Los días luminosos
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Los días luminosos

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En un pueblo del sur de Alemania, tres chiquillos disfrutan de la amistad y de los días luminosos intentando dejar atrás su historia familiar, marcada por el dolor y la pérdida. Veinte años más tarde, convertidos ya en estudiantes universitarios, deciden viajar juntos a Roma, donde su vínculo se ve sometido a las duras pruebas del amor, la traición y la culpabilidad. Con su habitual lenguaje depurado, Zsuzsa Bánk muestra en "Los días luminosos" la posibilidad de redención que a veces nos conceden los demás, gracias a los cuales logramos salvaguardar la esperanza. Una conmovedora novela sobre la amistad y la traición, el amor y la mentira, los secretos del pasado y los decisivos instantes que pueden cambiar nuestras vidas."Una epopeya en prosa sobre el anhelo".Andreas Isenschmid, Zeit

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Information

UN AÑO

Desde que mi madre vio el bizcocho de Pascua que había preparado Évi, no dejaba de pensar en él, como si fuera una imagen o una cara que no pudiera quitarse de la cabeza, y se lo contó a todo el mundo hasta que, en verano, cuando los frutos de los prados maduraron y el trigo creció, empezaron a llegar encargos a casa de Évi. Antes, Évi no habría podido descifrar el contenido de las hojas, pero ahora las leía entusiasmada en voz alta, como todo lo demás, aunque siempre comenzaran igual: «Distinguida señora Kalócs», «Querida señora Kalócs», «Querida y distinguida señora Kalócs». Las colgaba en la pared, encima de la mesita de las cartas. Eran notas del tamaño de una postal que mi madre había ideado una tarde, sentada en su sofá rojo, para recordarle a Évi los ingredientes que debía comprar los siguientes días. Había cinco líneas igual de largas en las que figuraba la fecha del pedido, la de entrega, el nombre y la dirección del destinatario y el tipo de tarta encargada. Évi aceptó porque no se sentía con derecho a rechazar ninguna propuesta de mi madre, pero se negó a cobrar por mezclar huevos y mantequilla con harina y meterlo en el horno, como ella misma decía. Así, las primeras semanas mi madre le daba el dinero a Aja en monedas y billetes pequeños, que ella separaba en cantidades reducidas y guardaba en el monedero de Évi sin que ésta se diera cuenta. Lo usaba cuando iba de compras con nosotras, que la ayudábamos a transportar las bolsas llenas de chocolate amargo y gelatina, de cerezas maceradas en tarros verdes que repicaban unos contra otros al caminar y una especie de cacao oscuro que sólo vendían en la tienda del café y que le envolvían en pequeños cucuruchos marrones.
Évi dejaba que el aroma impregnara su casa, que aquel verano se convirtió en una pastelería. Salía hacia el jardín a través de la ventana abierta, por encima de la cerca y los tilos, a lo largo de los campos hacia el puente de las amapolas, donde yo ya lo olía cada vez que iba a casa de Aja. Por las tardes, una luz azul penetraba en la cocina, y empecé a creer que emanaba de la tarta que estuviera horneando, como si un pastel en la bandeja del horno pudiera cambiar el color de las paredes, como si aquella luz azul nunca inundara la casa de Évi las tardes de verano. Évi pronto le tomó el gusto, como le tomaba el gusto a muchas cosas porque le costaba menos aceptarlas que rechazarlas, quizá por eso todo parecía natural cuando se ponía el delantal, sacaba la bandeja del horno y la ponía en el suelo para que se enfriara, de modo que durante un rato no podíamos jugar allí. Los encargos que más le gustaban eran los que dejaban en blanco la línea en que se especificaba el tipo de tarta y podía hacer lo que le apeteciera o lo que se le ocurriera paseando bajo los perales, caminando junto a los arbustos y observando qué podía ofrecerle el jardín, qué tipo de fruta podía azucarar, pintar con aguardiente y miel y meter en un molde desmontable. Cuando el horno le hacía pasar calor y sudaba amasando