Vivir para Cristo Eucaristía
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Vivir para Cristo Eucaristía

José Rivera Ramírez

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Vivir para Cristo Eucaristía

José Rivera Ramírez

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Vivir para Cristo Eucaristía recoge unas charlas o meditaciones sobre el Ordinario de la Misa del venerable José Rivera Ramírez a un grupo de seminaristas en el Curso de Espiritualidad del curso1986-1987.Como comenta en el prólogo José Luis Pérez de la Roza, José Rivera vive de forma muy personal la Misa porque "la realidad principal de la liturgia es la presencia activa y amorosa de las personas divinas, que obran en el cristiano la santificación y la salvación". En los textos recogidos en este volumen se recorren los textos del ordinario de la Misa, invitando a su reflexión e interiorización, para que nuestro corazón acompañe a nuestros labios en la liturgia cotidiana.Además de numerosas grabaciones de sus predicaciones, José Rivera Ramírez nos ha dejado no pocos escritos. Unos elaborados con el objetivo de ser publicados, principalmente en compañía de José María Iraburu, como los Cuadernos de Espiritualidad, que luego se convirtieron en sucesivas ediciones de Espiritualidad Católica. A estos trabajos, que pudiéramos llamar públicos, hay que sumar los escritos personales que se recopilaron tras su muerte, que hoy se distinguen entre Diarios, Cartas y Cuadernos de Estudio.La Fundación José Rivera promueve la difusión de sus escritos y el conocimiento de su vida y testimonio.Con este título, Ediciones Trébedes continúa la publicación sistemática de textos extraídos de sus predicaciones, iniciada con los volumenes El hechizo de la misericordia y La urgencia de ser santos.

