Nueva Atlántida
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Nueva Atlántida

Francis Bacon

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Nueva Atlántida

Francis Bacon

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Después de naufragar, ya con las esperanzas perdidas y cansados de rogarle a Dios un milagro, un grupo de hombres llega a una isla, donde, en primera instancia, reciben una negativa ante su inminente desembarque, en un rollo de pergamino-escrito en hebreo y griego antiguos, en latín escolástico y en español. No obstante, luego de hacerles jurar por Dios que, en un periodo de 40 días, no habían asesinado a nadie y que eran cristianos, fueron aceptados como huéspedes en la Ciudad, no sin antes ofrecerles un espacio de tiempo y los remedios necesarios para la sanación de los enfermos. Pasaron algunos días en los que se dedicaron a sanar y a conocer la ciudad. Fue el máximo sacerdote quien les contó todo acerca de la ciudad, de la encomienda que les había hecho Dios de elevar lo más posible la condición humana en su sociedad. El relato finaliza con un catálogo de las ciencias cultivadas en la Nueva Atlántida.

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NUEVA
ATLÁNTIDA

pg021
pg022

PARTIMOS del Perú, donde habíamos permanecido por espacio de un año, rumbo a China y Japón, cruzando el Mar del Sur. Llevamos con nosotros comestibles para doce meses y durante más de cinco los vientos del este, aunque suaves y débiles, nos fueron favorables; pero de pronto el viento cesó estacionándose en el oriente durante muchos días, de suerte que apenas podíamos avanzar y a veces nos sentíamos tentados de retroceder. Mas repentinamente también, se desencadenó por el sur tan fuerte vendaval, que a pesar de todos nuestros esfuerzos nos arrastró hacia el norte. Por aquella sazón, aunque las habíamos escatimado todo lo posible, nuestras vituallas se agotaron. Así que, encontrándonos sin alimento en medio de la inmensidad del océano, dándonos ya por perdidos, nos dispusimos a morir. Sin embargo, elevando nuestros corazones, suplicamos al Dios de las alturas que hiciera un milagro y que, así como en un principio había descubierto el fondo de las profundidades y hecho surgir tierra firme, hiciera ahora también brotar un asilo para que no pereciéramos. Y sucedió que, al atardecer del día siguiente, divisamos hacia el norte algo así como nubes espesas que, sabiendo esta parte del Mar del Sur totalmente desconocida, despertaron en nosotros algunas esperanzas de salvación, pues bien pudiera ser que hubiera islas o continentes que hasta ahora no habían salido a luz. Por lo cual toda aquella noche navegamos en dirección a esta apariencia de costa y al amanecer del día siguiente pudimos distinguir claramente que ante nuestra vista se extendía una tierra llana que la espesura hacía aparecer más oscura, y al cabo de hora y media de navegar nos encontramos en un buen fondeadero, no grande pero bien construido, que era el puerto de una hermosa ciudad que presentaba desde el mar una muy agradable vista; por eso los minutos, hasta llegar cerca de la costa donde la tierra se nos ofrecía, nos parecieron eternos. Mas apenas nos acercamos vimos un grupo de gente que blandía bastones como prohibiéndonos desembarcar; no gritaban ni daban muestras de violencia, sólo indicaban con gestos y señales que nos alejáramos.
Visto lo cual, un poco alarmados, nos preguntábamos unos a otros qué hacer. Entretanto avanzaba hacia nosotros una pequeña embarcación con unas ocho personas dentro, una de las cuales, que tenía en la mano un bastón amarillo, como vara de justicia, con los extremos pintados de azul, subió a bordo de nuestra nave sin dar la menor señal de desconfianza. Y dirigiéndose a aquel de los nuestros que se destacaba un poco del grupo, sacó un pequeño rollo de pergamino algo más amarillo que el que nosotros usamos y brillante como las hojas de las tablillas de escribir, pero al mismo tiempo más blando y flexible, y se lo entregó a nuestro jefe. En el rollo, escrita en antiguo hebreo y en griego antiguo y en buen latín escolástico y en español, se leían estas palabras: “Ninguno de vosotros ha de pisar tierra y debéis de alejaros de estas costas en el espacio de dieciséis días, salvo que se os conceda más tiempo. Mientras tanto, si necesitáis agua fresca o vituallas, auxilio para vuestros enfermos, o reparar vuestro navío, haced