Juárez y su México
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Ralph Roeder

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Juárez y su México

Ralph Roeder

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La admiración, franca o encubierta, que produce Benito Juárez se debe muy especialmente a que supo ser el sagaz guía de una irrepetible generación de mexicanos, la nacida a raíz del comienzo del movimiento de Independencia que logró restaurar la República. Roeder logra en Juárez y su México uno de los mejores estudios con que se cuenta sobre el hombre y la época juarista.

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Information

Year
2013
ISBN
9786071613837

Primera parte

EDUCACIÓN

1

De repente el camino se empina. Subimos lentamente, apegados a la espalda de la montaña, bordeando una barranca abrupta y deteniéndonos dondequiera que brota un hilo de agua, para refrescar al motor, ya al rojo blanco. La máquina humana también pide un respiro: el indígena que maneja el viejo camión de carga, aunque acostumbrado desde los tiempos inmemoriales a caminar sin descanso, no alcanza a vencer la resistencia del motor y aprovecha la pausa para tragar, a su vez, el agua que corre incansable por el muslo de la montaña. Pero hay que llegar a las minas antes del anochecer; estamos apenas al pie de la cuesta y seguimos arrastrándonos hacia arriba. Los compañeros respaldan el ascenso con su silencio: cada palabra pesa, y ni una se pronuncia hasta ganar la cumbre. Entonces el panorama nos corta la voz. Los indígenas nos invitan a despedirnos de Oaxaca. Allá abajo, en la profundidad del valle, apenas si las cúpulas de la ciudad lejana evocan un vago recuerdo de la vida humana que va perdiéndose en el horizonte; y al volver la vista hacia adelante, se perfila, no menos profundo y vago, un laberinto de valles y montañas multiplicándose en confusión caótica, donde las peñas se encumbran hasta mostrarse inaccesibles: la cuna del hombre cuyo origen venimos buscando y cuyas huellas han dejado en su tierra una impresión tal que a toda esta región se le llama la Sierra de Juárez.
Aquí, en la cumbre, el camión corre entre dos mundos: aquel de la convivencia humana queda atrás; el otro que se aproxima parece despoblado, pero ya se vislumbra nuestra meta y los indígenas nos señalan, perdido entre las mil vertientes de una serranía lejana y visible sólo para sus ojos, algo que será San Pablo Guelatao. Nos miran sin curiosidad. No comprenden por qué vamos allá, mas como somos gente de razón, suponen que será para conocer la Laguna Encantada. La Laguna Encantada es una de las mil maravillas de la región; no así el hombre. Tan poco les importa la memoria de aquel que nació ahí o de hombre alguno que pasó ya a mejor vida, que al evocar su nombre, se callan: claro que lo conocen, pero sólo como un remoto coterráneo de los muertos, y volviéndonos la espalda, se olvidan luego de su presencia y de la nuestra, lo mismo que de todo lo ignoto entre la cuna y la tumba.
Así cruzamos la cumbre y bajamos al otro mundo. El camino huye cuesta abajo en las sombras de la selva tupida, serpeando como un arroyuelo seco entre las vertientes oscuras, orillando de vez en cuando un caserío desierto, casi indistinguible del lodo y de la vegetación que lo reclaman, y desvaneciéndose luego en el vacío que lo devora. La vastedad del mundo que nos envuelve nos empequeñece y nos aleja de nuestros semejantes: de convivientes que fueron se vuelven viandantes que nos acompañan y nos abandonan, bajando y buscando uno tras otro la soledad propia que cada quien conoce en algún rinconcillo suyo de la sierra; y seguimos la vía solitaria, tierra adentro, hacia la meta invisible. Sólo la palpitación del motor surca el silencio, y al llegar al fondo del valle, hasta ese jadeo sordo se calma y se acalla poco a poco, y el pulso del presente se pierde en la pasividad impenetrable del pasado. Una vez, nos detenemos para entregar víveres a una mujer que se despide de un hombre en el camino. El hombre se aleja rápidamente, rumbo a Oaxaca, sin mirar atrás, y la mujer se queda llorando allí mismo, indiferente al encargo depositado a sus pies. A la sierra, tan pobre, le falta un hombre más, y ella, mientras pueda, detiene sus recuerdos.
