Obra filosófica reunida. Tomo I (1867-1893)
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Obra filosófica reunida. Tomo I (1867-1893)

Charles Sanders Peirce, Darin McNabb, Sara Barrena, Fausto José Trejo, Darin McNabb, Sara Barrena, Fausto José Trejo

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Obra filosófica reunida. Tomo I (1867-1893)

Charles Sanders Peirce, Darin McNabb, Sara Barrena, Fausto José Trejo, Darin McNabb, Sara Barrena, Fausto José Trejo

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Edición crítica que expone de manera cabal y cronológica las ideas centrales de la filosofía de Charles Sanders Peirce, el mejor exponente del pragmatismo y la semiótica del siglo XIX. Traducida al español por Darin McNabb, y revisada por Sara Barrena, esta edición a cargo de dos especialistas en el pensamiento Pierciano como son Darin McNabb y Christian Kloesel, brinda además líneas de investigación en el terreno de la filosofía, lógica, filosofía del lenguaje y de la ciencia, comunicación, entre otros

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Ejemplos de la lógica de la ciencia

7. LA FIJACIÓN DE LA CREENCIA

P 107: Popular Science Monthly 12 (noviembre 1877): 1-15. (Se publicó también en W3:242-257—con partes de versiones anteriores, MSS 187-189 [pp. 22-28]—y en CP 5.358-387. Peirce pretendió usar este escrito como octavo ensayo de su “Search for a Method” de 1893, como quinto capítulo de su “How to Reason” [MS 407] de 1894, y como primer ensayo de su “Essays on the Reasoning of Science” de 1909/1910 [MS 334]. En las notas se han recogido cambios sustantivos a estos dos; para las secciones escritas a mano en el MS 407 y los cambios tomados de una separata que ya no existe, véase CP.) Este artículo es el primero de una serie de seis, con el título colectivo de “Ejemplos de la lógica de la ciencia”; se había proyectado al menos un artículo más, y estuvieron también en una lista de libros de próxima publicación en Appleton’s International Scientific Series. El objetivo de los “Ejemplos” es el de “describir el método de la investigación científica”, y contienen, como más tarde Peirce recordó, “la formulación más temprana de un método de análisis lógico al que había tenido el hábito de aludir como [mi] ‘pragmatismo’”, o “la pequeña semilla que, bajo la cultura de mentes más fecundas, creció y se transformó en el bondadoso árbol de esa misma apelación que ya empieza a brindar un alojamiento confortable y sano a muchas almas”. En el primer escrito, desarrolla su tesis de que el pensamiento es una forma de indagación, mientras que la creencia es la cesación de la duda, y enfatiza la naturaleza autocorrectiva del método científico. Además, discute cuatro métodos para fijar la creencia (la tenacidad, la autoridad, el método a priori, y el método de la ciencia) y argumenta que sólo el cuarto, que es el único que apela a una “permanencia externa”, puede conducir al éxito a largo plazo.

