La soledad de los moribundos
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La soledad de los moribundos

Norbert Elias, Carlos Martín, Carlos Martín

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La soledad de los moribundos

Norbert Elias, Carlos Martín, Carlos Martín

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En este lúcido y terrible ensayo, Elias centra su atención en el fenómeno de la muerte tal como Occidente la enfrenta. El ritual solidario, el afecto, la muerte vivida en conjunto dan paso a un aislamiento donde el sentido del mundo desarrollado muestra una de sus facetas más sombrías.

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La soledad de los moribundos

vineta
I
EXISTEN varias posibilidades de afrontar el hecho de que toda la vida, y por tanto también la de las personas que nos son queridas y la propia vida, tiene un fin. Se puede mitificar el final de la vida humana, al que llamamos muerte, mediante la idea de una posterior vida en común de los muertos en el Hades, en Valhalla, en el Infierno o en el Paraíso. Es la forma más antigua y frecuente del intento humano de entendérselas con la finitud de la vida. Podemos intentar evitar el pensamiento de la muerte alejando de nosotros cuanto sea posible su indeseable presencia: ocultarlo, reprimirlo. O quizá también mediante la firme creencia en la inmortalidad personal —«otros mueren, pero no yo»—, hacia la que hay una fuerte tendencia en las sociedades desarrolladas de nuestros días. Y también podemos, por último, mirar de frente a la muerte como a un dato de la propia existencia; acomodar nuestra vida, sobre todo nuestro comportamiento para con otras personas, al limitado espacio de tiempo de que disponemos. Podemos considerar una tarea hacer que la despedida de los hombres, el final, cuando llegue, tanto el de los demás como el propio, sea lo más liviano y agradable posible, y suscitar la pregunta de cómo se cumple tal tarea. Actualmente es ésta una pregunta que tan sólo unos cuantos médicos se plantean de una manera clara y sin tapujos. En la sociedad en general, la cuestión apenas se plantea.
Tampoco se trata únicamente del adiós definitivo a la vida, del certificado de defunción y la urna. Muchas personas mueren paulatinamente; se van llenando de achaques, envejecen. Las últimas horas son sin duda importantes. Pero, a menudo, la despedida comienza mucho antes. El quebrantamiento de la salud suele separar ya a los que envejecen del resto de los mortales. Su decadencia los aísla. Quizá se hagan menos sociables, quizá se debiliten sus sentimientos, sin que por ello se extinga su necesidad de los demás. Eso es lo más duro: el tácito aislamiento de los seniles y moribundos de la comunidad de los vivos, el enfriamiento paulatino de sus relaciones con personas que contaban con su afecto, la separación de los demás en general, que eran quienes les proporcionaban sentido y sensación de seguridad. La decadencia no es dura únicamente para quienes están aquejados de dolores, sino también para los que se han quedado solos. El hecho de que, sin que se haga de manera deliberada, sea tan frecuente el aislamiento precoz de los moribundos precisamente en las sociedades desarrolladas, constituye uno de los puntos débiles de estas sociedades. Atestigua las dificultades que encuentran muchas personas para identificarse con los viejos y los moribundos.
No cabe duda de que el ámbito de la identificación es hoy más amplio que en tiempos pretéritos. Ya no consideramos una distracción dominguera contemplar personas ahorcadas, descuartizadas o sometidas al suplicio de la rueda. Vamos a ver partidos de futbol y no peleas de gladiadores. En comparación con la Antigüedad, ha ido en aumento nuestra capacidad de identificación con otros seres humanos, la compasión con sus sufrimientos y su muerte. Contemplar cómo leones y tigres hambrientos van despedazando y devorando a personas vivas, cómo unos gladiadores se esfuerzan con determinación por engañarse, herirse y matarse, difícilmente podría seguir siendo un entretenimiento para el tiempo de ocio que esperásemos con la misma alegre impaciencia que los purpurados senadores de Roma y el romano pueblo. Ningún sentimiento de igualdad unía, según parece, a aquellos espectadores con los otros seres humanos que, allá abajo, en la arena ensangrentada, luchaban por su vida. Como es sabido, los gladiadores saludaban al César al entrar con el lema «Morituri te salutant».1 De hecho, algunos césares llegaron a creer que, cual dioses, ellos eran inmortales. Habría sido más exacto si el grito de los gladiadores hubiera sido: «Morituri moriturum salutant».2 Pero es probable que en una sociedad en la que pudiera decirse tal cosa no existieran ya ni gladiadores ni César. Poder decir una cosa semejante a los gobernantes —a ellos que, todavía hoy, siguen teniendo potestad sobre la vida y la muerte de innumerables seres humanos— requiere una desmitologización de la muerte, una conciencia mucho más clara de la que hasta hoy se ha podido alcanzar de que la humanidad es una comunidad de mortales y que los seres humanos sólo pueden, en su menesterosidad, recibir ayuda de otros seres humanos. El problema social de la muerte resulta sobremanera difícil de resolver porque los vivos encuentran difícil identificarse con los moribundos.