y moldeando, se quitaba el vestido y las medias y se ponía una camisa larga que Zigi había olvidado en otoño y que era demasiado corta para cubrir las venas de sus pantorrillas, que parecían oscurecerse con cada paso que daba de la mesa a los fogones y de la nevera al fregadero, descalza, como si quisiera medir la cocina, como si tuviera que caminar con sus pasos rápidos y ligeros incluso cuando estaba horneando, aunque sólo fuera alrededor de la mesa torcida. Aja nunca se quejaba de la cantidad de fuentes y bandejas desparramadas por toda la casa con nombres escritos con tiza blanca, con las que tropezaba cuando salía de su habitación al levantarse, ni de tomarse el té entre torres de galletas de mantequilla y bizcochos rosados, entre el zserbó y la tarta Dobos de moca y caramelo que Évi había introducido en Kirchblüt. Évi pasaba noches enteras en la cocina. Cuando las primeras luces del alba iluminaban los campos y despertaban a Aja, sacaba la última tarta del horno. Si había que entregarla por la mañana, la tapaba con una rejilla y la dejaba en el primer peldaño junto a la mosquitera para que mi madre pudiera recogerla cuando Évi ya estuviera de camino a la tienda de fotografía.
Mi madre había encontrado en Évi a alguien de quien quería cuidar. Quizá había empezado a identificar la suerte de ésta con la suya propia y a pensar que, si Évi tenía éxito, ella también lo tendría. Consideraba que los éxitos de Évi le pertenecían en parte y, cuando quería saborearlos, sólo tenía que subir al coche, tomar la amplia avenida flanqueada de castaños que salía de Kirchblüt y girar allí donde el camino de tierra empezaba a serpentear y se llenaba de grandes charcos en los que se reflejaba el cielo si llevaba días lloviendo. Conducía hasta la casa de Évi aunque dispusiera de poco tiempo y tuviera que escabullirse de su despacho, donde varias veces al día establecía qué trayectos recorrería un camión y a qué hora un barco debía cargar la mercancía para llegar a mar abierto y navegar hacia el sur o el norte hasta alcanzar un puerto que aparecía como un pequeño círculo negro en su mapa. Le bastaba con volverse hacia el mapa, deslizar los dedos sobre las líneas y clavar un alfiler de cabeza roja en el punto donde tenía que llegar la carga. Mientras estábamos sentados en nuestros tilos, mi madre aparcaba enfrente de casa de Évi, dejaba el motor del coche en marcha y la puerta abierta, nos saludaba con la mano, desde la cerca le decía un par de cosas a Évi y, tras haberlas agitado en el aire, le pasaba tres o cuatro hojas nuevas en las que, junto al tipo de tarta, a veces se indicaba de qué color debía ser el glaseado del nombre. Se movía rápida y diligentemente, como si no pudiera esperar hasta la tarde o el día siguiente, a diferencia de Évi, que caminaba despacio hacia su casa sobre las losas sueltas y los peldaños, leía los encargos despacio junto a la ventana abierta de la cocina, lo bastante alto para que la oyéramos desde nuestros tilos, espolvoreaba azúcar grueso con ambas manos, lentamente, sobre una trenza de levadura o añadía una pizca de sal al merengue, como si nunca hubiera hecho otra cosa. Jamás llegó a utilizar la báscula de cocina que le había llevado mi madre. Del mismo modo que no necesitaba la cinta métrica para coser, tampoco usaba la báscula para cocinar porque medía las cantidades a ojo, el cacao, la harina y la mantequilla; ni calculaba el tiempo con un reloj, le bastaba con abrir la puerta del horno y comprobar el color de la tarta y hasta dónde había subido para saber si ya podía sacarla y ponerla a enfriar. Cuando se quedaba sin espacio en la cocina, arrimaba la mesa del jardín a la ventana abierta y colocaba encima las bandejas y las fuentes de las tartas. A veces, olvidándose de las tartas que estaban en el jardín, iba a la ciudad a comprar papel de horno o bolitas de azúcar de colores, y no parecía importarle si un chaparrón las reblandecía durante su ausencia. Simplemente, volvía a empezar y preparaba la misma tarta por segunda vez.