I

A POCOS les interesa estudiar lógica, porque todo el mundo se considera ya lo suficientemente competente en el arte de razonar. Pero observo que esta satisfacción está limitada al propio raciocinio y no se extiende al de otros hombres.
Llegamos a la plena posesión de nuestro poder de hacer inferencias tras haber alcanzado las demás facultades, pues no es tanto un don natural como un arte largo y difícil. La historia de su práctica sería un gran tema para un libro. Los escolásticos medievales, siguiendo a los romanos, hicieron que la lógica fuera el primero de los estudios de un niño después de la gramática, dado que la consideraban muy fácil. Y así lo era, tal como la entendían. Su principio fundamental, según ellos, era que todo conocimiento descansa o bien en la autoridad o bien en la razón, pero que todo lo que se deduce por la razón depende finalmente de una premisa derivada de la autoridad. Por consiguiente, tan pronto como un niño había llegado a dominar el procedimiento silogístico, se consideraba que sus herramientas intelectuales estaban completas.
A Roger Bacon, aquella mente extraordinaria que a mitad del siglo XIII ya era casi un científico, la concepción que los escolásticos tenían del razonamiento le parecía sólo un obstáculo para la verdad. Vio que sólo la experiencia puede enseñar algo: una proposición que a nosotros nos parece fácil de entender porque generaciones anteriores nos han transmitido una concepción nítida de la experiencia; y a él también le parecía perfectamente clara, puesto que sus dificultades todavía no se habían manifestado. De todas las clases de experiencia, él pensaba que la mejor era la de la iluminación interior, que enseña muchas cosas sobre la Naturaleza que los sentidos externos nunca podrían descubrir, tal como la transustanciación del pan.1
Cuatro siglos después, el Bacon más célebre, en el primer libro de su Novum Organum, dio una clara explicación de la experiencia como algo que tiene que estar abierto a la verificación y a la reexaminación. Pero por superior que sea la concepción de Lord Bacon a las nociones anteriores, a un lector moderno que no se deje impresionar por su grandilocuencia le sorprende principalmente lo inadecuado de su concepción del procedimiento científico. ¡Vaya idea, la de que sólo tenemos que llevar a cabo algunos experimentos rudimentarios, elaborar una relación de los resultados en ciertas fórmulas vacías, y mediante una regla revisarlos, haciendo notar todo lo desaprobado y estableciendo alternativas, para que dentro de unos pocos años la ciencia física se complete! Efectivamente, “escribió sobre la ciencia como un Lord Canciller”.2
Los primeros científicos, Copérnico, Tycho Brahe, Kepler, Galileo y Gilbert,3 tenían métodos más parecidos a los de sus colegas modernos. Kepler se propuso trazar una curva que uniese las posiciones de Marte;* y4 su mayor servicio a la ciencia fue el de grabar en las mentes de los hombres que lo que había que hacer si querían mejorar la astronomía era no contentarse con investigar si un sistema de epiciclos era mejor que otro, sino ceñirse a las cifras y averiguar cuál era en verdad la curva. Lo logró gracias a su incomparable energía y valor, avanzando a ciegas de la manera más inconcebible (para nosotros),5 de una hipótesis irracional a otra, hasta que después de probar 22 llegó, por el mero agotamiento de su genio, a la órbita que una mente bien pertrechada con las armas de la lógica moderna hubiera intentado casi desde un principio.
De la misma manera, toda obra de ciencia lo suficientemente importante como para que se la recuerde durante unas generaciones proporciona un ejemplo del estado defectuoso del arte de razonar en los tiempos en que fue escrita; y cada6 paso principal de la ciencia ha sido una lección de lógica. Lo vemos cuando Lavoisier y sus contemporáneos emprendieron el estudio de la química. La vieja máxima del químico había sido: “Lege, lege, lege, labora, ora, et relege”.7 El método de Lavoisier no fue el de leer y orar, no el de soñar que algún proceso químico largo y complicado tendría cierto efecto, el de ponerlo en práctica con monótona paciencia, y luego, tras su inevitable fracaso, soñar que con alguna modificación obtendría otro resultado, y terminar publicando el último sueño como un hecho: su manera consistía en llevar su mente al laboratorio, y en usar sus alambiques y retortas como instrumentos8 del pensamiento, dando así una nueva concepción del razonamiento como algo que habría que hacer con los ojos abiertos, manipulando cosas reales en lugar de palabras e imaginaciones.
La controversia darwiniana es, en gran parte, una cuestión de lógica. El señor Darwin se propuso aplicar el método estadístico a la biología. Lo mismo se había hecho en una rama muy distinta de la ciencia, la teoría de los gases.9 Si bien Clausius y Maxwell no podían predecir cuáles serían los movimientos de cualquier molécula particular de gas con base en una cierta hipótesis respecto a la constitución de esta clase de cuerpos, fueron capaces,10 aplicando la doctrina de las probabilidades, de predecir que a largo plazo tal y cual proporción de las moléculas, bajo circunstancias dadas, adquirirían tales y cuales velocidades; que tendrían lugar, cada segundo, tal y cual número11 de colisiones, etc.; y a partir de estas proposiciones fueron capaces de deducir ciertas propiedades de los gases, especialmente con respecto a sus relaciones caloríficas. De manera semejante, Darwin, aunque no puede decir cuál será la operación de la variación y la selección natural en cualquier caso individual, demuestra que a largo plazo éstas adaptarán a los animales a sus circunstancias. Si las formas animales existentes se deben a tal acción o no, o qué posición debería tomar la teoría, constituye el tema de una discusión en la que cuestiones de hecho y cuestiones de lógica están curiosamente entrelazadas.

