La Constitución de 1857 y sus críticos
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La Constitución de 1857 y sus críticos

Daniel Cosío Villegas

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La Constitución de 1857 y sus críticos

Daniel Cosío Villegas

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En la presente revisión de nuestra Carta Magna, Cosío Villegas nos ofrece una dimensión fundamental del horizonte liberal al realizar la crítica de los críticos de la Constitución de 1857, teniendo como referentes principales las obras afines de Justo Sierra y Emilio Rabasa. En este análisis, señala el rumbo político por el que ha caminado nuestro país y la vigencia y los resultados de sus protagonistas e ideales.

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Information

Year
2014
ISBN
9786071618535

I. Justo Sierra a solas

Andan rodando por la calle voces extrañas acerca de esta recordación centenaria que ahora hacemos.* Nacen del temor atendible de que reverdezcan viejas polémicas y de que se les dé un sentido de actualidad; pero frenan el libre discurrir de la gente y presentan una interpretación del liberalismo que dicta conveniencias transitorias y quizá imaginarias.
Una de esas voces, acogida ya por el público como oficial, trina que sólo puede admirarse a Juárez con una buena dosis de jacobinismo, o que apenas puede admirarlo el liberal jacobino. Esto, políticamente hablando, equivale a una autorización para borrar a Juárez de la brevísima lista de héroes nacionales sin comprometer con ello la rectitud patriótica de quien lo haga; y equivale también a una piadosa condescendencia para que el descarriado jacobino siga adorándolo a título de manía personal. Históricamente hablando, significa que apenas puede admirársele de un modo irracional ahistórico o, para usar el lenguaje brutal de Bulnes, que Juárez es una de las grandes mentiras de nuestra historia.
Otra de las voces que van y vienen por las calles suena menos destemplada, pero desafina tanto como la primera. Quien la modula se hace pasar por partidario suyo, y justamente para protegerlo, propone un plan. Canta esta voz que Juárez no es, ni ha podido ser, un verdadero héroe popular porque la Iglesia católica lo ha presentado aviesamente como ateo o, por lo menos, como anticlerical. En consecuencia, hay que jugar contra la Iglesia católica de un modo también siniestro, y vestirlo como hombre tolerante, y religioso hasta el arrobamiento en el fondo de su corazón. Políticamente quiere decirse que no hay que usar a Juárez para combatir a la Iglesia católica, primero, porque ésta ha vuelto a ser intocable, y segundo, porque quien la toca, pierde, como ha perdido el gran Juárez su sitial heroico. Históricamente significa algo muy serio, pues se cree que la maleabilidad “natural” de la historia permite desleír el púrpura encendido con que hasta ahora estaba tocado un personaje para repintarlo con el suave azul celeste.
En fin, una tercera voz se ha escuchado también, y no por quebrada deja de ser sentenciosa. Concierta con gran aplomo que la Reforma no fue tan sólo un movimiento anticlerical, sino muchas otras cosas, más importantes y duraderas que una fobia irracional cualquiera. Políticamente se exige que en este centenario se recuerde lo importante y lo duradero y que se pase por alto lo epidérmico y fugaz, es decir, lo anticlerical. Históricamente, se sugiere que la historia puede a su arbitrio llevar al primer plano las cosas que estaban en el quinto, situar las del primero en el último, o escamotearlas de una vez, como en los actos de encantamiento o prestidigitación.
La historia debería poner todo esto en su punto, pues tal es su función y tiene los medios para hacerlo; desgraciadamente, nuestros historiadores se han desinteresado hace tiempo del tema de la Reforma, y de ahí que su centenario nos sorprenda viviendo de ideas y sentimientos, de libros y de estudios viejos.