Para que Évi no tuviera que clavar más clavos en la pared, mi madre le proporcionó un listón de madera oscura con unos ganchos puntiagudos donde colgar las hojas. Lo encontró en una tienda que vendía material para restaurantes, situada en una de las amplias calles que salían de Kirchblüt hacia el río Neckar. Cuando Évi vio a mi madre con el listón frente a la puerta de cristal, detrás de las tiras de plástico de colores que en verano mantenían las moscas a raya, negó con la cabeza y alzó las manos al cielo, pero mi madre le dijo que no le había costado nada, así que Évi aceptó instalarlo con la ayuda del nivel de albañil que Zigi le había llevado una vez y que aún estaba sin estrenar. Nosotros las observábamos atentamente desde la ventana y, poniéndonos las manos junto a la boca a modo de bocina, gritábamos: «¡Hacia arriba, un poco más abajo, a la izquierda, no, a la derecha!». Évi reunió todas las hojas de encargos que tenía: las recogió del suelo, las sacó de los bolsillos de la chaqueta y el delantal, de los cajones, los marcos de las ventanas, donde también las sujetaba, y los cables, donde las colgaba con pinzas para la ropa, y las clavó en los ganchos puntiagudos. Luego leyó en voz alta lo que había escrito, las recogió todas y volvió a colgarlas en otro orden. Desde entonces, cuando por las tardes mi madre tocaba el claxon, saludaba con la mano y le traía nuevos encargos, reseguía las hojas con los dedos como solía hacer con las líneas de los mapas al trazar nuevos recorridos para sus barcos y camiones, y a Évi pronto empezó a gustarle aquel listón de madera, a pesar de que rompía el blanco de la estrecha pared de su cocina.
Cuando el horno se quedaba sin gas y tenía que esperar a que le llevaran una bombona nueva, Évi acudía a nuestra casa con la masa cruda y aguardaba frente a la puerta, sin llamar ni gritar, con una bandeja que sujetaba con ambas manos a la altura del pecho y que había portado sin cansarse ni quejarse, cruzando los campos, el puente y dos o tres calles desde la gran plaza. Mi madre metía la bandeja en el horno y, a la mañana siguiente, le llevaba la tarta en coche mientras nosotras preparábamos la cartera del colegio y Évi iba a la tienda de fotografía, abría la puerta y colgaba la campanilla. De vez en cuando, en los negativos que sacaba de los carretes negros, Évi descubría sus tartas o encontraba, en uno de los sobres que llegaban por la mañana en una caja amarilla, una foto en que podía ver cómo los demás habían celebrado cumpleaños y comuniones con sus pasteles y galletas. Cuando en un hogar desconocido, con unos platos desconocidos, alguien comía una de las tartas que ella había horneado, le resultaba más leve recorrer el camino hacia los campos y la puerta descolgada, como si hubiera estado en todas las casas de Kirchblüt, como si hubiera abierto las puertas y entrado en todos los comedores en torno a la gran plaza.