Al cabo de seis horas de peregrinación por montes y valles, nos toca el turno de pisar la tierra taciturna. Al atardecer, el camión nos descarga en una aldea desierta y sigue subiendo hacia las minas que son su destino. No hay nadie a la vista y, al vagar a nuestro antojo, nos damos cuenta con sorpresa de que la tierra conoce al hombre. De entre las casas brotan los monumentos: aquí, un plinto; allí, una estatua; en la sala municipal, el retrato del Presidente: todo nos habla tácitamente del hijo de Guelatao, menos los vecinos, ahuyentados al parecer por su presencia. Poco a poco, sin embargo, los vecinos aparecen, de regreso de sus labores en el campo, y al enterarse del objeto de nuestro viaje, nos dan la bienvenida y nos presentan con sus descendientes, que no alcanzan a comprender qué interés tengamos en su parentesco con el antepasado de tanto renombre. ¿Recuerdos? Nos miran atónitos. “Pero… no estábamos en el mundo entonces”, protestan en un tono no exento de reproche. Descendientes de Juárez sí lo son; pero de la sexta generación y de una rama colateral; y en esta existencia monótona e invariable, sin novedad, sin memoria, no les queda ni un tenue hilo de tradición familiar que les ligue con aquel pariente remoto que se fue con los tiempos idos y que acaba de regresar hace poco a su tierra, sobre un pedestal, transformado en estatua. La ignorancia conserva la continuidad y la curiosidad rompe la liga frágil. Hace más de un siglo que el tiempo ha intervenido, y más que el tiempo, la estatua, tan extraña como nosotros y casi tan intrusa, mirando al horizonte como un solitario turista de bronce. Ya lo sabemos: el culto es algo importado por los de afuera e impuesto a un pueblo que tiene con la efigie sólo una relación fortuita y ficticia.
Mortificados por su ignorancia y desconcertados por la nuestra, los ancianos nos mandan a la escuela. La escuela conmemora al hombre mejor que la estatua, perpetuando con un retorno vivo el anhelo del muchacho que huyó de su pueblo en pos del saber: hoy en día 60 jóvenes de la sierra concurren a las aulas; los anima el mismo afán de conquistar con los conocimientos el dominio de la vida; pero por sus mismos adelantos la escuela señala, tan terminantemente como la estatua, el vuelo irrevocable del tiempo. Claro que los jóvenes conocen a Juárez, pero de la misma manera que nosotros, embalsamado en los libros, y con mayor razón les parece peregrina la idea de venir de tan lejos para buscar su presencia aquí. ¡Si todo el mundo conoce a Juárez! —De nombre, sí, pero ¿el hombre? —Pues, ahí está, en el jardín. —Pero ¿antes de transformarse en estatua? —¡Hombre! ¿Quién sabe? —¡Muchacho como ustedes! —¿Como nosotros? ¡Ay, señor! ¡Cosas del otro mundo son éstas!
Sin embargo, siendo jóvenes, nada les parece imposible y de repente recuerdan que efectivamente hay algunos datos de su niñez conservados en el archivo del pueblo. Arrastrados por un impulso de curiosidad colectiva, los muchachos, el maestro y los vecinos nos acompañan a la sala municipal, donde intentamos el último recurso. Ya es noche, pero para complacernos el alcalde enciende una vela, saca el registro y busca la cuartilla en que un anciano dejó constancia por escrito, hace 40 años, de lo poco que por tradición oral se recordaba todavía del muchacho en 1902; no tiene, pues, nada de nuevo ni de original nuestra obsesión; ya otros han explorado el plácido olvido de San Pablo Guelatao y dejado sus hallazgos para satisfacer o acallar para siempre a sus sucesores. Sentados a la mesa y rodeados por la concurrencia silenciosa y respetuosa, leemos los breves renglones que encierran las reminiscencias de su niñez, todavía insepultas en aquel tiempo; y convencidos al fin de que con nuestra quimérica curiosidad no logramos más que minar las nubes, nos levantamos, dispuestos a confesar que, en verdad, hemos venido a la sierra para conocer la Laguna Encantada.
Camino a la escuela, donde nos invitan a pernoctar, pasamos un pequeño charco oscuro, que ya habíamos visto de día sin sospechar que fuera una maravilla, pero que resulta ser la laguna legendaria. No nos atrevemos a investigar el misterio que encierra; a los misterios hay que respetarlos y dejarlos en las tinieblas. Antes de retirarnos, nos despedimos de la estatua. Ahí está, la única autoridad competente que nos dice la última palabra: Saber es ser. Aquí donde empezó a ser, no queda del hombre más que el molde vacío: la sustancia viva se ha escurrido para siempre. El camino a San Pablo Guelatao no conduce a ninguna parte, y sólo al emprender el viaje de regreso a Oaxaca y seguir sus huellas en sentido contrario, tendrá razón el recorrido y la vía recordará al viandante.