El Congreso Constituyente de 1856 y su obra, la Constitución del año siguiente, han tenido pocos apologistas a cambio de numerosos críticos. Los más de éstos fueron, y lo son, la Iglesia católica y el partido conservador. No sólo antes de su redacción y durante ella; no sólo cuando su aplicación era cotidiana durante la República Restaurada, sino mucho después, cuando, consolidado el Porfiriato, la Constitución era ya una palabra sin sentido alguno, la Iglesia católica y el partido conservador le atribuyeron todos los males del país: su atraso, su pobreza y su ignorancia; el relajamiento de los vínculos familiares, la desmoralización pública y la inversión de todos los valores morales. La pasión y la sinrazón con que la vio y la ve han impedido a la Iglesia católica y al partido conservador criticar con inteligencia y veracidad la Constitución de 57; así, muy poco fructífero resultaría apreciar ahora esas acusaciones.
Del campo liberal, en cambio, surgieron sus mejores críticos, desde aquel que acaudillaba con porfía una reforma minúscula, hasta aquel otro, el ser extraño que se irguió para ver el tronco desde mejor altura y rodeó el árbol para estimar la variedad, la simetría y la firmeza de sus ramas, la frondosidad del follaje y el color y aun la sazón de sus frutos. Entre los que hicieron esto último, dos críticos de la Constitución de 57 quedan en primer plano: Justo Sierra y Emilio Rabasa, hombres que, parecidos por más de un concepto, escribieron sobre el tema en circunstancias muy diversas.
Al ocuparse de la Constitución, Justo Sierra en realidad daba expresión a sentimientos e ideas que provenían de una crisis personal, honda y cabal, rara vez expuesta al público por un gran personaje de nuestra historia, y que no la hace desaparecer ni rebaja su extraordinaria fascinación el hecho de que nadie la haya estudiado. Ligado a José María Iglesias por amistad y por convicción, creyendo en su legalidad y en su conveniencia política, lo siguió en su movimiento rebelde contra el presidente Sebastián Lerdo de Tejada. El movimiento acabó por reducir sus pretensiones a que Iglesias, como presidente interino, tendiera el famoso puente de la “legalidad” entre el régimen depuesto de Lerdo y el constitucional que saldría de las elecciones siguientes; pero Porfirio Díaz, resuelto esta vez a que no se le escapara la Presidencia de la República, rehusó entenderse con Iglesias, se declaró a sí mismo presidente interino, convocó a elecciones por su propia cuenta y de ellas salió presidente constitucional. Por añadidura, perseguido por Díaz, Iglesias, que contó con el apoyo inicial de grandes contingentes militares adictos la víspera al presidente Lerdo, fue abandonado hasta quedarse solo y tener que expatriarse a los Estados Unidos.
Justo Sierra fue nombrado director del periódico oficial rebelde, y a pesar de la modestia de su papel, se lanzó a desempeñarlo con la pasión abrasadora que entonces ponía en todas sus empresas, y que en este caso despertó el comentario sangriento de Alfredo Bablot, quien lo declaró “el Homero de la guerra de Iglesias”. Mala suerte tuvo en la aventura, pues al llegar a Querétaro se rompió una pierna, tuvo que guardar cama, sus amigos lo abandonaron y quedó en territorio enemigo. Todo había concluido cuando despertó: Iglesias, que para Sierra representaba la legalidad, había perdido la partida a manos de Porfirio Díaz, el modesto pero afortunado representante de la fuerza.
Para Sierra esta experiencia fue definitiva, pues desde los 19 hasta los 29 años de edad tomó una parte tan activa y libre en la política nacional, que atribuyó la marcha vacilante o penosa del país a las limitaciones de sus gobernantes, pero jamás al sistema de gobierno dentro del cual vivían él y México. En el caso de 1876, el del triángulo Lerdo-Iglesias-Porfirio Díaz, había fallado el sistema y no los hombres: la Constitución fue impotente para impedir la reelección de Lerdo; lo fue para ganarle a Iglesias el apoyo militar y político que lo condujera a la victoria y, sobre todo, resultó incapaz de imponer a Díaz la fórmula legalista para su acceso al poder, puesto que le confió sin escrúpulo a las armas.