La muerte es un problema de los vivos. Los muertos no tienen problemas. De entre las muchas criaturas sobre la Tierra que mueren, tan sólo para los hombres es un problema morir. Comparten con los restantes animales el nacimiento, la juventud, la madurez sexual, la enfermedad, la vejez y la muerte. Pero tan sólo ellos de entre todos los seres vivos saben que han de morir. Tan sólo ellos pueden prever su propio final, tienen
Pero lo que crea problemas al hombre no es la muerte, sino el saber de la muerte. No hay que engañarse: una mosca atrapada entre los dedos de una persona patalea y se defiende como un hombre en las garras de un asesino, como si supiera el peligro que le aguarda. Pero los movimientos defensivos de la mosca en peligro de muerte son innatos, herencia de su especie. Una mona puede llevar consigo durante algún tiempo a un monito muerto, hasta que en algún punto se le cae y lo pierde. No sabe lo que es morir. Ignora la muerte de su hijo como la suya propia. En cambio, los hombres lo saben, y por eso la muerte se convierte para ellos en problema.
II
La respuesta a la pregunta de qué es lo que pasa con el hecho de morir ha ido cambiando en el curso del desarrollo de la sociedad. Es una respuesta específica de los distintos estadios de este desarrollo y, dentro de cada estadio, es también específica de cada grupo social. Las ideas acerca de la muerte y los rituales con ellas vinculados se convierten a su vez en un momento de la socialización. Las ideas y ritos comunes unen a los hombres; las ideas y ritos diferentes separan a los grupos. Valdría la pena hacer un resumen panorámico de todas las creencias que los hombres han alimentado en el curso de los siglos para habérselas con el problema de la muerte y con el constante peligro en que se halla su vida. Y también de todo aquello que han hecho en nombre de una creencia que les prometía que la muerte no era el fin, y que los rituales con ella relacionados podían asegurarles una vida eterna. Es evidente que no existe idea alguna, por extraña que parezca, en la que los hombres no estén dispuestos a creer con profunda devoción, con tal de que les proporcione alivio ante el conocimiento de que un día ya no existirán, con tal de que les ofrezca la esperanza en una forma de eternidad para su existencia.
Indudablemente, en las sociedades más desarrolladas ha aminorado de manera considerable el apasionamiento con el que determinados grupos humanos mantuvieron antaño que sólo su propia fe sobrenatural y su ritual podían proporcionar a sus miembros una vida infinita después de la vida terrena. En la Edad Media, a quienes mantenían otras creencias se les perseguía con frecuencia a sangre y fuego. En una cruzada contra los albigenses del sur de Francia, en el siglo XIII, la comunidad de creyentes más fuerte aniquiló a la más débil. Los miembros de ésta fueron estigmatizados, expulsados de sus casas y sus tierras y quemados cientos en la hoguera. «Con el corazón gozoso vímosles arder en la hoguera», dijo uno de los vencedores. No hay aquí el menor sentimiento de identidad de unos hombres con otros. La fe y el rito los separaban. Con expulsiones, con la prisión, la tortura y la hoguera prosiguió la Inquisición su cruzada contra quienes mantenían otras creencias. Son de sobra conocidas las guerras de religión de comienzos de la Edad Moderna. Sus secuelas se dejan sentir aún en nuestros días, por ejemplo en Irlanda. También la lucha que últimamente se ha desarrollado en Irán entre sacerdotes y gobernantes seculares recuerda la apasionada fiereza del sentimiento de comunidad y la mortal enemistad que eran capaces de desatar en las sociedades medievales los sistemas de creencias, porque ofrecían la salvación de la muerte y una vida eterna.
