La idiotez de lo perfecto
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La idiotez de lo perfecto

Miradas a la política

Jesús Silva-Herzog Márquez

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La idiotez de lo perfecto

Miradas a la política

Jesús Silva-Herzog Márquez

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Este libro está formado por cinco ensayos sobre otros tantos intelectuales que meditaron con profundidad, desde la óptica de muy diversas disciplinas e intereses, acerca de la naturaleza del poder: el jurista Carl Schmitt, el politólogo Michael Oakeshott, el teórico de la democracia Norberto Bobbio, el "biógrafo de las ideas" Isaiah Berlin y el poeta Octavio Paz.

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Liberalismo trágico

Lástima que al paraíso se vaya en coche fúnebre.
Stanislaw Lec
Greta Garbo se le quedó mirando unos segundos. Se encontraron en Nueva York. La diva lo saludó brevemente y solamente alcanzó a decirle a Isaiah Berlin con su voz gruesa y su mirada triste: “You have beautiful eyes”. Isaiah Berlin enmudeció. Ocultos entre las ventanas redondas de sus lentes, los ojos del profesor eran oscuros, vivos, brillantes. Tal vez la actriz, que diera vida a la temible belleza de Mata Hari, lograba ver que en esos ojos tímidos se asomaban muchas miradas, muchos hombres, muchos siglos. Eran los ojos de una inteligencia que podía ver el mundo desde ventanas opuestas; los ojos de un hombre al que nunca bastó su mirada. Escribió alguna vez Marcel Proust que el único viaje auténtico “no consiste en ir hacia nuevos paisajes sino en tener otros ojos, ver el mundo con los ojos de otro, de cien otros, ver los cien mundos que cada uno de ellos ve”. Berlin hizo de su vida ese viaje auténtico: vio el mundo con los ojos de cien otros. Vio el mundo como lo vería Maquiavelo y Kant; como Dostoievski y Tolstoi; como Marx y como Mill; como un zorro y un erizo. Berlin vio la historia con la mirada de muchos.
Berlin veía a un hombre “intolerablemente feo” cuando se encontraba en el espejo. Su hábito de menospreciarse quizá comenzó con el desagrado que sentía por el trazo de sus facciones. Un elefante de hombros estrechos y brazos torpes. Por eso el piropo de Greta Garbo lo había dejado sin habla. El conferencista estaba acostumbrado a esquivar otros elogios, no éste. Al primer encuentro, no eran sus ojos lo que capturaban la atención. Era su voz, su acento, su dicción, la velocidad con la que concatenaba largas frases como si fueran las letras de una interjección lo que cautivaba a sus interlocutores. Uno de sus maestros de secundaria quedó maravillado con su conversación: es como si en vez de hablar, estuviera tocando un instrumento. No una flauta que cantara buscando la belleza, sino saboreando el placer de sonar. Como una fuente. No hay ningún amigo, ningún discípulo, ningún colega que no retenga el bólido de su expresión como uno de los recuerdos más perdurables. La voz de Berlin galopando sin pausa. Se trata, recuerda un profesor de Oxford, del único hombre que pronuncia la palabra “epistemológico” como una sola sílaba. Cuando Joseph Brodsky empezaba su exilio en Londres, escuchó la voz de Isaiah Berlin por el teléfono. Al otro lado de la línea, oía al admirado autor de los ensayos sobre la libertad hablando a la velocidad más extraordinaria. Era, recuerda el gran poeta ruso, como si la velocidad del sonido estuviera correteando a la velocidad de la luz.[1]
Las palabras de Berlin se sucedían con una rapidez inaudita pero sin atropellarse. En su discurso sin respiros ni silencios, el hilo de la razón se desenvolvía con limpieza. Tras la prisa en la voz estaba la serenidad de una partitura. Puede escucharse así en las grabaciones de sus conferencias. El flujo de su palabra es fogoso y en ocasiones oscuro, pero la velocidad no conduce a la imprecisión o al tropiezo. Cada exposición tiene una armadura perfecta. Se traza una propuesta, se dibujan las ideas capitales, se examinan las objeciones, se formula finalmente una tesis. En la carrera de las voces no hay frase que quede sin final ni idea que no encuentre desenlace. Cada paréntesis con su apertura y su clausura. Por eso los asistentes a sus conferencias legendarias, quienes escuchaban al profesor en sus transmisiones de radio, quedaban maravillados por la gracia melódica de su palabra, por la arquitectura sinfónica de su inteligencia.