De repente, Évi disponía de dinero. Lo guardaba en billetes pequeños en el cajón, entre cuchillos y tenedores, o en latas con restos de té. Cada mes apartaba algo de lo que cobraba en la tienda, de lo que le daban por las tartas y de la moneda extranjera que Zigi le mandaba en sobres de colores y, cuando creía que tenía suficiente, iba al banco de la gran plaza y lo ingresaba en una cuenta asociada a una brillante libreta ocre, en la que hacía sumar los intereses a finales de año y que consultaba de vez en cuando para comprobar cuánto dinero le quedaba y asegurarse de que correspondiera con la cantidad que recordaba. No tardó en comprarse una plancha de vapor, pero siguió planchando en la mesa de la cocina, sobre una manta y un paño, y siguió utilizando pañuelos de tela, aunque todo el mundo los usaba de papel. Tampoco perdió la costumbre de desplegarlos y doblarlos cuando ya se había sonado, y también mantuvo el rechazo hacia los teléfonos a pesar de que todos los habitantes de Kirchblüt tenían un teléfono gris con un dial. Lo único que empezó a hacer como los demás fue viajar a las montañas del sur. Durante muchos años, cuando llegaban las vacaciones había contemplado los coches que abandonaban nuestra pequeña ciudad por carretera en dirección sur. En la agencia de viajes contigua a la zapatería se decidió a comprar los billetes de autobús o tren para irse de vacaciones con Aja. Aquéllos fueron los veranos en los que Aja celebró su cumpleaños con desconocidos.
Évi se había alejado mucho de aquella mujer que una vez, tiempo atrás, estuvo al lado de Zigi. Ahora poseía algo que la mantenía firme, algo con lo que pagaba las facturas y compras, aunque no llegó a entrar en el círculo de los habitantes de Kirchblüt, aquellos que cada mañana salían de sus casas para sumirse en una rutina a la que Évi sólo creía haberse acercado un poco. Se había distanciado mucho de aquella época en que cosía lentejuelas a los trajes de Zigi, que se desprendían cuando saltaba al vacío o daba volteretas en el aire, esas perlas negras que decoraban el cuello ancho de su camisa y su cinturón, y la cintura y los dobladillos de sus pantalones. Évi las cosía de modo que señalaran como flechas hacia las articulaciones de Zigi, hacia sus pequeños pies y manos, como si tuvieran que mostrar todo lo que era capaz de hacer. Évi nos contaba estas cosas a petición de Aja, cuando abría la ventana de la cocina para dejar salir el aire caliente del horno y Karl y yo nos sentábamos en el alféizar, y nos parecían muy lejanas, aunque Évi nos las acercara un poco cada vez que nos hablaba de ellas. Antes, Évi cosía en su carromato de circo, en una mesa que se plegaba hacia arriba y donde cabían justo dos platos y dos vasos, para ella y para Zigi, junto a un fogón y a un lavabo que llenaba por las mañanas y por las noches con el agua de un bidón. Si Zigi apoyaba las manos en el suelo y se abría completamente de piernas tocaba las paredes con los pies y, cuando tenían visitas, apenas había sitio donde tocar el acordeón. Los amigos se quedaban ante la puerta abierta, en los tres peldaños metálicos que Zigi retiraba y guardaba dentro del carromato cuando abandonaban un lugar y se dirigían hacia el siguiente, donde pronto olvidaban aquel en el que habían estado el día anterior. Todos los lugares parecían iguales: un amplio descampado de tierra plana sin árboles, delimitado por un campo o una pradera y que nadie parecía utilizar excepto el circo, que instalaba allí sus carromatos, con vistas a las afueras de una ciudad y al entramado de estrechas carreteras que se alejaban de ella.