II

El objeto del razonamiento es el de descubrir, a partir de la consideración de lo que ya sabemos, algo más que no sabemos. Consecuentemente, el razonamiento es bueno si da una conclusión verdadera a partir de premisas verdaderas, y no de otra manera. Por tanto, la cuestión de su validez es puramente una cuestión de hecho y no de pensamiento. Siendo A las premisas y B la conclusión,12 la pregunta es si estos hechos están realmente relacionados de modo que si A, entonces B. Si es así, la inferencia es válida; si no, no. De ninguna manera se trata de si, cuando la mente acepta las premisas, sentimos un impulso a aceptar también la conclusión. Es cierto que por naturaleza generalmente razonamos de modo correcto. Pero eso es un accidente; la conclusión verdadera seguiría siendo verdadera aun cuando no tuviéramos el impulso a aceptarla; y la que era falsa seguiría siendo falsa, aunque no pudiéramos resistir la tendencia a creerla.
En su mayor parte somos sin duda animales lógicos, pero no de una manera perfecta. La mayoría de nosotros, por ejemplo, somos naturalmente más optimistas y confiados de lo que la lógica justificaría. Parece que estamos constituidos de tal modo que, en ausencia de algunos hechos que nos guíen, estamos felices y autosatisfechos; de modo que el efecto de la experiencia es el de reducir continuamente nuestras esperanzas y aspiraciones. Sin embargo, la aplicación de este correctivo durante toda una vida no erradica, por lo regular, nuestra disposición optimista. Si nuestra esperanza no está contrastada por experiencia alguna, es probable que nuestro optimismo sea excesivo. La logicidad en cuestiones prácticas13 es la cualidad más útil que un animal puede poseer, y podría, por tanto, resultar de la acción de la selección natural; pero fuera de esto, es probablemente más ventajoso para el animal tener su mente llena de visiones placenteras y alentadoras, independientemente de su verdad; de modo que, sobre cuestiones no prácticas, la selección natural podría ocasionar una tendencia falaz del pensamiento.
Lo que nos hace sacar una inferencia determinada en lugar de otra a partir de premisas dadas es algún hábito de la mente, sea constitucional o adquirido. El hábito es bueno o no según produzca conclusiones verdaderas a partir de premisas verdaderas o no; y una inferencia se considera válida o no, no especialmente por referencia a la verdad o la falsedad de su conclusión, sino en la medida en que el hábito que la determina sea tal que en general produzca conclusiones verdaderas o no. El hábito particular de la mente que gobierna esta o aquella inferencia puede formularse en una proposición cuya verdad depende de la validez de las inferencias que el hábito determina; y tal fórmula se llama un principio directriz de la inferencia. Supongamos, por ejemplo, que observamos que un disco rotatorio de cobre se detiene rápidamente cuando lo ubicamos entre los polos de un imán, e inferimos que esto sucederá con todo disco de cobre. El principio directriz es que lo que es verdadero de un trozo de cobre lo es de otro. Tal principio directriz sería mucho más seguro respecto del cobre que respecto de muchas otras sustancias—el latón, por ejemplo—.
Podría escribirse un libro que identificase los principios directrices más importantes del razonamiento. Hay que confesar que probablemente no serviría para una persona cuyo pensamiento se ocupe únicamente de cuestiones prácticas, y cuya actividad se desarrolle por caminos absolutamente trillados. Los problemas que se presentan a tal mente son cuestiones rutinarias que ha aprendido a tratar de una vez para siempre al aprender su oficio. Pero dejemos que un hombre se aventure por un campo poco familiar, o por donde sus resultados no son comprobados continuamente por la experiencia, y toda la historia muestra que con frecuencia el intelecto más viril perderá su orientación y desperdiciará sus esfuerzos en direcciones que no lo acercan a su objetivo, o que aun lo despistan por completo. Es como un barco en alta mar sin nadie a bordo que entienda las reglas de navegación. Y en tal caso un estudio general de los principios directrices del razonamiento sería seguramente útil.
Sin embargo, no podría tratarse el tema sin que primero fuera delimitado, puesto que casi cualquier hecho puede servir como principio directriz. Pero sucede que existe una división entre los hechos, de modo que en una clase se encuentran todos los que son absolutamente esenciales como principios directrices, mientras que en las otras se encuentran todos los que tienen cualquier otro interés como objeto de investigación. Esta división se hace entre aquellos que necesariamente se toman por sentados al preguntar si cierta conclusión sigue14 a ciertas premisas, y aquellos que no están implicados en esa pregunta. Una breve consideración mostrará que al formularse inicialmente la pregunta lógica se presuponen ya una variedad de hechos. Se presupone, por ejemplo, que hay tales estados de la mente como la duda y la creencia—que es posible una transición del uno al otro, quedándose igual el objeto del pensamiento, y que esta transición está sujeta a ciertas reglas a las que todas las mentes también están sujetas—. Como éstos son hechos que ya tenemos que saber antes de tener alguna concepción clara del razonamiento, no puede suponerse que sea ya de mucho interés indagar con respecto a su verdad o falsedad. Por otro lado, es fácil creer que esas reglas del razonamiento que se deducen de la misma idea de proceso son las más esenciales; y, en efecto, que en la medida en que uno se apegue a ellas no conducirán, por lo menos, a conclusiones falsas a partir de premisas verdaderas. De hecho, resulta que la importancia de lo que puede deducirse de las suposiciones implicadas en la pregunta lógica es ser mayor de lo que podría suponerse, y esto por razones que es difícil mostrar al principio. La única que mencionaré aquí es la de que las concepciones que realmente son productos de la reflexión lógica, sin que se vean así con facilidad, se entremezclan con nuestros pensamientos ordinarios, causando con frecuencia gran confusión. Éste es el caso, por ejemplo, de la concepción de cualidad. Una cualidad, como tal, nunca es objeto de observación. Podemos ver que una cosa es azul o verde, pero la cualidad de ser azul y la cualidad de ser verde no son cosas que vemos: son productos de la reflexión lógica. La verdad es que el sentido común, o el pensamiento tal como emerge por primera vez por encima del nivel de lo estrechamente práctico, está profundamente imbuido de aquella mala cualidad lógica a la que comúnmente se le aplica el epíteto metafísico; y nada lo puede remediar salvo un severo curso de lógica.

