Léxico de afinidades
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Léxico de afinidades

Ida Vitale

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Léxico de afinidades

Ida Vitale

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Esta nueva edición de Léxico de afinidades, obra fundamental en la trayectoria creativa de Ida Vitale y una de las obras más complejas que ha dado la literatura de finales del siglo XX en lengua española, ha sido revisada por su autora. Libro de difícil clasificación y de indudable valor y originalidad desde su primera aparición en 1994, el lenguaje poético más rico se une a la prosa más ágil para ofrecer un léxico en orden alfabético que evoca la infancia, la juventud y, también, el porvenir.

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M

mamboretá

Mi pedagógica familia, que constaba de mayoría de mayores solteros de ambos sexos, me inició temprano en la contemplación del mal del mundo. A cambio del perro que nunca admitió y antes del conejo con el que me instaron a una imposible relación bilateral, capturó para mi solaz una mantis religiosa. Después supe que el común de los rioplatenses la llama mamboretá, con bello redoble guaraní. Lograban mantenerme durante largos ratos en estado casi hipnótico junto al frasco que la encerraba. Aquel animalito parecía creado en una larga esmeralda. Sus gracias no eran muchas: su color y su forma espiritada, que le permitían mimetizarse entre las ramitas con las que yo intentaba recrearle un hábitat acogedor, los movimientos astutos de sus patas provistas de sutiles sierras y aquella cabeza, cuyos ojos miraban impasibles, puesta de través sobre el tallo verde de su cuerpo. Nunca llegué a considerar atractivo su modo de comer las moscas que, con cierto asco, atrapaba y le ofrecía, según me habían encomendado. Era visible que, cuando mi torpeza se las entregaba muertas, su entusiasmo era limitado, pero si llegaban vivas a su alcance las cazaba y las comía con delectación, a partir de la cabeza, con una malignidad entusiasta que no excluía la elegancia en el manejo de sus patas, en su postura toda. Era como presenciar un acto de antropofagia con tenedor y cuchillo. Tuvo compañía, quizás para que yo completara mis observaciones. Debe haber una temporada en que abundan. El tío Pericles destinó parte de su mucho tiempo de ocio para cazar otro ejemplar en el jardín. Para su desgracia resultó ser macho. Pronto se supo que la primera era hembra. Después de un breve tiempo de intimidad, durante el cual mi Clitemnestra ocultó a su pareja sus atroces costumbres, el macho sucumbió a sus encantos. No me tocó asistir al himeneo, porque aún no era el momento de ser iniciada en ciertos misterios. Llegué tarde, a los postres. La falta de precisiones sobre el perdido comienzo de la ceremonia pudo llevarme a pensar que todo consistía en la desaparición del cónyuge dentro de una hembra asombrosamente capaz. Comprendí la utilidad del áspero serrucho ante la celeridad del destace y el porqué de la conformación tan peculiar de la cabeza, con sus mandíbulas puestas en el sentido de la mayor eficacia. Sólo me faltó establecer las relaciones, que podrían haberme resultado obvias, de haber sido más erradamente astuta, entre las costumbres matrimoniales de aquella fugaz pareja y la soltería, quizás defensiva, de los agrestes tíos.

memoria

Tablilla de cera, de seguro turbia y pequeña y no de la consistencia debida, según Platón. Según Plinio, lo más frágil del hombre. Pero lo cierto es que, cuando alguien está dispuesto a sumirse en la agonía menor del desánimo, ella ofrece la trasmisión de remotos fuegos que entibien el lugar donde pueda nacerle un ala. Y cuando se hace necesario invernar unos momentos, buscar una cueva materna donde acogerse a reparo, ella ofrece una ekphrasis, un fragmento brillante desgajable, una madeja de epifanías sucesivas, liquidámbares a cuyo pie, retrotraído, recuperar fuerzas. Puede ser, pues, indulgente, amena, lenificante. También, a veces por su culpa, se enrosca al árbol el más astuto de los animales del campo y sugiere que ella puede ser empleada en un repaso rapaz de poderes. Después vendrá el suplicio, la felonía que te ofrece puntual, al cabo del doble, la nada.

