Obras completas, III
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Obras completas, III

Martín Luis Guzmán

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Obras completas, III

Martín Luis Guzmán

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Testigo privilegiado de la Revolución mexicana, Martín Luis Guzmán fue cercano a Villa aunque luego sería desterrado por su oposición a Obregón. Su obra no sólo presenta las figuras emblemáticas de ese periodo armado, sino también situaciones políticas, culturales y sociales que siguen vigentes y leyéndose con emoción y entusiasmo. En el tercer volumen de sus Obras completas están incluidos los textos Memorias de Pancho Villa, Muertes históricas y Febrero de 1943, acompañados de un prólogo de Víctor Díaz Arciniega.

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Information

Year
2013
ISBN
9786071613035

MEMORIAS DE PANCHO VILLA

Prólogo

Dos hechos fortuitos explican, originalmente, la existencia de este libro y su título. Uno fue, según lo consigné al publicarse en volumen El hombre y sus armas, la circunstancia de que llegaran a mis manos —gracias al entusiasmo de la señorita Nellie Campobello— varios escritos procedentes del archivo del general Francisco Villa —cuya viuda, doña Austreberta Rentería, guarda devotamente—; otro, la forma como se realizó, en 1913 y 1914, mi paso por los campos militares de la Revolución.
Del archivo del general Villa he tenido a la vista un cuerpo de papeles, insospechables en cuanto a su valor histórico y autobiográfico, formado como sigue: 1) por la Hoja de servicios de Francisco Villa, documento, relativo a la Revolución Maderista de 1910 y 1911, que consta de 40 páginas de papel de oficio escritas a máquina; 2) por un relato puesto a lápiz en 103 hojas de papel de diversos tamaños y clases, y 3) por cinco cuadernos grandes manuscritos con tinta y excelente caligrafía, que en junto suman 242 páginas y cuya portada dice: El General Francisco Villa, por Manuel Bauche Alcalde, 1914.
La Hoja de servicios refiere lo que Villa hizo desde noviembre de 1910, ya en los albores del movimiento maderista, hasta abril de 1911, cuando, tomada Ciudad Juárez y triunfante Francisco I. Madero, Villa se retiró al pueblo de San Andrés, del estado de Chihuahua. Los Apuntes a lápiz empiezan con la huida de Villa a la sierra en 1894 —el futuro guerrillero tenía entonces quince o dieciséis años— y terminan en 1914, días después de tomar Villa, general en jefe de la División del Norte, la plaza de Ojinaga. Los Cinco cuadernos, que son una biografía redactada en forma autobiográfica y entremezclada con largas consideraciones políticas y análisis históricos y sociales, comienzan como el relato a lápiz: con el suceso familiar de 1894, y llegan hasta el momento en que Villa, tras de fugarse de la prisión militar de Santiago Tlaltelolco, logra escapar a los Estados Unidos el 2 de enero de 1913.
Es evidente, por el contexto mismo de los papeles, que la Hoja de servicios se redactó bajo la vigilancia directa de Villa y con los datos que él proporcionaba; que los Apuntes a lápiz se escribieron mientras Villa relataba (a Bauche Alcalde probablemente) los episodios de su vida, y que los Cinco cuadernos son la versión que Bauche Alcalde hizo, añadiendo sus reflexiones sobre el porfirismo y el movimiento revolucionario, de una parte de los Apuntes (la que comprende desde el principio de éstos hasta la llegada de Villa a los Estados Unidos en enero de 1913) y de la Hoja de servicios.
La mitad de los Apuntes a lápiz parece haberse perdido, pero indudablemente existieron completos. A esta conclusión se llega comparando con lo que de ellos subsiste lo que contienen los Cuadernos, y, más todavía, si se observa que al final de los Apuntes hay un agregado de más de página y media, relativo al primer avance de las tropas de Villa hacia el sur, que lleva este epígrafe: “Añadir a la toma de Torreón”. Puede pues afirmarse que Villa contó íntegras a Bauche Alcalde, o a quienquiera que haya tomado los Apuntes a lápiz, la etapa de su vida anterior a la campaña revolucionaria de 1910 a 1911 (esta última consignada en la Hoja de servicios) y la etapa posterior a esa campaña, hasta los sucesos de febrero de 1914.
