Ensayo sobre el origen de las lenguas
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Ensayo sobre el origen de las lenguas

Jean Jacques Rousseau

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Ensayo sobre el origen de las lenguas

Jean Jacques Rousseau

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Si este ensayo es una premonición de algunos de los derroteros de la lingüística actual y de la neorretórica francesa, también admite ser leído como uno de los textos pioneros de la relativización de las ideas y las creencias; un proyecto de etnología, un esbozo de historia de la evolución del lenguaje que es también una historia de la humanidad. La idea que el autor tiene de la lengua escrita en contraposición a la hablada remite a una concepción y a un tratamiento alternativos del lenguaje: a veces como código, a veces como flujo. Es, en definitiva, una obra que la discusión contemporánea precisa como uno de sus lugares obligados.

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IX

En los primeros tiempos,[1] los hombres desperdigados sobre la faz de la Tierra no tenían otra sociedad que la de la familia, otras leyes que las de la naturaleza,[2] otra lengua que la del gesto y algunos sonidos inarticulados. No se encontraban vinculados por ninguna idea de fraternidad común; y, como carecían de otro árbitro que la fuerza, se creían enemigos entre sí. Su debilidad e ignorancia les daban esta opinión. No conocían nada, lo temían todo; atacaban para defenderse. Un hombre abandonado solo sobre la Tierra, a merced del género humano, ha de ser un animal feroz. Estaba listo a hacerles a los otros el mal que temía de ellos. El temor y la debilidad son las fuentes de la crueldad.
Las afecciones sociales solamente se desarrollan en nosotros con nuestras luces. Aunque natural para el corazón humano, la piedad permanecería eternamente inactiva sin la imaginación que la pone en juego. ¿Cómo nos dejamos conmover por la piedad? Transportándonos fuera de nosotros mismos; identificándonos con el ser que sufre. Sólo sufrimos al juzgar que él sufre; no es en nosotros, es en él en quien sufrimos. Que se piense cuántos conocimientos adquiridos supone esa conducta. ¿Cómo podría yo imaginar males de los que no tengo idea alguna? ¿Cómo sufriría viendo sufrir a otro, si ni siquiera sé que sufre, si ignoro lo que hay de común entre él y yo? Él nunca ha reflexionado: no puede ser clemente ni justo ni piadoso; tampoco puede ser malo ni vengativo. El que no imagina nada, sólo se siente a sí mismo; se encuentra solo en medio del género humano.
La reflexión nace de las ideas comparadas, y es la pluralidad de las ideas la que lleva a compararlas. El que solamente ve un objeto, no tiene alguna comparación que hacer. El que no ve más que un pequeño número y siempre el mismo desde su infancia, no los compara todavía, pues la costumbre de verlos le quita la atención necesaria para examinarlos; pero a medida que un objeto nuevo nos impresiona, queremos conocerlo; le buscamos relaciones entre los que nos son conocidos. Así aprendemos a considerar lo que está a nuestra vista, y lo que nos resulta extraño nos lleva al examen de lo que toca.
Aplicad estas ideas a los primeros hombres y veréis la razón de su barbarie. Como nunca habían visto más que lo que estaba a su alrededor, ni siquiera eso conocían. Tenían la idea de un padre, de un hijo, de un hermano, pero no de un hombre. Su cabaña contenía a todos sus semejantes; un extranjero, una bestia, un monstruo eran para ellos lo mismo: fuera de ellos y de su familia, el universo entero era nada.
De ahí las contradicciones aparentes que se observan entre los padres de las naciones; tanta naturalidad y tanta inhumanidad; costumbres tan feroces y corazones tan tiernos; tanto amor por su familia y tanta aversión por su especie. Concentrados entre quienes estaban cerca, todos sus sentimientos tenían mayor energía. Todo lo que conocían les era querido. Enemigos del resto del mundo, que no veían y que ignoraban, detestaban todo lo que no podían conocer.
Estos tiempos de barbarie eran la edad de oro no porque los hombres estuvieran unidos sino porque estaban separados. Se dice que cada uno se creía el amo de todo; puede ser, pero nadie conocía ni deseaba más que lo que se encontraba bajo su mano; lejos de aproximarlo a sus semejantes, sus necesidades lo distanciaban. Los hombres, si se quiere, se atacaban al encontrarse, pero en aquel entonces raramente se encontraban. El estado de guerra reinaba por doquier, y toda la Tierra estaba en paz.
