NOTAS SUELTAS
1. MI TIERRA es tierra de naturaleza pobre. La gente de Monterrey ha hecho su riqueza a fuerza de invención humana y, por decirlo así, rectificando el ambiente. Siempre que contemplo aquellos campos de chaparros donde pacen las cabras, pienso en la Ítaca de Odiseo. Menelao quiso obsequiar tres caballos a Telémaco. —No —le dijo éste—, dame algo que pueda guardar conmigo; en Ítaca no hay, como aquí, llanos abundantes de loto, juncia, trigo, espelta y gustosa cebada blanca. Ítaca no tiene lugares espaciosos donde se pueda correr, ni prado alguno. Ítaca es tierra de cabras. (Od., IV, pp. 594 y ss.)
También Monterrey es tierra de cabras; pero ¡lo que ha hecho Monterrey con sus cabritos en sangre! Tan aficionados son mis paisanos que les atribuyen el viajar siempre con una ración de chivo tostado, seco y pulverizado, que llaman “la vitamina Ch”, así como les atribuyen tantos otros cuentos, parangón de las anécdotas escocesas y de las historias judías, que ellos mismos inventan y se encargan de propagar, por lo mismo que tienen confianza en sí propios, no les duelen prendas, poseen el sentido del humorismo y, en fin, entienden con razón que tales burlas son el mejor reclamo de sus negocios.
No olvidaré, junto a las clásicas agujas, el cabrito y los tamales norteños que disfruté hace años a la mesa de la familia Sáenz.
2. Para cangrejos, Acapulco, ya que no poseemos las costas chilenas del Pacífico. Para pollos —tradición que data desde los románticos tiempos de las otras guerras civiles y de los “jotos” cocineros—, los pollos de Valentina, en Guadalajara. Ténganse en cuenta la choca de Veracruz, y el pescado de Lucía, en Pátzcuaro. En el Hotel Balneario de Tecolutla, allá cuando Chauvin (no sé ahora), la buena cocina francesa, y ¡qué angulas!
Gutiérrez Zamora, ya que andamos por aquellos rumbos, ofrece el deleite de su vainilla: y haced que el amigo Collado os cuente las mil y una vicisitudes de este cultivo, las bregas humanas para el apoderamiento de las cosechas, los peligros de la hidratación que, al menor descuido, mancha las plantas de amarillo y les da un repelente sabor de yodo, las raras atenciones a que obliga el trato de la lujosa orquidácea, y que llegan hasta la fecundación artificial, como si se tratara de un producto que ha comenzado a ser ingrato a la naturaleza.
3. Los cangrejos a la mora que la madre de Héctor Pérez Martínez enviaba a éste por avión; los chiles verdes en nogada, salsa blanca y granada roja, colores del pabellón nacional, que alguna vez nos ha ofrecido Celia Chávez, los tamalitos de elote caliente y la sopa de cebolla en la mesa de Carito Amor de Fournier…
4. Los chinchulines de Pizza, calle Corrientes (Buenos Aires), que merecían la aprobación de Leopoldo Lugones; la mesa obispal de María Baudrich, que aunque sin moverse de su sillón, desde allí parecía volar sobre la ciudad porteña como en un cuadro de Chagall; el mate, el mate con leche y las tortas fritas para el tiempo de aguas, entre las viejas familias, adictas a las tradiciones argentinas…
5. Y un día, el invento del “caviar mexicano” en mi Embajada de Buenos Aires, caviar que tuvo tanto éxito y no era más que un compuesto de frijol negro frito, y el “puré de castaña” hecho de frijol bayo aderezado con vainilla. Así Monselet ofrecía nidos de golondrinas que eran tallarines al puré de alubias enanas…
6. Río y su feijoada, sus camarones, el aceite “dendé”, la mesa de Beatriz Magalhaes de Chacel. Su fruta: el cajú, tan perfumado que al presidente Alvear, a quien lo ofrecí durante su destierro, le parecía “fruta de Cotty” y no pudo disfrutarlo por eso. Las ensaladas de Julie que, aunque de origen norteamericano, habían sufrido ya los equívocos dislocamientos del trópico, lo que se notaba también en el carnero a la jalea de menta que solía brindarnos Olivia Jackson…
7. Estos transportes de la cocina de una tierra a otra tienen singular atractivo, digan lo que quieran los clásicos. ¡Cuántas veces disfruté, en París, las conservas de Hediard o los guisos mexicanos de Silvain mucho más que en México…!
Y en Río también, el pescado, en escabeche después de frito, que sabía preparar, a la cubana, el embajador Carbonell, y la cocina rumana de Margarita Barcianu, la inolvidable. O en París, el tamal de cazuela, en casa de Zaldumbide, ministro del Ecuador. O el chupe, el cebiche y el locro que nos daba Rosa Amalia García Calderón.
8. Chile, tierra de los mariscos, entiende también del jugo de carne en vaso (casa Bahía), los alfajores que con tal primor preparaba la abuela de los Elizalde, el servicio de chocolate siempre seguido de un helado, y mil cosas más…
9. …La condesa de Foussemagne-Reinach, especialista en percances históricos de Maximiliano y Carlota, llevaba con inmensa dignidad su pobreza, y su cuartito con doseles en que lucían sus armas bordadas me hacía pensar —dicho sea sin burla, pues merece mi estimación más sincera— en La folle de Châillot, empeñada en convertir en palacio su sótano de París.
Cierta vez, allí en una mesita entre el balcón y la cama, nos ofreció algunas maravillas francesas, cuyo nombre mismo ya han olvidado los profesionales de la cocina. Por cierto que convidó también a algún señor de rancia alcurnia, un viejecito delicado y afeminado que se presentó con puños de encaje.
10. Esos tristísimos pedazos de pan que van quedando olvidados en la mesa… En buen español se llaman “regojos”, y las amas dadas a la prestidigitación y a la magia económica suelen convertirlos en picatostes, torrijas, que para eso se hizo la miel.
11. En Cuba, el ajiaco, los refrescos y nieves, de todos aromas y esencias. Y el libro de Blanche de Baralt, tan avisada y tan fina, buena hada del hogar y deleite en los saraos de gente escogida, suegra del poeta Mariano Brull y abuela de las jitanjáforas.*
12.
¡Castaña asada…!
¡Y el estudiante no sabe nada!
Las castañas llegaban por los meses de invierno, época de exámenes escolares, y se mezclan así con el romántico recuerdo de los días estudiantiles. Las castañas de Madrid me hacen pensar siempre en las angustias de Juan Ramón Jiménez, cuya concentración estudiosa perturbaba una castañera de la esquina con sus pregones constantes, al punto que los amigos pensábamos en pagarle un modesto anuncio luminoso para que dejara de gritar.†
13. ¡La Plaza de Santa Ana, do...