III

Generalmente sabemos cuándo queremos hacer una pregunta y cuándo queremos pronunciar un juicio, pues hay una disimilaridad entre la sensación de dudar y la de creer.
Pero esto no es todo lo que distingue la duda de la creencia. Hay una diferencia práctica. Nuestras creencias guían nuestros deseos y moldean nuestras acciones. Los “Asesinos”, o seguidores del Viejo de la Montaña,15 solían lanzarse a la muerte a la más mínima orden, porque creían que el obedecerlo les aseguraría la felicidad eterna. Si hubieran dudado de esto, no hubieran actuado de esa manera. Pasa lo mismo con toda creencia, según su grado. El sentimiento de creer es una indicación más o menos segura de que se ha establecido en nuestra naturaleza algún hábito que determinará nuestras acciones. La duda jamás tiene tal efecto.
Tampoco deberíamos pasar por alto un tercer punto de diferencia. La duda es un estado de inquietud e insatisfacción del que luchamos para liberarnos y pasar a un estado de creencia, mientras que éste es un estado tranquilo y satisfactorio que no deseamos evitar ni cambiar por una creencia en alguna otra cosa.* Al contrario, nos aferramos tenazmente no meramente a creer, sino a creer justamente lo que creemos.
Así que tanto la duda como la creencia tienen efectos positivos en nosotros, si bien son efectos muy diferentes. La creencia no nos hace actuar en seguida, sino que nos pone en una condición tal que, dada cierta ocasión, actuaremos de cierta forma. La duda no tiene el menor efecto de esta clase, sino que nos estimula a actuar16 hasta destruirla. Esto nos recuerda la irritación de un nervio y la acción refleja producida por ella; mientras que para el análogo de la creencia en el sistema nervioso tenemos que fijarnos en lo que se llaman asociaciones nerviosas—por ejemplo, en aquel hábito de los nervios a consecuencia del cual el aroma de un durazno nos hará agua la boca—.

IV

La irritación de la duda provoca una lucha por alcanzar un estado de creencia. Denominaré a esta lucha investigación, aunque hay que admitir que a veces ésta no es una designación muy apta.
La irritación de la duda es el único motivo inmed...

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