El haber yo tratado a Villa personalmente y con cierta intimidad; el haberle oído contar a menudo episodios de su existencia de perseguido y de revolucionario, y, sobre todo, el haber tenido entonces el cuidado de poner por escrito, y con cuanta fidelidad textual me era dable, lo que decía él en mi presencia, me confirma en la opinión de que ni la Hoja de servicios, ni los Apuntes a lápiz, ni la versión de Bauche Alcalde son textos redactados en el idioma propio de Villa. A lo que parece, tanto el mecanógrafo que escribió el primero de esos documentos, como quien tomó los Apuntes mientras Villa hablaba, tuvieron por demasiado rústico el modo de expresarse del guerrillero y quisieron dar a su dicho una forma más culta, librarlo de sus arcaísmos, mejorarlo en sus construcciones y giros campesinos, suprimir sus paralelismos y sus expresiones pleonásticas. En los Cuadernos, Bauche Alcalde se dedicó a traducir a su lengua de hombre salido de la ciudad de México lo que Villa había dicho a su modo o hecho escribir. En rigor, apenas si en los Apuntes aparecen de cuando en cuando el léxico, la gramática, la pureza expresiva del habla que en Villa era habitual cuando no se refería a temas por él aprendidos del todo en las ciudades o a cosas estrictamente castrenses.
Así las cosas, para redactar esta obra he tenido que hacer, por lo que mira al lenguaje y al estilo, las siguientes operaciones:
a) Dar el tono del habla de Villa, en el grado en que ello era posible sin desnaturalizar el texto ya existente, a los Apuntes a lápiz y a la Hoja de servicios, hasta dejar el relato según aparece en la mayor parte de los pasajes que figuran en las páginas 13 a 32, 42 a 91 y 148 a 211 de este libro. Digo “la mayor parte de los pasajes” porque había lagunas que he debido llenar, tan larga una de ellas, que empieza en la página 157 y no termina hasta la 178.
b) Retraducir al lenguaje obtenido de ese modo la parte auténtica y propiamente autobiográfica de los Cuadernos, que, ya convertida, ocupa aquí las páginas 33 a 41 y 92 a 147, salvo las lagunas, que también las había. Y,
c) Escribir directamente, y ya sin la traba de los textos anteriores —sólo flexibles hasta cierto grado— todo lo posterior a la página 211, que es una narración original, hecha según mi capacidad me lo permitió, al modo como Villa hubiera podido contar las cosas en su lenguaje, castellano de las sierras de Durango y Chihuahua, castellano excelente, popular, nada vulgar, arcaizante y, en Villa, que lo hablaba sin otra cultura que la de sus antecedentes montaraces, aunque con grande intuición de la belleza de la palabra, cargado de repeticiones, de frases pleonásticas ricamente expresivas, de paralelismos recurrentes y de otras peculiaridades. El escribir así supuso para mí este problema: no apartarme del lenguaje que siempre le había oído a Villa, y, a la vez, mantenerme dentro de los límites de lo literario.
Un cálculo numérico dará, quizás, idea de lo que he tenido que hacer con los textos anteriores. Las 6 500 palabras contenidas en las primeras 61 páginas de los Apuntes a lápiz se han convertido en las 10 700, más o menos, del relato que aparece en las 24 primeras páginas de este libro. Las 15 300 palabras de que consta la Hoja de servicios se han transformado en las 24 800, aproximadamente, de las páginas 45 a 91.
Lo dicho explica la forma de esta obra. Respecto al fondo, o sea, a los hechos que se narran y a su valoración histórica, bastarán unas cuantas líneas. Tanto el contenido de las lagunas que hube de colmar hasta la página 211, como los hechos que se consignan en las 538 páginas restantes, constituyen un material histórico basado en documentos, o en informes proporcionados directamente a mí por testigos de primera mano.
Si he logrado mi propósito no lo sé. Nadie menos apto que el propio autor para juzgar obras de la naturaleza de ésta, muy difíciles de valorar, por otra parte, fuera de la perspectiva histórica que sólo surge con el correr de los años. Pero de lo que sí estoy seguro es de la claridad de mi intención, y a tal punto, que de abordar de lleno en otras circunstancias el tema de Villa, habría yo seguido algún procedimiento análogo al que aquí se empleó, y eso aun en el supuesto de que ningunos papeles semejantes a los aprovechados en este caso hubiesen venido a mi poder. Siempre me fascinó —de ello hay anuncios en mi libro titulado El Águila y la Serpiente— el proyecto de trazar en forma autobiográfica la vida de Pancho Villa, siempre y por varias razones. Me lo exigían móviles meramente estéticos —decir en el lenguaje y con los conceptos y la ideación de Francisco Villa lo que él hubiera podido contar de sí mismo, ya en la fortuna, ya en la adversidad—; móviles de alcance político —hacer más elocuentemente la apología de Villa frente a la iniquidad con que la contrarrevolución mexicana y sus aliados lo han escogido para blanco de los peores desahogos—, y, por último, móviles de índole didáctica, y aun satírica —poner más en relieve cómo un hombre nacido de la ilegalidad porfiriana, primitivo todo él, todo él inculto y ajeno a la enseñanza de las escuelas, todo él analfabeto, pudo elevarse, proeza inconcebible sin el concurso de todo un estado social, desde la sima del bandolerismo a que lo había arrojado su ambiente, hasta la cúspide de gran debelador, de debelador máximo, del sistema de la injusticia entronizada, régimen incompatible con él y con sus hermanos en el dolor y en la miseria.
M. L. G