En las sociedades más desarrolladas ha ido disminuyendo un poco, como ya hemos dicho, la pasión con la que los hombres tratan de conseguir ayuda frente a la menesterosidad y la muerte en sistemas de creencias sobrenaturales. Hasta cierto punto, el apasionamiento se ha desplazado hacia los sistemas de creencias seculares. La necesidad de garantías frente a la propia caducidad ha menguado ostensiblemente en los últimos siglos, en comparación con la Edad Media, síntoma de que nos encontramos en otro estadio de civilización. En los Estados nacionales más desarrollados, la seguridad de las personas, su protección frente a los más rudos golpes del destino como la enfermedad y la muerte súbita, es considerablemente mayor que en épocas anteriores, quizá mayor que en toda la historia de la humanidad. En comparación con los estadios anteriores, la vida se ha vuelto más previsible en estas sociedades, aunque también exige del individuo una superior medida en cuanto a previsión y control de las pasiones. El solo hecho del aumento relativo de la expectativa de vida de los individuos que viven en estas sociedades demuestra una mayor seguridad vital. Entre los caballeros del siglo XIII, un hombre de cuarenta años era ya casi un anciano, mientras que en las sociedades industriales del siglo XX —con diferencias según la clase social— casi se le considera joven. La prevención y el tratamiento de las enfermedades, aun cuando todavía pueden resultar insuficientes, están mejor organizados en el siglo XX de lo que nunca lo hayan estado. La pacificación interna de la sociedad, la protección del individuo frente a todo hecho violento no sancionado por el Estado, así como frente a la muerte por inanición, han alcanzado una medida en nuestras sociedades que sobrepasa lo imaginable por los hombres de épocas pretéritas.
No cabe duda de que una contemplación más de cerca rectificaría esta impresión revelándonos hasta qué punto sigue siendo grande la inseguridad del individuo en este mundo. La marcha a la deriva hacia la guerra sigue representando una constante amenaza en la vida de cada persona. Tan sólo una larga perspectiva en el tiempo permite comprobar, en comparación con épocas anteriores, en qué medida ha aumentado la seguridad frente a la irrupción de peligros físicos imprevisibles y ha crecido la protección ante la amenaza incalculable a la propia existencia. Al parecer, el aferrarse a una creencia sobrenatural, que promete una protección metafísica frente a los imprevisibles reveses del destino y sobre todo frente a la propia caducidad, sigue siendo una actitud mucho más apasionada entre aquellas clases y grupos en los que la duración de la vida es más incierta y escapa en mayor medida a su propio control. Pero grosso modo, en las sociedades más desarrolladas los peligros en la vida de las personas, incluido el peligro de muerte, se han hecho más previsibles, y en esa misma medida se ha atemperado la necesidad de poderes protectores sobrenaturales. Al aumentar la inseguridad de la sociedad, al hacerse mayor la incapacidad del individuo de prever su propio futuro a largo plazo, y de gobernarlo —hasta cierto punto— por sí mismo, es comprensible que estas necesidades vuelvan a crecer de nuevo.
La actitud ante el hecho de morir, la imagen de la muerte en nuestras sociedades no pueden entenderse cabalmente sin relacionarlas con esta seguridad y pre-visibilidad del curso de la vida individual relativamente mayores. La vida se hace más larga, la muerte se aplaza más. Ya no es cotidiana la contemplación de moribundos y de muertos. Resulta más fácil olvidarse de la muerte en el normal vivir cotidiano. A veces se habla hoy en día de que la gente «reprime» la muerte. Un fabricante de ataúdes estadunidense observaba hace poco que «la actitud contemporánea hacia la muerte hace que se dejen para última hora los planes para el entierro, si es que siquiera llegan a hacerse».3
III
Cuando se habla hoy de la «represión» de la muerte, a mi entender se está utilizando este concepto en un doble sentido. Podemos estar contemplando una «represión» en el plano individual y en el social. En el primer caso se utiliza el término de represión más o menos en el sentido que le diera Sigmund Freud. Se hace referencia a toda una serie de mecanismos psicológicos de defensa, mediante los que se impide el acceso al recuerdo de experiencias infantiles demasiado dolorosas, en especial de los conflictos de la primera infancia. Esas experiencias y conflictos influyen en los sentimientos y en el comportamiento de una persona presentándose a través de accesos indirectos y de una forma camuflada. Pero han desaparecido de la memoria.