Los primeros hombres fueron cazadores o pastores, no labradores; los primeros bienes fueron los rebaños y no los campos. Antes de que la propiedad de la tierra estuviese repartida, nadie pensaba en cultivarla. La agricultura es un arte que exige instrumentos; sembrar para cosechar es una precaución que exige previsión. El hombre en sociedad busca extenderse; el hombre aislado se retrae. Fuera del alcance de su vista y de su brazo no hay para él ni derecho ni propiedad. Cuando el cíclope ha rodado la piedra a la entrada de su caverna, sus rebaños y él están seguros. Pero ¿quién podría guardar las cosechas de aquel por quien las leyes no velan?
Se me dirá que Caín fue labrador, y que Noé plantó la viña. ¿Por qué no? Estaban solos; ¿qué tenían que temer? Por lo demás esto no me contradice; ya dije lo que entendía por primeros tiempos. Al volverse fugitivo, Caín se vio obligado a abandonar la agricultura; la vida errante de los descendientes de Noé también debió habérsela hecho olvidar. Fue preciso poblar la Tierra antes de cultivarla; estas dos cosas se hacen mal juntas. Durante la primera dispersión del género humano, hasta que la familia fue detenida, y hasta que el hombre tuvo una habitación fija, no hubo agricultura alguna. Los pueblos que no se establecen no sabrían cultivar la tierra: como antaño los nómadas, como los árabes que vivían bajo las tiendas, los escitas en sus carros; como hoy los tártaros errantes y los salvajes de América.
Generalmente, en los pueblos cuyo origen nos es conocido, se encuentran primero bárbaros voraces y carniceros antes que agricultores y granívoros. Los griegos nombran al primero que les enseñó a labrar la tierra, y al parecer sólo conocieron ese arte tardíamente. Pero cuando añaden que antes de Triptolemo sólo vivían de bellotas, dicen algo poco verosímil y que desmiente su propia historia, pues comían carne antes de Triptolemo, ya que se la prohibió. Por lo demás no se ve que hayan tenido muy en cuenta tal prohibición.
En los festines de Homero se mata un buey para regalar a los huéspedes, igual que en nuestros días se mataría un lechón. Al leer que Abraham sirvió una ternera a tres personas, que Eumeo hizo rostizar dos cabritos para la cena de Ulises, y que otro tanto hizo Rebeca para la de su marido, se puede juzgar cuánta carne devoraban los terribles hombres de aquella edad. Para imaginar las comidas de los antiguos, sólo hay que ver las de los salvajes hoy día (por poco digo las de los ingleses).
El primer pastel que fue comido constituyó la comunión del género humano. Cuando los hombres comenzaron a establecerse, desbrozaron un poco de tierra en torno a su cabaña; más que un campo era un jardín. El poco grano cosechado se machacaba entre dos piedras; se hacían algunos pasteles que se cocían bajo la ceniza, o sobre una brasa, o sobre una piedra ardiente, y que sólo se comían en las grandes festividades. Esta antigua costumbre, consagrada por la Pascua entre los judíos, todavía se conserva hoy en Persia y en la India. Ahí solamente se comen panes sin levadura, y esos panes se cuecen en hojas delgadas y se consumen en cada comida. Solamente pensaron en fermentar el pan cuando tuvieron que hacer más, pues la fermentación se hace mal con pequeñas cantidades.
Sé que la agricultura en grande ya se encuentra desde los tiempos de los patriarcas. La vecindad de Egipto debió haberla llevado a Palestina en épocas muy tempranas. El libro de Job, acaso el más antiguo de todos los libros existentes, habla ya del cultivo de los campos; cuenta quinientos pares de bueyes entre las riquezas de Job: la palabra pares muestra a esos bueyes acoplados para el trabajo. Dice positivamente que esos bueyes labraban cuando los sabeos los robaron y se imagina qué extensión de tierra debían labrar quinientos pares de bueyes.
Aunque todo esto es verdad, no confundamos las épocas. La época patriarcal que conocemos se encuentra muy lejos de la primera edad. La Escritura cuenta diez generaciones de una época a la otra en aquellos tiempos en que los hombres vivían mucho. ¿Qué hicieron durante esas diez generaciones? No sabemos. Como vivían desperdigados y prácticamente sin sociedad, apenas hablaban: ¿cómo podían escribir? y, en la uniformidad de su vida aislada, ¿qué acontecimientos hubieran podido transmitirnos?
Adán hablaba; Noé hablaba; concedámoslo. Adán había sido instruido por Dios mismo. Al dividirse, los hijos de Noé abandonaron la agricultura, y la lengua común naufragó con la primera sociedad. Eso habría sucedido incluso cuando no hubiese habido jamás una torre de Babel. Se ha visto en las islas desiertas que los solitarios olvidan su propia lengua. Raramente, después de varias generaciones, los hombres conservan su primera lengua fuera de su país, aun cuando tengan trabajos comunes y vivan en sociedad entre sí.