por escrito vuestras peticiones y tendréis todo lo que la piedad ordena conceder" El rollo estaba firmado con un sello de alas de querubín, no extendidas sino caídas, y entre ellas una cruz. Y una vez entregado aquél, dejando solamente un criado para recibir nuestra contestación, partió el dignatario y nosotros quedamos perplejos. La negativa de desembarque y la precipitación con que se nos ordenaba partir nos afligía en extremo, pero, por otra parte, el ver la gran humanidad que estas gentes demostraban y los varios lenguajes que conocían, nos animaba un poco, y sobre todo, este signo de la cruz en el documento, como presagio de ventura, nos inundaba de alegría. Nuestra contestación en español fue: “Que nuestra nave estaba en buen estado, pues no habíamos sufrido ninguna tormenta sino sólo vientos débiles y contrarios. Y que respecto a los enfermos, teníamos muchos y en condición muy grave, tanto que si no se les permitía desembarcar, morirían" Por separado hicimos una lista de nuestras necesidades, añadiendo: “Que teníamos una pequeña carga de mercancías, que podíamos entregarles, si esto les agradaba, como pago de nuestros gastos" Al criado le ofrecimos como recompensa unos pistoletes y para su dueño el presente de una pieza de terciopelo rojo; pero él, sin apenas mirar nada, lo rehusó y sin más partió en otra pequeña embarcación que le enviaron.
Unas tres horas después de haber despachado nuestra contestación, vimos que se dirigía hacia nosotros una persona (al parecer) de gran categoría. Vestía este personaje una túnica de mangas perdidas de un precioso moaré azul celeste mucho más brillante que el nuestro, su aparejo interior era verde y lo mismo su sombrero en forma de turbante, pero no tan enorme como el de los turcos y primorosamente hecho, bajo el ala del cual asomaban los bucles de su pelo. Toda su apariencia era la de un hombre en extremo venerable. Venía en un bajel con adornos dorados, acompañado solamente de cuatro personas, y a éste seguía otro en el cual habría unas veinte. Cuando estaban a un tiro de ballesta de nuestra nave, vimos que nos hacían signos como para darnos a entender que enviásemos algún emisario a encontrarse con ellos en el agua, lo cual hicimos inmediatamente en uno de nuestros botes, enviándole, salvo uno, al más principal de entre nosotros y con él cuatro más del grupo. Cuando llegamos como a seis varas de su embarcación nos avisaron que nos detuviéramos y no avanzáramos más. Y al punto, el hombre antes descrito se puso de pie y en voz recia nos preguntó en español: “¿Sois cristianos?" “Lo somos" contestamos cada vez con menos temor, pensando siempre en la cruz que habíamos visto con la firma, y oyendo esto la dicha persona levantó la mano derecha hacia el cielo, acercándosela después suavemente a la boca (gesto que emplean para dar gracias a Dios) y luego dijo: “Si todos vosotros juráis en el nombre del Salvador, que no sois piratas ni habéis derramado sangre, así legal como ilegalmente, en los últimos cuarenta días, tendréis licencia para venir a tierra". “Todos estamos dispuestos a hacer el juramento", contestamos, e inmediatamente uno de los que con él venía, notario (al parecer), tomó nota del acto. Hecho lo cual otro de los del cortejo de este gran personaje, que se encontraba con él en la misma embarcación, después de hablar con su señor unos momentos, dijo en voz alta: “Mi señor desea que sepáis que si no sube a bordo de vuestra nave no es por orgullo ni presunción, sino porque en vuestra contestación declaráis que tenéis con vosotros a varios enfermos y el jefe de sanidad de la ciudad le ha ordenado que se mantenga a distancia". Haciendo un saludo ceremonioso, replicamos: “Que éramos sus humildes servidores y apreciábamos el gran honor que nos hacía y la singular humanidad que nos mostraba, pero teníamos la creencia de que la naturaleza de la enfermedad de nuestros hombres no era contagiosa". Con esto nuestro personaje partió y al cabo de un rato subió a bordo de nuestro barco el notario. Llevaba en la mano una fruta del país, especie de naranja, pero de un color tirando a escarlata, que despedía un exquisito aroma y que (al parecer) usaba como preservativo contra la infección. Nos saludó con un “En el nombre de Jesús y su gloria", y después nos dijo que a las seis de la mañana siguiente vendría a buscarnos para conducirnos a la Residencia de Extranjeros (de este modo la llamó), donde se nos proporcionaría todo lo necesario, así para nosotros como para nuestros enfermos. Y con esto se despidió y al ofrecerle unos pistoletes, nos dijo sonriendo: “No se paga dos veces un trabajo" lo que significa (a mi juicio) que él recibía del Estado suficiente salario por sus servicios; pues (según más tarde supe) a los empleados que cobraban dos veces su trabajo se les reprendía.