merodeo

Merodear es una palabra sórdida. Tiene olores y movimientos animales. El ladrón merodea una casa. Un chacal merodea y olfatea a la gacela, posible víctima. No la aplico al vagabundo sin proyectos, a los pasos que siguen un rumbo que no existe hasta que no se traza, tantas veces con propensiones a la magia.
El oficio más natural del mundo se me hace el de buscador de oro, que siempre pienso como orpailleur, ya que gambusino es menos preciso y no siempre entendido. Todos buscamos, todo el tiempo, para encontrar. Y aquello a lo que se llega, distinto para cada búsqueda, es el oro final.
Puedo imaginar a Mozart en carruaje, sin duda, siempre con prisa hacia el próximo piano; pero los románticos alemanes gustarán caminar tras lo buscado y así los veo. La imagen que primero viene a mí, cuando algo me hace evocarlos, es una silueta oscura, de levita y cabello largo, que sube la cuesta de un bosque, apoyada en un bastón, en un contraluz de Friedrich. Puede ser Goethe que recorre Italia en busca de la planta o del árbol originario, o Chamisso o Jean Paul, en busca de sí mismos, los Grimm, de aldea en aldea, tras las fábulas que acopian, o William Hazlitt, por colinas y valles ingleses, sobre todo tras la deseada soledad.
Y nada de eso suena a merodeo. Ellos iban. Podemos vagar por las calles desconocidas de una ciudad en busca de algo, muchas veces no sabiendo qué. Cumplimos nuestro deber de buscar, confiando en que el rumbo elegido cumpla el suyo de ofrecer. Nuestra mirada avanza, sumaria, sin abrir aún sus puertas hacia la memoria. Algo de pronto la recibe. A veces es el horror: un ser con un labio inferior monstruoso y, espantados, olvidamos que ser imperturbables no siempre es indiferencia: puede ser caridad. Otras, hay una sonrisa mutua y un abrazo impalpable: nos hemos detenido ante la gracia y nos alegra su registro: la criatura o el perrito simpático. O es el disparate, ahora fijado para siempre: en Padua, un jardín doméstico que relumbra de aceros. Pérgolas de acero, barandas de acero, acero para las verjas… Uno esperaría senderos revestidos de pequeñas guijas de lo mismo. Quizás faltan por ser portátiles y traslaticias… No quiero pensar en el esfuerzo que tendrán que hacer las plantas para abrazarse a estas estructuras inhóspitas que las achicharrarán en el verano y harán más helado el invierno. Es imposible no lanzarse a imaginar la fuente mental de este prolijo espanto: ¿un fabricante que emplea su producto, quizás su exceso?, ¿un nuevo Shylock que ha cobrado una deuda en especie y con ella asesina su jardín, volviéndolo cárcel y tortura para el espacio y para quien lo mira? Como sea, ahí quedó la imagen para las pesadillas frías.
A veces “el pasado” no “se cierra como los ataúdes”[11] y guarda una especie no extinta, que no confundo con el viajero, sea Chatwin o Manganelli o Vila Matas. Es la de ese caminante que va al limpio descubrir, sin salvaguardias. El protagonista de una deliciosa novela muy moderna, El año de la liebre, de Arto Paasilinna, camina a través de Finlandia, sin proyecto, librado al destino, más en la naturaleza que en las ciudades, en compañía de una liebre accidentada, cuya curación ha domesticado y que se constituirá en la causa y en uno de los accidentes del viaje, ya que allí está prohibido apropiarse de animales salvajes. W. G. Sebald alcanzó la fama tras su muerte, con el escrupuloso registro de retazos autobiográficos, a menudo unidos por el hilván nunca sobrante de las coincidencias, hilván que suele tender a pie. Y tanto camina por calles y por parques que un día, viéndose observado por el portero del hotel donde duerme, cae en la cuenta de que, polvoriento y con los zapatos destrozados, ya no se distingue de un vagabundo. Jacques Reda va recogiendo en sus constantes caminatas el material sutilmente variado de sus libros sucesivos, en los que recorre paisajes, caminos, pueblos franceses, a pie o en bicicleta, arrostrando subidas y chaparrones, o calles de París, en las que afina su observación hasta extraer imágenes de estupor, que cuajaron esa única vez para su mirada incisiva. Lo leo sin esperar escándalos, apenas el ultrasonido de su atención extrema, que me depara el placer de unas variaciones no apremiadas.
Más de veinte años de dejar que los ojos divaguen por las grandes encinas que veo desde mi ventana aguzan la receptividad para la mínima letanía que sólo varía en el tono: paciencia e impasibilidad, sin más alarma que la de un pájaro desprendido de las ramas o el cambio de color de las hojas, según las estaciones. Sin embargo, de ese merodeo visual siempre algo queda. Queda la palabra en que el escritor rescata ideas y emociones. Queda un inolvidable croquis de Durero, tan poco paisajista. Quedan los prodigiosos apuntes chinos que después prolongarán en distintos estilos los japoneses. Quedan los fondos de la pintura flamenca, de la Toscana. ¿Qué dejará en materia de paisaje el arte de estas últimas décadas, de un siglo que tanto ha destruido y tanto ha rechazado?