Desperdigados por el vasto desierto del mundo, los hombres recayeron en la misma estúpida barbarie en que se hubiesen encontrado de haber nacido de la tierra. Siguiendo esas ideas tan naturales es fácil conciliar la autoridad de la Escritura con los monumentos antiguos, y no se ve uno obligado a tratarlas como fábulas tradicionales tan antiguas como los pueblos que nos las legaron.
Era preciso vivir en aquel estado de embrutecimiento. Los más activos, los más robustos, quienes iban siempre adelante sólo podían vivir de los frutos y de la caza: en consecuencia, se volvieron cazadores, violentos, sanguinarios; luego, con el tiempo, guerreros, conquistadores, usurpadores. La historia ha mancillado sus monumentos con los crímenes de los primeros reyes; las guerras y las conquistas sólo son cacerías de hombres. Luego de haberlos conquistado, sólo les faltaba devorarlos: y eso fue lo que sus sucesores aprendieron a hacer.
Menos activo y más sereno, el mayor número se detuvo tan pronto como pudo, reunió el ganado, lo abasteció, lo hizo dócil a la voz del hombre, para nutrirse de él; aprendió a guardarlo, a multiplicarlo: y así comenzó la vida pastoral.
La industria humana se extiende con las necesidades que la hacen nacer. De los tres modos de vida posibles para el hombre, a saber, la caza, el cuidado de los rebaños y la agricultura, la primera ejercita al cuerpo para la fuerza, la agilidad y la carrera; al alma la ejercita en la valentía y el ingenio: endurece al hombre y lo vuelve feroz. La tierra de los cazadores no es durante mucho tiempo la de la caza.[3] A la caza mayor hay que perseguirla desde lejos; de ahí la equitación. Es preciso alcanzar a esa misma presa que huye; de ahí las armas ligeras, la honda, la flecha, la jabalina. El arte pastoral, padre del reposo y de las pasiones ociosas, es el que menos se basta a sí mismo. Proporciona al hombre, prácticamente sin esfuerzo, la vida y el vestido, le proporciona incluso su morada. Las tiendas de los primeros pastores estaban hechas con la piel de las bestias: el techo del arca y del tabernáculo de Moisés no estaban hechos de otra tela. En cuanto a la agricultura, más lenta en nacer, requiere de todas las artes; introduce la propiedad, el gobierno, las leyes y, gradualmente, la miseria y los crímenes, inseparables para nuestra especie de la ciencia del bien y del mal. En consecuencia, los griegos no sólo consideraban a Triptolemo como el inventor de un arte útil, sino también como un pedagogo y un sabio, al que le debían su primera disciplina y sus primeras leyes. Por el contrario, Moisés parece reprobar la agricultura, atribuyéndole un malvado por inventor y haciendo que Dios rechace sus ofrendas. Se diría que el primer labrador presagiaba en su propio carácter los malos efectos de su arte. El autor del Génesis había visto más lejos que Herodoto.
A la división precedente se asocian los tres estados del hombre considerado en relación con la sociedad. El salvaje es cazador, el bárbaro es pastor, el hombre civilizado es labrador.
Sea que se busque el origen de las artes, sea que se observen las primeras costumbres, se ve cómo se relaciona todo en su principio con los medios de proveerse para la subsistencia; y por lo que hace a esos medios que reúnen a los hombres, están determinados por el clima y por la naturaleza del suelo. En consecuencia también hay que explicar por las mismas causas la diversidad de las lenguas y la oposición de sus caracteres.
Los climas suaves y los países feraces y fértiles fueron los primeros en ser poblados y los últimos donde se formaron las naciones porque ahí los hombres podían prescindir más fácilmente unos de otros, y porque las necesidades que hacen nacer la sociedad se hicieron sentir ahí más tardíamente.
Imaginad una primavera perpetua sobre la Tierra; imaginad agua, ganado, pastos por doquier; imaginad que los hombres saliendo de las manos de la naturaleza se dispersan de una vez entre todo eso; no se ocurre cómo habrían renunciado a su libertad primitiva y abandonado la vida aislada y pastoral, tan de acuerdo con su natural indolencia,[4] para imponerse sin necesidad la esclavitud, los trabajos, las miserias inseparables del estado social.
Quien deseó que el hombre fuese social tocó con el dedo el eje del globo y lo inclinó sobre el eje del universo. Por ese ligero...

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