Zigi y Évi vivían en un carromato amarillo en cuyo lateral había pintadas cuatro letras de una larga palabra y estaba ubicado entre los demás, de tal modo que podía leerse el nombre completo del circo desde el primer carromato pasando por el siguiente, y así sucesivamente, hasta que todas las letras se unían en un círculo de carromatos de colores con ventanucos que se abrían hacia fuera y se sujetaban con unas varillas donde también se tendía la ropa, aunque en los días fríos tardara mucho en secarse y se mojara de nuevo si llovía de noche. Cuando Zigi se columpiaba en el trapecio, cuando cogía de una cuerda un papelito con creta para restregarlo entre las manos y dejar caer el polvo blanco, cuando saltaba por los aires de un trapecio al otro, cuando sólo se sujetaba con los pies y seguía columpiándose boca abajo, cuando se dejaba caer, aterrizaba de pie entre el serrín y hacía una solemne reverencia con las manos cruzadas en el pecho y la cara entre las rodillas, los espectadores de todas las filas se levantaban y gritaban como si no quisieran que se fuera. Luego se retiraba saltando hacia atrás con sus ágiles pasos y desaparecía detrás de la cortina roja respirando rápida y superficialmente; allí tomaba las manos de Évi y se las estrechaba, como si quisiera darle fuerzas antes de que ella saliera con su traje azul marino y sus flexibles zapatillas azules, que por las noches nunca dejaba en el vestuario de la carpa, sino a los pies de su cama, porque quería tenerlas a su lado, porque creía que las zapatillas que la soportaban y sostenían no tenían que pasar la noche en la carpa, pues también necesitaban descansar en un lugar cómodo para llevarla y aguantarla a la tarde siguiente. Évi nos contaba que Zigi nunca se había olvidado de hacerlo, que nunca había pasado por su lado sin estrecharle las manos entre las suyas por un instante, como si pudiera transmitirle algo que ella necesitaría durante los siguientes minutos y, al mismo tiempo, quisiera asegurarse de que no le pasaría nada. Una vez, Zigi nos contó que Évi no necesitaba la cuerda floja, porque la olvidaba en cuanto subía la escalera y daba los primeros pasos. La cuerda estaba tensada a la altura de los ojos de los espectadores para que sólo vieran las piernas de Évi mientras adelantaba un pie, la pisaba y avanzaba un poco. Podrían haberla cortado, aseguró Zigi, y aquélla fue una de las historias que creímos de inmediato; incluso más tarde, cuando las otras historias empezaran a tambalearse y desmoronarse, seguiríamos creyendo en ésa. Según Zigi, Évi habría seguido bailando en el aire, muy por encima del suelo elástico al que nunca caía, con un pequeño paraguas en la mano que tampoco necesitaba y que sujetaba con la misma facilidad con que pisaba la cuerda. Cuando plegaba el paraguas y lo arrojaba al público, del techo de la carpa bajaba una cuerda con un gancho que Évi se prendía a la espalda gracias a un corchete cosido a su traje. Luego sus pies se alzaban y empezaba a sobrevolar el público, describiendo amplios círculos en su ascenso, con la cabeza hacia atrás, la espalda arqueada y los brazos abiertos como si volara de verdad. A continuación, se ponía de pie sobre otra cuerda tendida en lo más alto de la carpa y, cuando parecía a punto de saludar con una reverencia, se lanzaba al vacío de cabeza. En las gradas se hacía el silencio y el público contenía la respiración mientras la de Évi se aceleraba. Cuando volvía a agarrarse a la cuerda que estaba a media altura, justo antes de llegar al suelo, sujetándose con ambos pies y una mano, la gente se levantaba de un salto como liberada de un susto, y todo el mundo aplaudía. Évi entonces acababa de deslizarse despacio hacia abajo, se quitaba el gancho de la espalda, aterrizaba en el suelo con una última pirueta y, bajo una avalancha de gritos, silbidos y fuertes aplausos, se retiraba tras la cortina, donde Zigi le cubría los hombros con una toalla para que no se resfriara con el sudor. Una vez nos dijo que Évi abandonaba la pista tan deprisa como un banco de peces que cambiaba de rumbo con un movimiento veloz. Cada vez que metía los pies en un río y disipaba un banco de peces, Zigi pensaba en Évi y en cómo desaparecía tras la cortina.