LIBRO PRIMERO
El hombre y sus armas

CAPÍTULO I

A LOS DIECISIETE AÑOS DE EDAD, DOROTEO ARANGO SE CONVIERTE EN
PANCHO VILLA Y EMPIEZA LA EXTRAORDINARIA CARRERA DE SUS HAZAÑAS
La hacienda de Cogojito.—Don Agustín López Negrete y Martina Villa.—La cárcel de San Juan del Río.—Los hombres de Félix Sariñana.—La acordada de Canatlán en Corral Falso.—El difunto Ignacio Parra y el finado Refugio Alvarado.—La mulera de la hacienda de la Concha.—Don Ramón.—Los primeros tres mil pesos.—El caballo del señor Amparán.
El 94, siendo un joven de dieciséis años, vivía yo en una hacienda que se nombra Hacienda de Cogojito, perteneciente a la municipalidad de Canatlán, estado de Durango.
Sembraba yo en aquella hacienda a medias con los señores López Negrete. Tenía, además de mi madrecita y mis hermanos Antonio e Hipólito, mis dos hermanas: una de quince años y la otra de doce. Se llamaba una Martina, y la otra, la grande, Marianita.
Habiendo regresado yo, el 22 de septiembre, de la labor, que en ese tiempo me mantenía solamente quitándole la yerba, encuentro en mi casa con que mi madre se hallaba abrazada de mi hermana Martina: ella por un lado y don Agustín López Negrete por el otro. Mi pobrecita madre estaba hablando llena de angustia a don Agustín. Sus palabras contenían esto: —Señor, retírese usted de mi casa. ¿Por qué se quiere usted llevar a mi hija? Señor, no sea ingrato.
Entonces volví yo a salir y me fui a la casa de un primo hermano mío que se llamaba Romualdo Franco. Allí tomé una pistola que acostumbraba yo tener colgada de una estaca, regresé a donde se hallaban mi madrecita y mis hermanas y luego le puse balazos a don Agustín López Negrete, de los cuales le tocaron tres.
Viéndose herido aquel hombre, empezó a llamar a gritos a los cinco mozos que venían con él, los cuales no sólo acudieron corriendo, sino que se aprontaron con las carabinas en la mano. Pero don Agustín López Negrete les dijo:
—¡No maten a ese muchacho! Llévenme a mi casa.
Entonces lo cogieron los cinco mozos, lo echaron en un elegante coche que estaba afuera y se lo llevaron para la hacienda de Santa Isabel de Berros, que dista una legua de la hacienda de Cogojito.
Cuando yo vi que don Agustín López Negrete iba muy mal herido, y que a mí me había dejado libre en mi casa, cogí de nuevo mi caballo, me monté en él, y sin pensar en otra cosa me dirigí a la sierra. Aquella sierra que está enfrente de Cogojito se nombra Sierra de la Silla.
Otro día siguiente bajé hasta la casa de un amigo mío llamado Antonio Lares y le pregunté:
—¿Qué tienes de nuevo? ¿Qué ha pasado con los tiros que le di ayer a don Agustín López?
Él me contestó:
—Dicen que está muy grave. Aquí han mandado de Canatlán hombres armados que andan en persecución tuya.
Yo le contesté:
—Dile a mi madrecita que se vaya con la familia a la casa de Río Grande.
Y me volví a la sierra.
Desde esa época no cesaron las persecuciones para mí. De todos los distritos me recomendaron para que me aprehendieran vivo o muerto. Me pasaba yo ahora meses y meses yendo de la sierra de la Silla a la sierra de Gamón, manteniéndome siempre con lo que la fortuna me ayudaba, que casi nunca era más que carne sin sal, pues no me atrevía a llegar a ningún poblado, porque dondequiera me perseguían.
Por mi ignorancia, o mi inexperiencia, en una de aquellas veces alcanzaron a cogerme entre tres hombres. Me condujeron a San Juan del Río y me metieron a la cárcel a las doce de la noche. Pero como las autoridades iban a hacer sus gestiones para ejecutarme, o más bien dicho, para fusilarme, porque ése era el decreto que estaba dado en mi contra en todo el estado, a las diez de la mañana me sacaron de la cárcel para que moliera un barril de nixtamal.
Yo entonces resolví libertarme de los hombres que me cuidaban. Les eché la mano del metate, con lo que maté a uno, y subí encarrerado por un cerro que se llama Cerro de los Remedios y que está cerca de la cárcel. Cuando le avisaron al jefe de la policía, todo fue inútil: ya les resultó imposible darme alcance. Porque al bajar al río, arriba de San Juan, encontré un potro rejego que acababan de coger de las manadas, me monté en él y le di río arriba.