¿No era ilusoria la fe puesta hasta entonces en la Constitución? ¿Los grandes problemas del país no estarían abajo, encima, atrás o adelante, pero no en la Constitución misma? Para cuando reanuda su vida pública en enero de 1878, un año después de la aventura iglesista, Justo Sierra está convencido de ello, y desde las columnas de su nuevo diario, La Libertad —uno de los periódicos más singulares de este país—, se dedica febrilmente a destruir cualquier ilusión en el pasado que sus contemporáneos tuvieran todavía y a levantar el mundo del presente y del porvenir, la ideología de que habría de vivir el Porfiriato hasta su muerte.
Justo Sierra emprendió la tarea por un camino principal, aun cuando explorando sus infinitas ramificaciones, y lo hizo con una pasión y una elocuencia que todavía conmueven y asombran a 80 años de distancia. La tarea consistía en trasladar a la ciencia —la maravilla del siglo XIX— la fe y la esperanza que la nación tenía puestas hasta entonces en la ley —la maravilla del siglo XVIII—. Y como pasa siempre en las empresas donde hay una obra de demolición y otra de levantamiento, resultó hacedero destruir la fe y la esperanza en la ley, pero no tanto verlas florecer en el árbol de la ciencia.
Día con día y durante 10 años continuos, de 1867 a 1876, Justo Sierra participó en la vida pública, política e intelectual del país, y en ella ocupó un puesto superior a sus méritos y a sus obras de entonces, superior a su nombre, a su experiencia, y sobre todo a la participación que tuvo en el triunfo liberal. En 1876 tomó el partido de Iglesias y perdió, de modo que desde noviembre de ese año hasta enero de 1878, durante largos, interminables 14 meses, se vio sumido en la inactividad y condenado al silencio. No se le ocurre, ni remota ni instantáneamente, permanecer en la vida privada, como hizo su caudillo José María Iglesias. Con entereza adolorida se reconocía arrinconado: ni él ni el grupo que entonces acaudillaba tenían una fácil salida. Su “vencimiento en el terreno de los hechos”, la consolidación del gobierno revolucionario de Díaz en el primer año de su existencia y el asentimiento con que parecía verlo la nación, le imponían, pues, la brutal pregunta de qué podía y debía hacer.
Era fácil descubrir una salida y un camino, aquel que tantos mexicanos habían recorrido antes y que en ese momento muchos otros exploraban con furioso afán: el muy trillado de sumarse a una conspiración contra el gobierno de Porfirio Díaz. Pero el iglesismo no tenía bandera posible, pues se había ofrecido a servir de puente legal entre el gobierno depuesto de Lerdo y el nuevo de Porfirio Díaz, que debía salir de una elección inmaculada, y cuando a Justo Sierra se le imponía la pregunta de qué hacer, Porfirio tenía ya un año de ser presidente constitucional. Además, la vocación y el hábito de Sierra de hacer públicas sus ideas y sentimientos escribiendo y hablando sin descanso, se avenían mal con la diligencia furtiva del conspirador. Y por si algo faltara, quienes tenían bandera para conspirar y medios para vencer eran los lerdistas, los verdaderos enemigos del iglesismo; por eso Sierra temía que cualquier golpe militar que derribara a Díaz engendraría un gobierno “más revolucionario y más intolerante”.
Resuelve entonces apoyar al de Porfirio Díaz, y sobre todo aconsejarlo, para que en los dos años y meses que faltaban, saliera de las elecciones presidenciales de 1880 un gobierno cuya constitucionalidad fuera ya intachable. Y así ocurre un hecho pequeño, pero sin par en nuestra historia: Porfirio Díaz y Sierra celebran un pacto ahora sí que de caballeros: el primero da el dinero para acometer esa obra leyendo y sosteniendo un diario, y el segundo lo acepta para acometer la empresa según su propio albedrío, seguro como está de que “los gobiernos fuertes son los que no temen la verdad, y los amigos de esos gobiernos son los que saben decirla”.
De ahí el nombre de La Libertad que tomó el periódico: era la de Justo Sierra como escritor, como hombre público, como analizador político, como abogado de las reformas que el país necesitaba e imán de hombr...

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