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Information

Year
2020
ISBN
9788412049794
III.- LITURGIA EUCARÍSTICA
OFERTORIO
Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos: él será para nosotros pan de vida. Bendito seas por siempre, Señor. Y luego se repite prácticamente lo mismo —con la variación necesaria por la materia— con el vino.
La bendición a Dios. Dios nos bendice y por ello nosotros bendecimos a Dios. Decir que «Dios nos bendice» significa que Dios está actuando sobre nosotros. La Palabra de Dios —en suma— es cualquier actuación de Dios sobre nosotros; y la Palabra de Dios es siempre eficaz. «Bendecirme Dios» significa que Dios me da algún bien, me mantiene creado en gracia santificante; y después continúa aumentándome la gracia. Todo esto significa que «Dios nos bendice».
Como Dios nos bendice suscita en nosotros la vida que es el fruto de su bendición; y, entonces, lo primero —lo primero no es que sea siempre cronológicamente así— que tiene que salirnos es el reconocimiento de Dios; y al salirnos el reconocimiento de Dios, los actos, sean palabras externas o no lo sean, son bendición de Dios. La diferencia radical es que la bendición de Dios es eficaz y la nuestra podría no servir para nada. Pero la bendición nuestra que brota de la bendición de Dios sí que sirve, porque como no es más que la acción de Dios actuando en nosotros, nuestra actuación tiene también este valor sobrenatural, este valor divino. Por tanto, el Espíritu Santo sigue actuando en nosotros. Entonces, nuestra bendición de Dios ¿a quién le beneficia? Pues a él no, desde luego, pero a nosotros sí. Cuando yo bendigo a Dios es porque Dios continua bendiciéndome a mí, y, entonces, mi bendición a Dios me sirve a mí. Fijaos que esto pasa incluso en una predicación.
Cuando estamos predicando —no solo en el sentido último de la palabra (en una homilía), sino que estamos hablando en una conversación cualquiera—, si estamos hablando movidos por el Espíritu Santo, no sabemos en cada caso lo que va a pasar con el que nos oye. Pero lo que sí sabemos es que, como estamos bendiciendo a Dios porque estamos hablando bien de Dios —si no, no estamos predicando—, necesariamente estamos santificándonos. Por eso, el fruto ineludible de toda predicación, de un individuo que realmente predica, es que se santifica él. Luego se producirá mucho, poco o regular en los demás. Que se producirá mucho es evidente si hay predicación de verdad. Ahora, si precisamente se va a producir mucho en el individuo a quien me estoy dirigiendo —sobre todo personalmente—, es algo que no sé yo, porque el otro puede resistirse. De lo contrario todo el mundo se convertiría siempre. Pero el que no tiene nunca por qué no sacar fruto es uno mismo.
Esto es importante por una razón. Primero, porque como uno va experimentando que él se santifica, va tomando un amor a la tarea pastoral. No se desanimará jamás, porque siempre pensará que en el peor de los casos —puesto que yo me estoy santificando— esto es ya útil; no se desilusionará nunca de su actividad pastoral. Pero, en segundo lugar, como es imposible que me santifique yo sin que esto redunde en el cuerpo místico, la predicación también es siempre útil. Aunque puede que durante un cierto tiempo esté yo predicando a personas en las cuales no vea fruto ninguno —lo que no quiere decir que no se esté dando fruto ya—. Pero que no vea fruto ninguno o que no tenga la experiencia de que he predicado a personas no quiere decir nada. Pienso en la predicación de Cristo mismo, pues acaban crucificándolo. Respecto de que no diera fruto: se convirtieron muchos de los que le crucificaron. Igual no sabemos si se convirtieron los mismos Anás y Caifás y toda esa gente. Pero, por lo menos estoy dándome cuenta, estoy teniendo experiencia del valor de la predicación. Y esta experiencia en mi santificación la puedo tener enseguida. Ya hemos hablado muchas veces de lo que tira la experiencia; es lo que nos hace actuar.
Después recalcamos respecto de esta bendición que Dios es el Señor. Y no voy a dar una meditación tras cada palabra, pues, si no, no acabamos. Pero daos cuenta de que, si cogéis la encíclica Quas primas y veis la palabra «Rey» aplicada a Jesucristo y la diferencia de lo que es un rey y lo que es Jesucristo Rey, igual nos pasará con la palabra «Señor». Aquí llamamos «señor» a cualquiera. Preguntamos: «¿Está el señor tal?» Y es el portero de la casa y nada más. En cambio, cuando decimos que Dios es el Señor, estamos metiendo —esto ya lo he dicho varias veces— las palabras que respecto de nosotros son hiperbólicas, respecto de Dios. Se quedan todas siempre por debajo, ¡pero infinitamente por debajo de la realidad! Simplemente no podemos decir más. Por eso está la teología apofática, empezando por el Pseudo Dionisio. Se usan palabras distintas: Dios es superesencia, Dios es superpoder —eso ahora suena un poco a gasolina, no sé si suena muy bien—. Que procuremos meditar lo que decimos y darnos cuenta de verdad de lo que decimos. Si nos diéramos cuenta de verdad de que Dios es el Señor, y que además a este Señor le estamos llamando Padre en la misma Misa, al cabo de unas cuantas misas, es imposible que hubiera la menor perturbación psicológica —salvo enfermedades biológicas fuertes—.
Y recalcamos todavía: Dios del universo. Lo cual tiene además un sentido: no estamos ofreciendo la Misa a Dios porque es mi Padre, sino que estamos ofreciendo la Misa a Dios precisamente en cuanto que es Dios. En cuanto que el Padre es el Dios de todo, es el Señor de todo. Estamos ofreciendo la Misa por el mundo entero.
Pero es que después viene otra cosa también importante. Ofrecemos el pan y luego ofrecemos el vino. Conviene echar una mirada de vez en cuando a la cantidad de elementos. Fijaos en que al ofrecer el pan, por lo menos tenemos el pan. El pan supone una enormidad de una multiplicidad de elementos y de realizaciones naturales. Supone trabajo, semilla, vegetación, el trabajo de cosecha, después industria humana —tal como se realizan ahora las cosas—, fábricas de harina, trabajo de individuos: alguien ha hecho el pan, después alguien lo ha traído, alguien lo ha distribuido..., en fin, estamos cogiendo la naturaleza entera. Dios es el Señor del universo y, por eso, el pan y el vino están representando el universo entero.