2

Como la biografía es una amalgama de los conceptos que tiene el protagonista acerca de sí mismo y de los que se forman de él los demás, sería menester iniciarla con una página en blanco a no ser por un fragmento autobiográfico compuesto por Juárez para la ilustración de sus hijos. El valor de esta Memoria —que quedó trunca— consiste menos de los datos que nos proporciona que de aquella revelación íntima que, tratándose de cualquier hombre y sobre todo de un hombre tan discutido, será siempre la verdad más verídica. Pero los Apuntes para mis hijos son las reminiscencias del hombre hecho, que desde tiempo atrás había perdido contacto con su origen en la sierra, y que revivía su niñez con el desprendimiento de la madurez: relación escueta de los datos, la revelación íntima se desprende de la narración breve y reticente de los hechos mismos.
Dos fechas perduraron en su memoria. La primera la tomó prestada de las partidas del libro parroquial. Su nacimiento el día 21 de marzo de 1806 hubiera pasado inadvertido, si el niño se hubiese despertado del sueño prenatal, al igual que cualquiera otra criatura del campo, sin otro testigo que el equinoccio de primavera; pero al día siguiente su padre, su madrina y su abuelo paterno lo llevaron cuesta arriba, hasta Santo Tomás Ixtlán, donde el párroco lo bautizó y lo registró en el Libro de la Vida con el nombre de Pablo Benito Juárez. Reconocida la condición legal de nacido, los demás datos materiales que siguieron al baño bautismal quedaron también fuera del alcance de sus recuerdos. “Tuve la desgracia —nos dice la Memoria— de no haber conocido a mis padres, Marcelino Juárez y Brígida García, indios de la raza primitiva del país, porque apenas tenía yo tres años cuando murieron, habiendo quedado con mis hermanas, María Josefa y Rosa, al cuidado de nuestros abuelos paternos, Pedro Juárez y Justa López, indios también de la nación zapoteca.” A los pocos años murieron también los abuelos, las hermanas se fueron y el huérfano se quedó con un tío pastor. Conoció su nación y el ciclo normal de la vida indígena —nacer, morir; bautismo, entierro; dispersión, adopción—, pero dentro de la órbita inmemorial nacía ya el anhelo de superarla, y con el despertar de ese afán se inician sus propios recuerdos.
“Como mis padres no me dejaron ningún patrimonio y mi tío vivía de su trabajo personal, luego que tuve uso de la razón me dediqué, hasta donde mi tierna edad lo permitía, a las labores del campo. En algunos ratos desocupados mi tío me enseñaba a leer, me manifestaba lo útil y conveniente que era saber el idioma castellano, y como entonces era sumamente difícil para la gente pobre y muy especialmente para la clase indígena, adoptar otra carrera que no fuera la eclesiástica, me indicaba sus deseos de que yo estudiase para ordenarme. Estas indicaciones y los ejemplos que se me presentaban de algunos de mis paisanos que sabían leer, escribir y hablar la lengua castellana, y de otros que ejercían el ministerio sacerdotal, despertaron en mí un deseo vehemente de aprender; en términos de que cuando mi tío me llamaba para tomarme la lección, yo mismo le llevaba la disciplina para que me castigase si no la sabía; pero las ocupaciones de mi tío y mi dedicación al trabajo diario del campo contrariaban mis deseos y muy poco o nada adelantaba en mis lecciones. Además, en un pueblo corto como el mío, que apenas contaba con veinte familias, y en una época en que tan poco o nada se cuidaba de la educación de la juventud, no había escuela; ni siquiera se hablaba la lengua española, por lo que los padres de familia que podían costear la educación de sus hijos los llevaban a la Ciudad de Oaxaca con ese objeto, y los que no tenían la posibilidad de pagar la pensión correspondiente los llevaban a servir en las casas particulares, a condición de que les enseñasen a leer y a escribir. Éste era el único medio de educación que se adoptaba generalmente, no sólo en mi pueblo sino en todo el Distrito de Ixtlán, de manera que era una cosa notable, en aquella época, que la mayor parte de los sirvientes de las casas de la Ciudad, eran de ambos sexos de aquel distrito. Entonces, más bien por estos hechos que yo palpaba que por una reflexión madura de que aún no era capaz, me formé la creencia de que sólo yendo a la Ciudad podría aprender, y al efecto insistí muchas veces a mi tío, para que me llevara a la Capital; pero con el cariño que me tenía, o por cualquier otro motivo, no se resolvía y sólo me daba esperanzas de que alguna vez me llevaría.”
La exactitud de su memoria queda plenamente confirmada —salvo en un pequeño detalle— por los recuerdos de los ancianos, recogidos en el registro municipal. Centenarios o casi centenarios, se acordaban de que aún en aquella remota época el pueblo tenía una escuela, regida por un indígena, y que el muchacho asistía a las clases todos los días antes de salir al campo; pero si hay alguna discrepancia respecto a la escuela, no hay ninguna respecto al educando. “Muy dedicado al estudio —dice el registro—, demostró aplicación y provecho en las letras. Su carácter fue obediente, reservado en sus pensamientos, y en general retraído; tuvo amigos, pero muy pocos; y demostraba con ellos formalidad y cordura.” Hasta en el campo siguió ensayando su vocación, y con tanta asiduidad que no le extrañaba a nadie verlo “subir a un árbol y arengar al rebaño en su lengua natural zapoteca”.
