Obras reunidas I. Ensayos sobre literatura colonial
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Obras reunidas I. Ensayos sobre literatura colonial

Margo Glantz

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Obras reunidas I. Ensayos sobre literatura colonial

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En este primer tomo empieza a adquirir forma la figura de la mujer como narradora oral y como receptora, pasando por el importante papel que juega el lenguaje en la consumación de la Conquista y por Bernal Díaz del Castillo, privilegiado cronista que lo mismo enarbola la pluma que las armas, hasta llegar a la figura central de los estudios de la autora: Sor Juana Inés de la Cruz, heredera de la callada tradición de las anónimas monjas escritoras. Glantz demuestra cómo la conquista de la escritura femenina se gesta en el más insospechado rincón del mundo: el claustro. En este fértil recorrido crítico la también novelista ha sabido desentrañar insospechados secretos de la época y sus letras, por ejemplo, del papel decisivo de las mujeres -concretamente las monjas-, que si bien no serían reconocidas como "escritoras", contribuirían a la definitiva comprensión de los aspectos social, cultural, político y religioso de su tiempo.

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III

SOR JUANA: ¿HAGIOGRAFÍA O AUTOBIOGRAFÍA?

La musa, el fénix, el monstruo

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TIRAR EL GUANTE… ES SEÑAL DE DESAFÍO
“A todos es notorio que los poetas proceden por hipérboles”, anota, desdeñoso, Borges, antes de encomiar la sencillez del Dante, y prohibir en la literatura cualquier “palabra injustificada”. Es evidente que Borges no aceptaría las inevitables exageraciones del barroco y descartaría de entrada cualquiera de los sustantivos y calificativos que para definir a sor Juana Inés de la Cruz se usaban antes y ahora con gran prodigalidad. ¿No se publicó el primer tomo de sus obras, en Madrid, en 1689, con el excesivo nombre de Inundación Castálida de la única poetisa, Musa Décima, Soror Juana Inés de la Cruz, religiosa profesa en el Monasterio de San Jerónimo de la Imperial Ciudad de México, que en varios metros, idiomas y estilos, fertiliza varios asuntos, con elegantes, sutiles, claros, ingeniosos, útiles versos; para enseñanza, recreo y admiración, dedícales a la Excma. Señora Doña María Luisa Gonzaga Manrique de Lara, Condesa de Paredes, Marquesa de la Laguna, y los saca a la luz Don Juan Camacho Gayna Caballero del Orden de Santiago, Mayordomo y Caballerizo que fue de su Excelencia, Gobernador actual de la Ciudad del puerto de Santa María?
Tales calificativos quizá le sonaron pretenciosos a la monja misma, y puede ser que para la segunda edición del primer tomo de sus obras haya mandado simplificar notablemente el título.1 Con todo, ¿cómo podríamos examinar a una escritora como sor Juana Inés de la Cruz sin caer de bruces en esa figura paradigmática del barroco? ¿Es posible no imitar a su biógrafo, el padre Diego Calleja, cuando muy espantado exclama: ¿Cómo “se hará sin hipérboles verosímil […] su habilidad tan nunca vista”?2
Su fama creció a medida que sus proezas intelectuales provocaban el “pasmo” en la corte virreinal. Desde muy joven, como favorita en la corte de la marquesa de Mancera, es motivo de atracción universal: la admiran por igual los visitantes extranjeros y los principales cortesanos de la capital novohispana, la muy Noble y Leal Ciudad de México, alguna vez conocida como la Ciudad de los Palacios. Ese joven prodigio empieza su carrera con un examen público, idéntico en su teatralidad grandilocuente a los frecuentes y fastuosos espectáculos característicos de la época barroca con que se deslumbraba —“espantaba”— a los espectadores y se afirmaba el poderío de la monarquía.3 El mismo Calleja lo afirma “con certitud no disputable”, cuando relata la muy célebre escena en que Juana Inés contesta, ante la corte, ese “gran teatro del mundo”, las preguntas que 40 sabios le hacen para comprobar si su “sabiduría, tan admirable”, era “infusa” o “adquirida”, esto es, sobrenatural o humana:
Concurrieron, pues, el día señalado a certamen de curiosa admiración: y atestigua el Señor Marqués, que no cabe en humano juicio creer lo que vio, pues dice: que a la manera que un galeón real (traslado las palabras de su Excelencia) se defendería de pocas chalupas que le embistieran, así se desembarazaba Juana Inés de las preguntas, argumentos y réplicas, que tantos, cada uno en su clase, le propusieron (AP, pp. 21-22).4