Hay una tercera marca en su voz: los estratos de su acento. Berlin llegó a ser el prototipo del gentleman: elegante, culto, puntilloso y suave. El traje, siempre de tres piezas. Pero el más inglés de los ingleses era también un hombre venido de fuera: el menos inglés de los ingleses.[2] En su voz se percibía esta tensión. En el paladar del caballero se mezclaban las capas de su identidad. Como dice su biógrafo Michael Ignatieff: “La genealogía de sus manierismos vocales es la historia de cómo todas las capas de su identidad se asentaron en su voz”.[3] Sonoridades eslávicas y judías fundidas en las modulaciones de la aristocracia intelectual británica.
Isaiah Berlin nació el 6 de junio de 1909 en Riga, la ciudad báltica que después sería capital de Letonia y que entonces formaba parte del imperio zarista. Su nacimiento fue tenido por un milagro. Unos años antes, su madre había dado a luz a una niña muerta y había recibido de los médicos la condena de que no conocería la maternidad. Ahora el parto volvía a complicarse. Después de largas horas de tensión y de angustia en que la sombra de la muerte volvió a asomarse, el doctor tomó los fórceps y tiró del brazo izquierdo del bebé con tal fuerza que sus ligamentos quedarían permanentemente dañados.[4]
Sin hermanos, Isaiah viviría apegado a sus padres en esa pequeña ciudad en los bordes del imperio. Mendel, su padre, era un comerciante judío inteligente y tímido. Marie, su madre, era una mujer redonda y bajita que adoraba la ópera italiana. A los siete años la familia se mudó a San Petersburgo. Como John Stuart Mill, Isaiah no fue a la escuela. Aprendió de los libros de la casa. Su educación se alimentó de la biblioteca de la familia que estaba en el piso superior de una fábrica de cerámica. La ausencia de una educación formal no limitó su formación. Al cumplir diez años había leído ya La guerra y la paz y Ana Karenina. Mientras estudiaba hebreo y el Talmud, se adentraba en las historias de Julio Verne y los mosqueteros de Dumas. Muchas lecturas y pocos juegos.
En invierno de 1917 los tres Berlin se acercaron a las ventanas de su casa ante el clamor que venía de las calles. El murmullo se hacía cada vez más claro: “Todo el poder a la Duma”, “Tierra y libertad”, “Abajo el zar”. Mendel y Marie compartían la emoción popular. Veían en ella un clamor de justicia, un grito contra el despotismo. Unos días después, cuando las cosas parecían tranquilizarse, el niño de siete años y medio salió a la calle. Iba a comprar un libro de Julio Verne cuando encontró un grupo de hombres que arrastraba a un sujeto dominado por el pánico. Era un policía municipal que había sido descubierto por los revolucionarios. La escena pasó velozmente frente a los ojos del niño que bien pudo anticipar que el hombre al que arrastraban los rebeldes no escaparía con vida. La imaginación del niño se anticipaba a lo que vendría: la aniquilación de un hombre a manos del odio. La escena tatuó la memoria de Isaiah Berlin. Pronto los padres de Isaiah descubrieron que la revolución liberal se convertía en algo muy distinto. Encontraban en Lenin las convicciones de un fanático peligroso.
Para 1919, la familia Berlin fue obligada por el comité de vivienda a desalojar los cuartos que no usaban en su departamento. Ocupada por extraños, su casa dejó de ser suya. La atmósfera se fue tornando hostil: cateos frecuentes, privaciones, miedo. En una ocasión, sus habitaciones fueron saqueadas por la policía secreta en busca de joyas. Fue entonces que la familia decidió salir de la Rusia bolchevique. Mendel Berlin no estaba dispuesto a soportar la sensación de ser invadido en su propia casa, el aislamiento, el espionaje constante, los arrestos caprichosos y la impotencia frente a la locura de los golpeadores.
En octubre de 1920 salieron de San Petersburgo. Después de una breve estancia en Riga, se instalarían en Inglaterra, la isla que el padre idealizaba como ciudadela de la verdadera civilización. El hijo heredaría este amor por lo británico. Para Isaiah Berlin, Inglaterra era la roca de la que brotaron los principios que más amaba. Ahí germinaron la tolerancia y el respeto a los otros. Ahí se estableció el reino de las leyes. Una isla que, a diferencia del continente, no había acogido al fanatismo; una tierra que valoraba la libertad sobre la eficiencia y que apreciaba la dulzura de algunas incoherencias por encima del áspero orden de los dogmáticos.