Pero su vocación siguió muy eventual, y la oportunidad de llegar a ejercerla en la ciudad se retrasaba siempre. Su tío era hombre de pocos recursos: “Sus intereses se reducían —según el registro municipal— a un pequeño rebaño de ovejas y a un solarcito junto a la laguna”. Sin más ocupación que contar o acrecentar su rebaño, la ambición más insomne cabeceaba, y el muchacho era obediente. Los años pasaron sin novedad y la vida hubiera seguido siempre igual, a no ser por la proximidad de la Laguna Encantada. Pero érase que se era una vez en que, cansado de predicar en el desierto, se quedó dormido en la orilla de la laguna legendaria, obedeciendo a una somnolencia profunda. Al despertar, se encontraba flotando en las tinieblas, sobre un lecho de matorral, bajo una turbonada de lluvias y vientos, rayos y truenos; y allí pasó la noche a bordo de las aguas oscuras, donde otrora otro pastor quedó dormido, y nunca jamás hallaron su cuerpo, trabado por la bruja. Pero sea que la bruja se quedara también dormida, o muerta, o harta, o fuera lo que fuera, lo más raro era que no le sucedió nada, y al amanecer tocó tierra sano y salvo. Fue ésta la aventura más tremenda de su mocedad, y por lo visto, involuntaria. Y cuando la laguna volvió a ser el agua mansa que era de día, ya no le vino en gana buscar otra aventura, lo que resultó una nueva calamidad, pues la vida siguió su curso sin novedad. Vigilando y evangelizando a sus ovejas sin provecho, veía transcurrir los días monótonos, los meses trashumantes, los años interminables, sin vislumbrar el otro mundo ni en el trasfondo de la laguna, ni en las ramas de un árbol.
A los 12 años no estaba más cerca de Oaxaca. Su tío no solía separarse de él, ni el muchacho tampoco de su tío; y si sólo de ellos se tratase, tal vez nunca se hubiera dado con una solución del problema; pero cierto día les vino en su ayuda una oveja.
La segunda fecha que se perpetuó en su memoria quedó grabada imborrablemente en su conciencia: no sólo el año, sino el mes, el día de la semana y la hora del día. “Era el miércoles 17 de diciembre de 1818. Me encontraba en el campo, como de costumbre, cuando acertaron a pasar, como a las once del día, unos arrieros conduciendo unas mulas rumbo a la Sierra. Les pregunté si venían de Oaxaca; me contestaron que sí, describiéndome, a mi ruego, algunas de las cosas que allí vieron.” ¡Curiosidad fatídica! Pasada la recua, de repente se dio cuenta de que le faltaba una oveja y, peor aún —ya que los males no suelen venir solos—, se acercó “otro muchacho más grande y de nombre Apolonio Conde. Al saber la causa de mi tristeza, refirióme que él había visto cuando los arrieros se llevaron la oveja”. No faltaba más, y pensando en la cara del tío, “ese temor y mi natural deseo de llegar a ser algo, me decidieron a marchar a Oaxaca”.
Con el transcurso de los años, la pena que le costó abandonar su pueblo y a su tío quedó siempre viva. “Por mi parte, yo también sentía repugnancia de separarme de su lado, dejar la casa que había amparado mi orfandad y abandonar a mis tiernos compañeros de infancia con quienes siempre se contraen relaciones y simpatías profundas que la ausencia lastima, marchitando el corazón. Era cruel la lucha que existía entre estos sentimientos y mi deseo de ir a otra sociedad, nueva y desconocida para mí, para procurarme mi educación. Sin embargo, el deseo fue más fuerte que el sentimiento, y el 17 de diciembre de 1818, y a los doce años de edad, me fugué de mi casa y marché a pie a la Ciudad de Oaxaca, donde llegué la noche del mismo día.”
El registro municipal conserva otra versión de la calamidad. “El día 16 de diciembre de 1818, distraído con sus amigos de infancia, descuidó el rebaño, y éste habiendo causado daño en una sementera ajena, le detuvieron para la respectiva indemnización de él. Asustado el joven Juárez por esto, no quiso hacerse presente a su tío, por lo severo que era; ausentándose desde luego de la población con rumbo a la capital del Estado, sin más elementos que sus mismos presentimientos; pero amoroso como era, quiso regresar varias veces a su hogar, impidiéndolo su carácter enérgico y resuelto, por lo que continuó su viaje a Oaxaca, refugiándose con una hermana suya, Josefa Juárez, que servía en la casa de don Antonio Maza, de origen español.”
Ambas versiones llevan el sello de la misma verosimilitud. Los ancianos comprendieron tanto sus sentimientos como sus presentimientos, y con éstos termina también su testimonio. “Éstos son los únicos datos que se han podido recoger de la tradición. Sus demás datos biográficos son generalmente conocidos y apreciados en la Historia.” Por eso el alcalde puso al pie del relato tres palabras que sintetizan todo lo anterior: Guelatao de Juárez. La misma brevedad del relato basta para revelar, en ambos casos, la verdad de sus años verdes. Su tierra no era más que el fondo de su vida, y el transcurso de sus primeros 12 años, el preludio al día en que, obedeciendo al encanto de la ruta, siguió huyendo por montes y valles, fuera de la inmensidad avasalladora de las montañas, fuera de la soledad sin resonancia de los valles, hacia la ciudad soñada donde, en una sociedad nueva y desconocida, se descubrió a sí mismo y nos conoció a nosotros. Para la biografía, San Pablo Guelatao es el punto de origen; para la Historia, el punto de partida es Oaxaca.