Luego que me vi como a dos leguas de San Juan del Río, aquel animal ya cansado, me apeé de él, lo dejé que se fuera, y yo me dirigí a buen paso a mi casa, que estaba cerca, río arriba, en el punto ya indicado de Río Grande.
En la noche bajé a la casa de un primo hermano mío. Le comuniqué lo que me pasaba. Me dio su caballo, su montura y alimentos para algunos días. Y bien surtido ya con todo eso, me retiré a mis mismas habitaciones de antes, que, como ya he dicho, eran la sierra de la Silla y la sierra de Gamón.
Allí me la pasé hasta el siguiente año.
Por aquella época yo era conocido con el nombre de Doroteo Arango. Mi señor padre, don Agustín Arango, fue hijo natural de don Jesús Villa, y por ser ése su origen llevaba el apellido Arango, que era el de su madre, y no el que le tocaba por el lado del autor de sus días. Mis hermanos y yo, hijos legítimos y de legítimo matrimonio, recibimos también el apellido Arango, con el cual, y solamente con ése, era conocida y nombrada toda nuestra familia.
Como yo tenía noticia de cuál era el verdadero apellido que debía haber llevado mi padre, resolví ampararme de él cuando empezaron a ser cada día más constantes las persecuciones que me hacían. En vez de ocultarme bajo otro nombre cualquiera, cambié el de Doroteo Arango, que hasta entonces había llevado, por éste de Francisco Villa que ahora tengo y estimo como más mío. Pancho Villa empezaron a nombrarme todos, y casi sólo por Pancho Villa se me conoce en la fecha de hoy.
Como decía, en la sierra de la Silla, o en la de Gamón, me la pasé hasta el siguiente año de 1895. En los primeros días de octubre me hicieron una entrega. Estando yo dormido en la labor de La Soledad, que está pegada a la sierra de la Silla, siete hombres me descubrieron y me agarraron. Alguno me había hecho la entrega, un tal Pablo Martínez, según luego supe. Y sucedió que cuando yo recordé ya tenía sobre mí siete carabinas, y todos aquellos hombres, a una voz, estaban pidiéndome rendición. Como yo me miré perdido, no hice más que contestar a los siete hombres:
—Estoy rendido.
Y a seguidas les dije:
—¿Para qué tanto escándalo, señores? Vamos asando elotes antes que nos retiremos a donde ustedes me van a llevar.
Entonces dijo el que la hacía de comandante, que era un hombre nombrado Félix Sariñana:
—¡Qué miedo le vamos a tener a este pobre! Sí, señores: asaremos los elotes, almorzaremos aquí con él y nos lo llevamos a presentar a San Juan del Río.
Esto dijeron y esto pensaron hacer, porque desde el lugar donde me habían agarrado hasta San Juan del Río el trecho quedaba algo retirado.
Yo comprendí bien cómo aquellos hombres iban a ponerme en manos de mis enemigos para que me fusilaran, pues sólo eso buscaban con tantas persecuciones. Teniendo, pues, yo mi caballo y mi montura como a cuatrocientos metros de allí, en unos recortes y dentro de unos surcos que no se alcanzaban a ver, y no sabiendo ellos que debajo de la cobija donde yo estaba acostado escondía mi pistola, y mirando yo que dos de los siete se habían ido a cortar los elotes, y otros dos a traer leña, con lo que tan sólo tres quedaban conmigo, tomé repentinamente la pistola y me les eché encima. Se acobardaron los tres y rodando se dejaron ir hasta el fondo de uno como arroyo. Yo entonces corrí a montarme en mi caballo, y cuando ellos, juntos otra vez, quisieron darme alcance, yo ya me encaminaba a media rienda hacia mis habitaciones.
Conforme empezaba a trepar por la sierra, vi a lo lejos cómo ellos se quedaban en el plan y me miraban subir.
Unos tres meses después de aquello me echaron encima la acordada de Canatlán. Mis enemigos eran sabedores de que yo me mantenía por los dichos parajes, y otra vez hacían su lucha para ver si me agarraban. Los de la acordada me hallaron al fin en un lugar que se llama Corral Falso. Pero como ellos no sabían la sierra, y el dicho corral no tenía más que una entrada, les hice el hincapié de que yo iba por otra parte. Todos se juntaron entonces a seguirme y para cogerme, y lo que sucedió fue que se me pusieron de blanco, con lo que les maté tres rurales y algunos caballos. Acobardados, aflojaron en la persecución; y como luego d...

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