Entonces no es exagerado afirmar que mientras vivió su fama alcanzó los límites del inmenso mundo hispánico y que esa fama perduró todavía muchos años, como puede comprobarse por las sucesivas ediciones, las numerosas reimpresiones y la recepción de sus obras, cuyo impacto se verifica además en las advertencias y aprobaciones de sus versos y en los poemas que le dedicaron sus contemporáneos, durante el periodo comprendido entre su muerte y el primer tercio del siglo XVIII. Después, un paulatino silencio, apenas roto por algunas voces; para la segunda mitad del siglo XVIII, la moda neoclásica —que abominó del barroco y sus excesos— empieza a despojarla de su fama, sus obras van cayendo en el olvido como las de Góngora, y, aunque solemos verla mencionada, es casi un lugar común advertir que ya no se le toma en cuenta como poeta, sino sólo como una docta, erudita, grande mujer.5
El siglo XX ha respondido a ese silencio prolongado con una enorme bibliografía y la ha “redescubierto” —como a América—, triunfal resurgimiento. En estas últimas décadas finiseculares, milenaristas, se advierte una gran proliferación de escritos críticos y el hallazgo de algunas obras suyas que se creían perdidas (o totalmente desconocidas como la llamada Carta de Monterrey), aunque haya quienes planteen dudas sobre su autenticidad.6 A medida que se recobra ese mundo que se nos aparece como evasivo, monstruoso, grandilocuente, aún vigente en varias de las actuales manifestaciones populares de nuestro país, las facetas oscuras que recubrían a sor Juana, semejantes en su proyección a las de las pirámides y funestas sombras del Primero sueño, empiezan a dibujar un nuevo contorno quizá menos deformante. Cabe subrayar la contraparte: la excesiva proliferación de escritos sobre su obra puede provocar confusión. Las innumerables voces se convierten en ruido, un equivalente relativo de la mudez, tema varias veces tratado por ella —por ejemplo, en el Neptuno alegórico y la Respuesta a sor Filotea. Admirablemente lo sintetiza en El Divino Narciso, en las palabras de su personaje Naturaleza Humana:
en proporcionada pena,
correspondió en divisiones
la confusión de las lenguas.
(P. 38.)
Bien sabemos que la confusión de las lenguas —la de la Torre de Babel— produce ecos informes, sonidos “borrados”, disonantes, o quizá para decirlo de nuevo con sor Juana se queda uno “a media voz”, estado en que la ninfa Eco permanece cuando se ve privada para siempre de Narciso, el Divino Redentor, en el mencionado auto sacramental.
Para exacerbar la hipérbole, hay que insistir en que su vida y obra no pueden estudiarse sin tomar en cuenta la gran admiración y hasta el estupor que su figura ha provocado, estupor que en parte la halagaba y, sobre todo, la indignaba: “No os veréis / en ese Fénix, bergantes”.7 El proceso de mitificación que la convierte en un ser extraño, monstruoso, excepcional, tranquiliza en parte a quienes intentan clarificar su paso por el mundo de las letras barrocas de la Nueva España. Al legendarizarla o eximirla de la normalidad la neutralizan: se relativiza el hecho, para muchos asombroso, de que tan gran talento haya pertenecido a una mujer prodigio, “salida de madre de lo natural”. Antes de entrar a examinar su obra, debo detenerme y trazar una somera revista a la producción crítica que ha suscitado y analizar la reiterativa alusión a su talento e, ineludiblemente, a su condición de criolla y de mujer; condición ésta, inseparable de su genio, admirado con “espanto”, como puede corroborarse por las palabras de su contemporáneo y admirador, don Carlos de Sigüenza y Góngora. Las uso para redondear la hipérbole: “[…] manifestar al mundo cuánto es lo que atesora su capacidad en la enciclopedia y universalidad de las letras, para que se supiera que en un solo individuo goza México lo que, en siglos anteriores, repartieron las Gracias a cuantas doctas mujeres son el asombro venerable de las historias.”8
EL SIGLO OLVIDADO…
Los cambios ideológicos y políticos que se producen en el mundo alteran, aunados a los acaecidos en México, la lectura de nuestro periodo colonial. Este proceso afecta, es obvio, la recepción de la obra de sor Juana y la de todo su periodo. Es preciso entonces hacer una aclaración: desde antes de la Independencia de México de la Metrópoli española, se fue conformando una visión negativa de la época colonial. Después del largo periodo de anarquía iniciado al ocurrir la Independencia, la llegada de los liberales al poder genera cambios definitivos y provoca la separación de la Iglesia y el Estado, a través de las Leyes de Reforma. Las consecuencias fueron no sólo políticas, sino materiales: con la destrucción de los conventos y la exclaustración se perdió una gran cantidad de documentos. Los restantes fueron refundidos en desorden en archivos y bibliotecas y la fisonomía concreta del país y sus ciudades principales cambió de manera radical. La ideología liberal, oficial en nuestro país, sobre todo a partir de la Reforma (1857) y la República restaurada (1867), continuó durante el Porfiriato (1870-1910), a tal punto que el ministro de Instrucción Pública, Justo Sierra, resume, acudiendo a un lugar común y a una institución, la animadversión de los que entonces estaban en el poder contra el periodo colonial, haciendo suya esa Leyenda Negra construida por los enemigos tradicionales de España desde finales del siglo XVI:
La tremenda clausura intelectual en que aquella sociedad vivía, altísimo, impenetrable muro vigilado por un dragón negro, la Santa Inquisición, que no permitía la entrada de un libro o de una idea que no tuviera su sello siniestro, produjo no la atrofia, porque en realidad no había órgano, puesto que jamás hubo función, sino la imposibilidad de nacer al espíritu científico.9
De manera casi invisible, esas ideas se han revertido en México; un viraje manifiesto con diversos signos. Me contento con anotarlos aquí y subrayar las consecuencias que ese proceso ideológico ha tenido en la nueva visión que sobre sor Juana se está conformando, aunque, quisiera reiterarlo con especial cuidado, es digno de una reflexión mucho más profunda. Enumero los signos, mejor sería decir los síntomas:
Un primer plano a considerar: el periodo colonial fue concebido por los escritores liberales como nuestra Edad Media, una época de oscurantismo. De manera global se piensa que, como resultado de la “represiva” política de la Iglesia, de la Inquisición y del gobierno virreinal, se engendra “una perversidad” en la cultura que enturbia el gusto, calificado, de manera repetitiva, por distintas personalidades decimonónicas, de “depravado” (Icazbalceta) por su “enmarañado e insufrible gongorismo” (Pimentel), por “su letal estancamiento” (González Peña) y, para rematar, por “un naufragio de la producción total”, según el decir de don Julio Jiménez Rueda. Este último, con otros escritores mexicanos de la primera mitad del siglo XX —Francisco Monterde, entre otros—, formaba parte del grupo de los “colonialistas”, preocupado por rescatar, en pleno periodo revolucionario, la producción literaria mexicana de la Colonia, continuando en parte la investigación histórica de algunos novelistas del siglo XIX: Justo Sierra O’Reilly, detractor de la Colonia, pero decidido admirador de los jesuitas, o Vicente Riva Palacio, autor de célebres novelas, en donde los estereotipos aplicados a las instituciones coloniales —por ejemplo, la Inquisición— las hace desempeñar un papel siniestro y represor.
A esta opinión política se agrega un juicio literario sancionado por el filólogo español Marcelino Menéndez y Pelayo, la máxima autoridad literaria de ese periodo, para quien el gusto barroco era sólo “pedantería y aberración”. Sor Juana parece ser la única figura colonial rescatable por “no haberse contaminado” de gongorismo (José María Vigil), o porque cuando utilizó los procedimientos del maestro cordobés no lo hizo “sinceramente” (Jiménez Rueda, González Peña), pasando por alto su declaración expresa en la Respuesta a sor Filotea: “No me acuerdo haber escrito por mi gusto sino es un papelillo que llaman El sueño”, de molde totalmente gongorino.10
Ya lo habíamos señalado: los liberales reexaminan el periodo colonial de manera semejante a aquella en que los europeos revisaron en ocasiones su Edad Media: los mexicanos, para subrayar los beneficios de la Independencia, la excelencia de la República Restaurada y el oscurantismo del Virreinato y las tinieblas de la Inquisición. Podría decirse, de manera esquemática, que justifican y consolidan así el movimiento legal que trajo como consecuencia la separación de la Iglesia y el Estado y la desamortización de los bienes del clero, transformados más tarde en latifundios. En cierto modo, la exacerbación de esta ideología provoca como paradoja la reforma agraria y un movimiento de contrarreforma religiosa, la de los cristeros, en la década de los veinte.
EL PATRIMONIO PERDIDO
Los estudios gongorinos repuntan a partir del primer cuarto de este siglo con la generación de los poetas españoles del 27, y en América con el movimiento neobarroco, especialmente en Cuba, con la revista Orígenes y Lezama Lima, Carpentier, y más tarde, Severo Sarduy. En México sucede algo semejante con los estudios sobre el arte colonial revalorados por Manuel Toussaint y Francisco de la Maza, entre otros estudiosos, aunque se mantenga una visión en parte negativa de las instituciones coloniales. Políticamente, parecía imposible reivindicar a la Colonia; artísticamente sí, aislando las manifestaciones escritas y plásticas del barroco. Para mediados de este siglo, se produce en México una bifurcación ideológica que enaltece a la estética barroca y mantiene el viejo prejuicio liberal contra la sociedad que la produjo. Así lo apuntan Andrés Lira y Luis Muro en el capítulo “El siglo de la integración”.
Nuestro siglo XVII exige una historiografía propia. ...

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