El niño pudo adaptarse con velocidad a la ciudad, a la escuela, al idioma. Ganó una beca que le permitió entrar a Oxford para convertirse después en profesor de la más antigua universidad inglesa. Para 1933, cuando era un profesor desconocido que apenas había publicado unos cuantos artículos sobre música en revistas estudiantiles, recibió el encargo de escribir una monografía sobre Karl Marx. Berlin no había sido la primera opción de los editores de esta colección de textos universitarios. Antes habían buscado a Sidney y Beatrice Webb y a Harold Laski. Todos rechazaron la propuesta. Berlin la aceptó sin saber mucho del personaje y sin sentirse atraído por el edificio que había construido. A decir verdad, Marx era el origen de un régimen que abominaba. En la universidad había tratado de leer El capital mas encontró intolerable su prosa. Pero escribir de Marx era para él la única manera de conocerlo. Así, Berlin pasó cinco años en compañía de este hombre que le resultaba antipático.
Aprendió a apreciarlo. Por lo menos, a entenderlo. El resultado de este trabajo de juventud es un libro en el que ya pueden encontrarse las luces de su obra madura. Ahí respiran con vida las ideas de Marx. No son piezas de granito sino pulsaciones que obedecen a un impulso vital. Berlin entra a las aulas donde Marx estudió filosofía en Berlín; lee sus libros juveniles; lo acompaña en su viaje a París para admirar su talento polémico y para palpar la cuerda de sus amistades y sus rivalidades; registra sus gustos literarios y sus disposiciones anímicas; lo sigue en un largo día de exilio londinense. La imagen de la historia, el entendimiento de la economía, el anticipo del futuro no aparecen como bloques de bronce, sino como derivaciones de una inteligencia extraordinaria. A Berlin nunca le interesó la economía y mucho menos la marxista. De hecho sintió siempre una desconfianza profunda por las ciencias sociales. Veía en ellas una palabrería vanidosa e inculta. Lo que le interesaba era la hechura de las ideas, la fascinante vida del pensamiento. Para entender a Marx, Berlin actúa como reportero que registra las pugnas, las alianzas, los forcejeos de su vida; es un metiche que escudriña papeles privados y cartas; un novelista que detalla atmósferas e imagina razones del actuar; un intérprete que hilvana los fragmentos de su obra para tejer un cuadro claro de su pensamiento; un abogado que defiende a su cliente de las denuncias de sus enemigos y un crítico que exhibe las debilidades y peligros de sus ideas.
Es cierto que hay vacíos importantes en la monografía.[5] A más de sesenta años de que fuera publicada, no puede decirse que sea la mejor puerta para entrar al pensamiento de Karl Marx. De cualquier manera, el texto es un acceso extraordinario al universo de Berlin. En su libro puede apreciarse la capacidad del historiador de las ideas para apreciar los rasgos constitutivos de una personalidad y examinar el modo en que su vida se trenza en su obra. A pesar de que Marx no escribió nunca un diario y que era un hombre renuente a hablar de sí mismo, Berlin parece conocerlo íntimamente. Así, lo describe en su aislamiento, en su aversión al espejo y a la introspección. Aprecia al hombre de genio que nunca tuvo empaque de dirigente social. Elogia la inteligencia que no se vende por aplausos. Admira su fuerza imperturbable durante cuarenta años de embates, enfermedades y carencias. Le irrita el impaciente que es dado a los truenos de furia y el arrogante que apalea a sus críticos. Reconoce al escritor de talento, al panfletista genial que se desinfla en el momento en que abre la boca frente a un auditorio. Berlin no solamente expone las ideas de Marx sino que abre la inteligencia de la que provienen: una mente activa y práctica a la que no tentaba el sentimiento; una razón que repudiaba la retórica hueca de los farsantes y el conformismo idiota de los burgueses.