modelo

La composición perfecta, la gracia del movimiento, los colores cantantes y, a menudo, la belleza del rostro retratado suelen borrar todo pensamiento sobre el calvario entumecido de la modelo paciente a la que, tantas veces, no se le ahorran las posiciones forzadas. Nos conmueve el amor que propaga la imagen de Saskia por las pinturas de Rembrandt (aunque no es menos obsesiva la del propio pintor, que desliza su autorretrato bajo cascos y plumas, en variados disfraces inspirados por la Biblia o el serrallo) o la de la familiar modelo de Cranach el Viejo o la de Vermeer. (¿Debería citar, otra vez, la espalda-Violon d’Ingres de Kiki? Pero la foto, como ésta de Man Ray, es más rápida y por lo tanto más compasiva con quien posa desnuda.) El amor que se trasunta y el arte evidente nos hacen olvidar las horas de quietud forzosa, impuesta a la colaboración femenina, en este caso hecha de docilidad y espíritu sereno, envés denso de historia oculta de la imagen visible.
Frente a bodegones o naturalezas muertas, en cambio, imaginamos al pintor a solas en el combate contra la podredumbre, que es el signo de épocas sin artificiales fríos preservadores. Pescados, liebres, perdices, patos o faisanes, bajo sus escamas, pieles o plumas de coloridos y matices seductores, pese a su reposo sin problemas aparentes, vengan a los modelos vivos y sumisos, obligando al pintor a apresurarse, como no lo haría el más impaciente retratado, el rey, el noble o el cardenal de humor menos tolerante, la dama más mal sufrida. La corrupción acecha a la materia, pronta aquélla para transformar las apariencias y ofender el olfato, por más hecho que esté a las agresiones que otros siglos tuvieron por normales; aun el del artista abstraído en la persecución de las líneas con que la mano responde a la acuidad de la vista. La lentitud, combinada con la tibieza que el pintor sin duda necesita para no entumecerse en su sedentaria tarea, puede serle fatal a la forma perecedera en que se inspira. Pensamientos venidos de la descomposición pueden turbar la paz del ánimo, la necesaria confianza del creador en la perdurabilidad: ¿no hay que mantener alejada la idea de la muerte, la idea del ser caduco, que se adhiere a casi todo, para superar la tentación de no hacer nada y poder emplearse en esa lucha contra las dificultades y el desánimo que es la creación?

monólogo

(I) De la enana – ¿Será posible que me sobrevenga ahora tal inundación? ¿Estas colinas miserables, hechas de lodo y habitadas por hombres rubios me escupirán encima, a mí, que he lidiado con alturas de mi país? Yo que desciendo de virreyes, que mido, hacia atrás, muy atrás, mi prosapia, que enderezo y aderezo mi historia y la de todos y cobro y no pago, exacta exactora, ¿no podré mandar a todos a secretas? A jardines de embarcación los convidaría. Oh, gloria de los castigos medievales: un gallo y una mona (otra), un perro y una víbora (otra, otra) en una cuba juntos con el reo de delito grave. ¿Qué menos para el fastidioso? La pena máxima y centrífuga, que me lo aviente lejos al que ha osado enfrentarse a mi mundología. Que yo, multípara y omnívora, en taz a taz dispuse sometimiento o tarja, ortodoxia u ortopedia para el osado. ¿No habrá entendido nuestro modus vivendi, el iscariote?
Nugatoria soy, nugatorios somos, yo y mi notable, mi non plus ultra, mi de pronto nublado, mi Amanita phalloides. A veces, es verdad, lo vilipendio ante quien toque, porque él toca donde no debe y me entero. Ya sé que me tienen miedo, no se me oculta, ya que, como me habrán oído, soy bruja. Cuando muerdo sé lo que piensa el mordido, intrigo y sé lo que el enredado piensa y cuando llevo y traigo sé lo que pierdo. Levanten los testudos para defenderse de mi lengua arrojadiza, levántenlos, porque ya no me importa la pérdida del reino. Otros emparaísan, yo me arriesgo a que me emparen, yo vomito, anástrofe en el orden del mundo. Y sin embargo, a veces yo quisiera, oh quidam, quid pro quo ambulante, oh quisicosa, ser de veras ésa que mi heurística inventa, ser ésa que creo para ver si el mundo me cree, me crea de nuevo, de veras, no de mentira y veneno.
(II) Del ladrón – Soy afanosa hormiga, afable como nadie ante la futura víctima e incluso ante la pasada. Yo nada pierdo, ni los buenos modos. Trasunto alegría de verte, cuido mi clientela porque ¿qué mayor seguridad de que puedo robarte que haberte robado ya? Tras untos y aun porciones suculentas, vo...

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