Por lo demás, en la celebración normal, el pan lo levantamos en una patena que también es metal, es un instrumento material; y lo levantamos en un altar —esto entra dentro de los signos materiales y en las acciones, no en las palabras—. Pero daos cuenta de cómo realmente en la Misa se está haciendo presente el universo. Incluso material; se está haciendo presente de verdad el trabajo humano. Y además lo recalcamos por separado: Fruto de la tierra y del trabajo del hombre. Ahora el pan, la tierra es de Dios, el trabajo del hombre es de Dios, pero todo lo recibimos de tu generosidad. Nosotros podemos ofrecer —recordad lo que digo siempre de la espiritualidad del ofrecimiento—. Decimos: «Voy a ofrecer a Dios mis obras». No puedo ofrecer a Dios nada, más que cuando me doy cuenta de que es Dios quien me lo da. Que recibimos de tu generosidad. La generosidad: Fijaos en que la palabra «generosidad», actualmente la usamos para significar simplemente liberalidad. «Generosidad» viene de género, significa que es de buen género, que Dios tiene un género distinto, tiene un género divino, es el género máximo —el género aquí no es un sentido más derivado: el género humano, sino el modo de ser máximo—; y obra según él.
Y nosotros ¿qué es lo que hacemos? Presentarlo. Lo presentamos naturalmente movidos por Dios mismo, porque hemos empezado En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Y entonces cuando nosotros se lo presentamos, procediendo de él, movidos por él, es Dios quien está actuando. Él lo va a convertir en pan de vida. Ya estamos aquí entendiendo lo que queremos decir. Porque pan de vida, pan vivificante ya lo es en el sentido natural, el pan ya vivifica, ya da vida al hombre, es un alimento. Estamos pensando ya teológicamente en la Eucaristía, porque si no, no diríamos será para nosotros pan de vida; más bien diríamos: «vamos a comerlo», y ya está. Tomamos conciencia —ya desde el «Ofertorio» recalcada— de en qué va a consistir la celebración eucarística, que es en la consagración y en la comunión. La consagración: porque se va a convertir en pan de vida y la comunión: porque va a serlo para nosotros. Si no comulgáramos —aunque no sea la manera última que llamamos comunión— no sería para nosotros pan de vida. Recordemos lo de siempre, que todas estas actitudes tenemos que irlas viviendo. No me parece tan difícil que ante cualquier actividad nuestra —lo que digo siempre de ver el sentido de las cosas que hacemos— nos demos cuenta de la cantidad de cosas materiales que se integran en un estudio, por ejemplo.
Pues imaginaos, en un estudio, la cantidad de trabajo humano que ha habido, la cantidad de progreso para que tengamos un libro impreso ahora delante; imaginad la cantidad de ejercicio humano y de materiales que se han usado a lo largo de siglos y siglos. Todo esto es una acción de Dios. Es un don de Dios que cuando me pongo a estudiar, se lo presento movido por Dios y Dios me lo transforma en palabra de vida, no en pan de vida. Sobre todo, por supuesto, si estamos estudiando teología; pero, aunque no estudiemos teología, todo tiene que servir precisamente para vivificar, porque tiene que proceder no solo del amor de Dios —que de ahí ya procede—, sino del amor de Dios recibido por mí, que me transforma a mí, me consagra a mí y es para mí una palabra de vida, porque me aumenta la caridad, me vivifica y me limpia, es decir, me aumenta la vida y me quita las dificultades para que la vida funcione, me quita las enfermedades, los anquilosamientos
Habíamos hablado en el «Ofertorio» de la presentación del pan. Después, como sabéis, se vierte vino en el cáliz y se añade un poco de agua, diciendo en secreto: Por el misterio de esta agua y este vino, haznos partícipes de la divinidad de quien se ha dignado participar de nuestra humanidad21.
Dos observaciones nada más. La primera es esta palabra «misterio» que ya había salido al comenzar: Antes de celebrar estos sagrados misterios. Hay que hacerse conscientes de que al comenzar una celebración eucarística lo que estamos viviendo continuamente es un misterio, no solo en el sentido en el que se habla —por ejemplo, en teología dogmática, al distinguir estos misterios, digo «no solo» porque también es misterio en ese aspecto, donde la razón no llega—, sino simplemente una realización sacramental que es el sentido que tiene, que es misteriosa, es divina. Esta conciencia, por consiguiente, quiere decir que, aunque estamos, por ejemplo, ahora mismo reflexionando un poco sobre ello, sin embargo, no vamos a poder penetrar, no vamos a poder llegar a una comprensión de lo que hacemos, sino que es al revés, lo que estamos haciendo nos comprende a nosotros. ¿Por qué? Porque lo que estamos haciendo es dejar que Cristo actúe y la actuación de Jesucristo sí que nos comprende. Como dice San Pablo: «llegar a comprender a Cristo», mejor aún, a ser comprendido por él. Pues si vamos con esta conciencia, con esta actitud a celebrar la Misa, esto habría que extenderlo a cualquier acción sacramental y en último término a cualquier oración o a cualquier cosa que hagamos, porque si lo hacemos en cristiano estamos siempre viviendo en el misterio.
Toda la acción nuestra deberá entrar —lo vamos a decir enseguida— en este sacrificio que es misterio, en la realización de la obra de Cristo; y esto es lo que es el misterio precisamente22.
Y la segunda observación no hay más que recordarla, porque la acabamos de señalar: […], haznos partícipes de la divinidad de quien se ha dignado participar de nuestra humanidad. Es lo que hemos estado comentando sobre participar de la naturaleza divina. La realidad de que nosotros somos asumidos a una participación de la vida divina y que por la gracia santificante quedamos realmente divinizados.
Con el mismo realismo con que tenemos que entender que el Hijo de Dios, persona divina, es hijo de hombre —posee una naturaleza humana—, nosotros —hijos de hombre, es decir, que tenemos naturaleza humana de nacimiento— somos asumidos a ser hijos de Dios. No, claro está, a ser el Hijo de Dios, pero sí a ser hijos de Dios con todas estas consecuencias que decía.
Entonces, las cosas sobrenaturales ya son connaturales a nosotros, porque tan natural es a mí la naturaleza que tengo porque soy un ser humano, como la gracia que se me da sobrenaturalmente, puesto que, de hecho, Dios me la da, me la quiere dar, ...

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