3

En Oaxaca, refugiado en la casa donde su hermana trabajaba de criada, comenzó a ganar su pan, principio de la ciencia. “En los primeros días me dediqué a trabajar en el cuidado de la grana, ganando dos reales diarios para mi subsistencia, mientras encontraba una casa en que servir.” Al cabo de tres semanas, y gracias al sistema tradicional que aseguraba a los jóvenes de la sierra una educación a cambio de servicios domésticos, y a los casatenientes de la ciudad una abundancia de mano de obra barata, halló conveniencia en la casa de don Antonio Salanueva. Era su patrón encuadernador de libros por oficio, y fraile lego de la Tercera Orden de San Francisco por vocación, “y aunque muy dedicado a la devoción y las prácticas religiosas, era bastante despreocupado y amigo de la educación de la juventud”. Tenía, además, el mérito de conocer los libros que empastaba: las Epístolas de San Pablo y las obras del padre Feijoo eran los libros favoritos de su lectura, y tanto los había aprovechado que recibió al gentil con caridad cristiana, ofreciendo mandarlo a la escuela para que aprendiese a leer y a escribir. El padre Salanueva —pues así se le llamaba en el barrio— cumplió fielmente con su parte del pacto. Piadoso y honrado, adoptó al huérfano en cuerpo y alma, lo apadrinó, y le facilitó todos los recursos educativos con que Oaxaca contaba en 1818.
El muchacho no tardó en darse cuenta de que eran éstos muy cortos. “En las escuelas de primeras letras de aquella época no se enseñaba la gramática castellana. Leer, escribir y aprender de memoria el Catecismo del Padre Ripalda era lo que formaba entonces el ramo de instrucción primaria”; y como el castellano era una lengua extranjera que hablaba “sin reglas y con todos los vicios con que la hablaba el vulgo”, muy pronto se disgustó con sus progresos lentos e imperfectos, y se presentó desde luego en una institución superior. En este plantel el maestro le impuso una tarea y el aspirante formó una plana que, por supuesto, no salió perfecta —“porque estaba yo aprendiendo y no era un profesor”—, mas el maestro, conociendo poco al alumno, “en vez de manifestarme los defectos que tenía mi plana y enseñarme el modo de enmendarlos, sólo me dijo que no servía y me mandó castigar”. Ahora bien, esto no le convenía tampoco. “Esta injusticia me ofendió profundamente, no menos que la desigualdad con que se daba la enseñanza en aquel establecimiento que se llamaba la Escuela Real, pues mientras el maestro en un departamento separado enseñaba con esmero a un número determinado d...

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