera si existe. Pero hoy, luego de que se amplió la capacidad de «ver» el comportamiento de los ciudadanos mediante la información pública de centros cada vez más sofisticados y eficientes, mucho más allá de lo que Orwell pudo haber previsto (la distancia entre la ciencia ficción y la ciencia es, por el avance vertiginoso de nuestros conocimientos, cada vez más corto), el modelo del panóptico se vuelve ominosamente contemporáneo.
A la pregunta clásica: quis custodiet custodes? [¿Quién cuida al cuidador?], Bentham, como buen demócrata, respondió: el edificio deberá ser sometido a inspección continua no sólo por personal especializado, sino también por el público. Con esta contestación anticipaba de alguna manera el problema de gran actualidad del derecho de los ciudadanos a tener acceso a la información, que es una de las muchas formas del derecho que un Estado democrático le reconoce sólo a los ciudadanos —sea que los considere singularmente o en conjunto como «pueblo»— de vigilar a los vigilantes.
Precisamente por esto, quien considera que el secreto es connatural al ejercicio del poder siempre ha sido partidario de los gobiernos autocráticos. Vale una cita ejemplar: una de las razones por las que Hobbes estima que la monarquía es superior a la democracia es precisamente la mayor garantía de seguridad: «Las deliberaciones de las grandes asambleas tienen el inconveniente de que las decisiones del gobierno, que casi siempre importa muchísimo guardar secretas, son conocidas por los enemigos aun antes de haber podido ejecutarse» (De cive, x, 14).
Teniendo en cuenta el poder soberano en sus dos facetas tradicionales, la externa y la interna, el propósito principal del secreto en referencia a la primera es, como dice claramente Hobbes, no mostrar al enemigo los propios movimientos, con la convicción de que cualquier maniobra es más eficaz en la medida en que mayor sorpresa es para el adversario; por lo que atañe a la segunda, en cambio, el secreto es motivado por la desconfianza en la capacidad del pueblo de entender el interés colectivo, el bonum commune, por la convicción de que el vulgo persigue sus intereses particulares y no puede ver los móviles del Estado, la «razón de Estado». En cierto sentido, los dos argumentos se oponen: en el primer caso, el no difundir depende de que el otro sea capaz de saber demasiado; en el segundo, el no hacer saber está en relación con el hecho de que el otro entiende muy poco, y podría malinterpretar las auténticas razones de una deliberación y oponerse a ella con poco criterio. Francesco Guicciardini, en una de sus Avvertimenti civili [Advertencias civiles], indica: «Es increíble cuánto le beneficia a aquel que administra el que las cosas permanezcan en secreto». En el Breviario de los políticos del cardenal Mazzarino, la clave de salvación —como dice Giovanni Macchia en el prefacio—, que permite al hombre evitar el naufragio, es el «culto al secreto».
Sin embargo, hay un argumento subsecuente: sólo el poder secreto logra derrotar al poder secreto de otro, la conspiración, la conjura, el complot. Junto a los arcana dominationis están los arcana seditionis. En la Teoría del guerrillero Carl Schmitt habla de un espacio de profundidad típico de la lucha guerrillera, hecha de emboscadas más que de enfrentamientos abiertos, y la compara con la guerra marítima con submarinos, que, cuando se mostró con toda su peligrosidad en la guerra alemana contra Inglaterra, pareció hacer venir a menos la idea de la guerra como confrontación realizada en un gran escenario (piénsese en la metáfora del «escenario de guerra»).
Además, el poder autocrático no sólo pretende saber develar el secreto ajeno mejor que el poder democrático, sino, cuando es necesario, lo inventa para poder reforzarse, para justificar su propia existencia. El poder invisible se vuelve un pretexto, una amenaza intolerable que debe ser combatida por cualquier medio. Donde existe un tirano, hay un complot, y si no lo hay, se inventa. El conjurado es el doble necesario del tirano. ¡Qué feliz y cuán humanitario sería el tirano si el poder sombrío que lo amenaza no se escondiese en cualquier rincón del palacio, hasta dentro de la sala del trono, tras sus espaldas! En una de sus últimas narraciones, Italo Calvino describe al «rey escuchando», sentado inmóvil en su trono, a donde le llegan todos los rumores de palacio, hasta los más insignificantes, y cada murmuración es una advertencia, una señal de peligro, el indicio de quién sabe qué subversión:
Los espías están apostados detrás de los telones, las cortinas, los tapices. Tus espías, los agentes de tu servicio secreto, que tienen el encargo de compilar informes minuciosos sobre las conjuras de palacio. La corte está llena de enemigos, tanto, que cada vez es más difícil distinguirlos de los amigos: se da por un hecho que el complot que te destronará estará formado por tus ministros y dignatarios. Y sabes que no hay servicio secreto que no esté infiltrado por los agentes adversarios. Quizá todos los agentes a los que les pagas trabajan para los otros, son ellos mismo...

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