También en la forma en la que una persona se sobrepone al conocimiento de la muerte que se aproxima tienen parte muy considerable las experiencias y fantasías de la primera infancia. Hay personas que contemplan con serenidad su propia muerte, mientras que otras sienten ante ella un miedo constante que no expresan ni son capaces de expresar. Quizá este miedo sólo se les haga consciente ante la eventualidad de volar o ante los espacios muy abiertos. Una forma conocida de hacer soportables para uno los grandes temores no dominados de la infancia es la idea de que uno es inmortal. Esta idea cobra las más variadas formas. Conozco a personas que no son capaces de mirar a un moribundo porque su fantasía de inmortalidad, que tiene un carácter compensatorio y que mantiene en jaque sus imponentes miedos infantiles, se ve amenazadoramente debilitada por la cercanía de aquél. Ese debilitamiento podría propiciar la reaparición en la conciencia del cerval miedo a la muerte —al castigo— de forma indisimulada, y eso se le haría intolerable.
Nos tropezamos aquí, en una forma extrema, con un problema general de nuestro tiempo: la incapacidad de ofrecer a los moribundos esa ayuda, de mostrarles ese afecto que más necesitan a la hora de despedirse de los demás; y ello precisamente porque la muerte de los otros se nos presenta como un signo premonitorio de la propia muerte. La visión de un moribundo provoca sacudidas en las defensas de la fantasía, que los hombres tienden a levantar como un muro protector contra la idea de la propia muerte. El amor a sí mismos les susurra al oído que son inmortales. Y un contacto demasiado estrecho con los que están a punto de morir amenaza este sueño desiderativo. Tras una necesidad indomable de creer en la propia inmortalidad y así negar la conciencia anticipada de la propia muerte se esconden por lo común sentimientos de culpabilidad reprimidos relacionados quizá con deseos de muerte sentidos contra el padre, la madre o los hermanos, así como con el temor de que éstos abriguen a su vez idénticos deseos contra uno. Sólo mediante una creencia especialmente firme en la propia inmortalidad —por más que no pueda uno ocultarse del todo la fragilidad de tal creencia— se puede escapar en este caso al miedo a la culpabilidad provocado por los propios deseos de muerte, en especial los dirigidos contra miembros de la familia, y a la representación de su venganza, al miedo ante el castigo de la propia culpa.
La asociación que se establece entre el miedo a la muerte y el sentimiento de culpa aparece ya en los viejos mitos. Adán y Eva eran inmortales en el Paraíso. A morir los condenó Dios porque Adán, el hombre, había desobedecido el mandato del padre divino. También hace tiempo que desempeña un papel nada despreciable, en el miedo del hombre a la muerte, el sentimiento de que ésta es un castigo impuesto por una figura paterna o materna, así como la idea de que, tras su muerte, el hombre recibirá del gran padre el castigo al que le hayan hecho acreedor sus pecados. No cabe duda de que podría aliviarse la agonía de muchas personas si se pudieran suavizar o anular estas fantasías de culpabilidad reprimidas.
Pero estos problemas individuales de la represión del pensamiento de la muerte se presentan acompañados de problemas sociales específicos. El concepto de represión cobra en este plano muy distintos significados. En todo caso, se concederá el carácter peculiar que tiene el comportamiento en relación con la muerte prevaleciente hoy en la sociedad, al comparar este comportamiento con el de épocas anteriores o con el de otras sociedades. Sólo estableciendo esta comparación se podrá, al mismo tiempo, situar la transformación del comportamiento con la que aquí nos encontramos en un contexto teórico más amplio, con lo que se hace más susceptible de explicación. Para decirlo de una vez: la transformación del comportamiento social de los hombres al que se alude cuando se habla en este sentido de la «represión» de la muerte, es un aspecto del empuje civilizador que he investigado más detalladamente en otro sitio.4 En el curso de este proceso, todos los aspectos elementales, animales, de la vida humana, que casi sin excepción traen consigo peligros para la vida en común y para la vida del individuo, se ven cercados, de un modo más comprehensivo, regular y diferenciado que anteriormente, por reglas sociales, y al mismo tiempo por reglas de la conciencia. De acuerdo con las relaciones de poder imperantes en cada caso, se cubren estos aspectos con sentimientos de vergüenza o de embarazo, y algunas veces, en especial dentro del marco del gran empuje de la civilización europea, se esconden detrás de las bambalinas de la vida social, o por lo menos se excluyen de la vida social pública. En esta dirección camina la transformación a largo plazo del comportamiento de los hombres respecto a los moribundos. La muerte es uno de los grandes peligros biosociales de la vida humana. Al igual que otros aspectos animales, también la muerte...

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