El sentido general del ensayo es, sin duda, crítico. Una mecanógrafa que pasaba el dictado por la máquina de escribir le preguntó de pronto: “Parece que no le cae muy bien el señor Marx, ¿verdad?”[6] No, no le caía bien. Pero hay en Berlin un esfuerzo por entender el mundo tal y como lo veía una figura que le era esencialmente antipática. Era la primicia de su método: para conocer nuestra realidad es indispensable desdoblarse para verla desde distintos ángulos. Quien ve el mundo desde la única ventana de sus párpados pierde de vista su espalda. Por eso es necesario encontrar más de una manera de observar el mundo. Verlo con los ojos del poeta y el ingeniero, con la mirada del rebelde y el magnate, por la ventana del devoto y el traidor.
Durante la segunda Guerra, Isaiah Berlin se convirtió en la retina del gobierno inglés en los Estados Unidos. Primero estuvo en Nueva York y después en Washington, al servicio de la embajada británica. Berlin debía hacer un informe semanal sobre el clima de la opinión en los Estados Unidos. Sentía, dice Ignatieff, ese apetito por el chisme y la intriga que hacen a un buen periodista —o a un buen diplomático, podríamos agregar. Los encantos de su conversación le abrieron múltiples puertas. En los Estados Unidos, en el encuentro diario con funcionarios, congresistas, periodistas, empresarios, líderes sindicales se afiló esa percepción que sería tan admirada en él. Se condimentó ahora con un sentido de la oportunidad y un deber de anticipación. Su capacidad para descifrar los laberintos de la vida política norteamericana provenía de la razón y de la memoria, de la intuición y del olfato.
El talento de Berlin le permitió dominar muy pronto el complejo laberinto político de esa ciudad de intrigas palaciegas, disputas y guerras de interés. La esponja que Berlin empapaba de conversaciones, de lecturas de diarios, de confidencias e intuiciones se exprimía en su informe semanal para Londres. El diplomático, a quien nunca le gustó sujetar la pluma, dictaba su repaso. Las secretarias hacían milagros para entender su lengua galopante. Los informes de diplomático impresionaron a los funcionarios que los leían del otro lado del Atlántico. Berlin describía con detalle la compleja relación del presidente con el Congreso, describía la atmósfera de la opinión norteamericana, se anticipaba a los hechos intuyendo el rumbo de la vida pública. Entre sus lectores más atentos estaba el mismísimo Churchill, que disfrutaba la entrega semanal como su lectura más sabrosa durante la guerra. “Están bien escritos. Tengo la sensación de que sacan el mayor jugo de lo que sucede y ofrecen una viva pintura de los asuntos norteamericanos”, decía.
En febrero de 1944, Clementine Churchill le comentó a su marido que Irving Berlin, el compositor de There’s No Business Like Show Business, estaba en Londres y le preguntó si tendría tiempo para conversar con él. El primer ministro retuvo solamente el apellido del visitante y, recordando los admirables informes que venían de Washington, le respondió de inmediato: claro, que venga a comer con nosotros. Así el señor Berlin fue invitado a un salón de Downing Street para comer con el primer ministro. Aterrado por la intensidad de la conversación política, el compositor permaneció callado prácticamente toda la comida. En un momento, el primer ministro se dirigió a él para preguntarle cuándo creía que terminaría la guerra. “Señor primer ministro —le respondió el músico—, le contaré a mis hijos y a mis nietos que Winston Churchill me hizo a esa pregunta.” Confundido, Churchill le preguntó a su invitado cuál era la obra más importante que había escrito. Dudando, Berlin respondió: No lo sé. Supongo que White Christmas”.
En Washington y en Nueva York, Berlin descubre el mundo del poder. Y lejos de sentirse repelido por la pugna de las ambiciones, por la hipocresía y la simulación, se fascina ante la grandeza de los hombres del Estado. Él conocía la política que estaba en las bibliotecas de Oxford, en los libros de Aristóteles, Maquiavelo y Montesquieu; la política de los tratados sobre la justicia y las especulaciones sobre el origen del Estado. Ahora entraba en contacto con la política del poder, la política de las decisiones. Era la historia viva, la historia en marcha.
Durante cinco años trató de descifrar ese mundo que ya no estaba en los enigmas de los clásicos sino en las maniobras de los vivos. Sus ojos y su lenguaje; su temper...

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