Al día siguiente, muy de mañana, vino a buscarnos el mismo dignatario con el bastón con que nos recibió al principio y nos dijo: “Que venía a conducirnos a la Residencia de Extranjeros y que había adelantado la hora con el fin de que dispusiéramos de todo el día para resolver nuestros asuntos. Porque —dijo—, si seguís mis consejos, deben venir conmigo tan sólo unos cuantos de vosotros, ver el sitio y la mejor manera de acomodaros y después enviar por los enfermos y el resto de los hombres para llevarlos a tierra". Dándole las gracias exclamamos: “Que Dios le premiara los cuidados que dispensaba a estos desventurados extranjeros". Con lo cual seis de nosotros desembarcamos con él y cuando estuvimos en tierra, mientras andábamos camino de la ciudad, volviéndose a nosotros nos dijo con mucha cortesía: “Que no le consideráramos más que como nuestro sirviente y guía". Así conducidos por él atravesamos tres hermosas calles y por todo el camino se habían congregado en ambos lados hileras de gente en pie que nos contemplaban, pero en una actitud tan cortés, que más que el deseo de satisfacer una curiosidad parecían darnos la bienvenida, y algunos, al pasar junto a ellos, extendían ligeramente los brazos, gesto que era su saludo habitual. La Residencia de Extranjeros, clara y espaciosa, era un edificio construido de ladrillo de un color más amoratado que los nuestros, con hermosas ventanas, unas con cristales y otras con una especie de cambray aceitoso. Primeramente, nuestro guía nos condujo a un espléndido salón en lo alto de las escaleras y después nos preguntó cuántos éramos y cuántos los enfermos. Le dijimos que en total (incluyendo los dolientes) éramos cincuenta y uno, entre los cuales diecisiete estaban enfermos. Él, entonces, nos rogó que tuviéramos un poco de paciencia y esperáramos allí hasta que volviera, lo cual hizo alrededor de una hora más tarde y entonces nos condujo a ver las cámaras preparadas para nosotros en número de diecinueve. Habían decidido (al parecer) alojar independientemente, en las cuatro mejores habitaciones, a cuatro de los principales hombres de nuestra compañía, destinando quince cámaras para el resto de nosotros, dos en cada una de ellas. Las cámaras eran alegres y convenientemente amuebladas. Después, nuestro guía nos condujo a una extensa galería en la que nos mostró, todo a lo largo de uno de los lados (pues el otro no era sino un gran ventanal), diecisiete celdas muy limpias, con divisiones de madera de cedro. Esta galería, que contenía en total cuarenta celdas (muchas más de las que necesitábamos) estaba destinada a enfermería.
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Y según nos dijo nuestro acompañante, cuando alguno de nuestros enfermos mejorara, se le trasladaría de su celda a una cámara y con este objeto se reservaban diez cámaras además de las que hemos hablado. Hecho esto nos volvieron a conducir al salón y levantando un poco el bastón (como hacen cuando dan alguna orden) nos dijo así nuestro guía: “Habéis de saber que la costumbre establecida en este país exige que, después de hoy y mañana (plazo que os damos para trasladar vuestra gente del barco a tierra), permanezcáis durante tres días sin salir de la Residencia. Pero esto no debe entristeceros ni humillaros, pues el propósito no es otro que el dejaros descansar tranquilos. No careceréis de nada y tendréis a vuestras órdenes seis de los nuestros encargados de atenderos para cualquier asunto que tengáis que resolver fuera". Le dimos las gracias con todo afecto y respeto, diciéndole: “Dios sin duda mora en esta tierra”. Y también le ofrecimos veinte pistoletes, pero él sonrió y no dijo sino: “¿Qué, doble paga?" Y con esto nos dejó. Poco después nos sirvieron la cena compuesta de exquisitas viandas, así de carne como de pan, infinitamente mejor que el régimen alimenticio de cualquiera de los colegios que yo había conocido en Europa. También nos dieron tres clases de ...

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