Aja no conservaba ningún recuerdo de aquellos tiempos, no conseguía evocar ninguna de las escenas que le contaban a pesar de que, según decía Évi, cuando Aja no estaba durmiendo parecía observarlo todo, verlo todo desde la tela que durante los ensayos tendían entre dos postes cruzados a fin de que Aja no se cayera, y todo el mundo que pasaba le daba un empujoncito para mecerla. Si estaba despierta, seguía con la vista a Zigi y a Évi, que caminaban sobre cables metálicos y saltaban al vacío junto a artistas en monociclo cogidos de la mano que rodeaban a Aja y a una acróbata que arqueaba la espalda hacia atrás, pegaba la cabeza a los talones y se agarraba los tobillos. Llevaba un traje de libélula con alas transparentes y una capucha negra que acababa en punta entre las cejas. No sólo recibía el nombre de Libélula por su traje, sino por sus movimientos trémulos y convulsos. Pasaban muchas horas a diario en la gran carpa, en aquel ambiente que a Évi le cortaba la respiración cada vez que entraba y oía retumbar el clamor de la última función. Sus ojos pronto se acostumbraban a la oscuridad tras la gruesa lona y, cuando salía a la luz del día durante los descansos, parpadeando, caminaba ingrávida por el serrín que cubría el suelo, cogía una silla plegable y se sentaba delante de su carromato, donde Zigi procuraba estar lo bastante lejos de Libélula mientras todos los demás fingían ignorar las miradas que ésta lanzaba. Si hacía demasiado calor al sol, desplegaban un gran toldo encima de ellos, y cuando levantaban los pies y apoyaban la cabeza en el respaldo ya no parecían en absoluto artistas que se columpiaban en un trapecio y se lanzaban de cabeza desde lo más alto de la carpa.
Évi creía haber encontrado un lugar donde dormir tranquila, sin nada que la asustara de noche y la amenazara de día. Saltaba por los aires con una ligereza que había creído perdida, volvía a pisar la cuerda floja como si su cuerpo fuera ingrávido, como si fuera capaz de desafiar todas las leyes de la fuerza y el movimiento, y por las noches, una vez metidos los platos en el fregadero y plegada la mesa, dormía sin soñar al lado de Zigi, en la estrecha cama a los pies de la cual dejaba sus zapatillas azules para que pasaran la noche en un lugar cómodo. Creía haber encontrado ese lugar hasta que Libélula acercó su silla a la de Zigi y atravesó una barrera que Évi había levantado para ella justo después de haberla conocido. Cuando una noche, muy tarde, Évi vio sus trémulas y revoloteantes alas transparentes frente a la ventana entreabierta y Zigi no volvió a su lado hasta primera hora de la mañana, sacó las maletas y empezó llenarlas con la ropa que guardaba en los pocos armarios del carromato. No tenía prisa, le sobraba tiempo, nada la empujaba a correr hacia un nuevo lugar porque, de todos modos, no sabía adónde ir, y cuando Zigi la vio, también recogió sus escasas pertenencias y las metió en la maleta negra con la que más adelante viajaría a Kirchblüt año tras año. Una mañana de verano, que dejó la lluvia suficiente para embarrar los caminos, abandonaron el carromato y el campamento tras dar unos cuantos abrazos, sin volverse a mirar a los amigos con quienes habían compartido la velada anterior en los peldaños frente a la puerta, y sin mirar tampoco a Libélula, que había replegado sus alas entre las sillas y las mantenía frente al cuerpo a modo de escudo. Zigi llevaba a Aja en la espalda, en un pañuelo atado al pecho, y los tres salieron directos por la gran puerta que el circo montaba cada vez que acampaban y que ni siquiera rodeaban con una cerca, la puerta que franqueaba el público que acudía a la función cada tarde y cada noche. Bajaron la calle a paso ligero, dando la espalda a las últimas casas de la ciudad y ahuyentando la idea de que, esa tarde, la gente preguntaría por qué no había nadie que se columpiara boca abajo en el trapecio ni nadie que volara en grandes círculos en lo más alto de la carpa colgando de una cuerda.
Al principio, cuando ya no podían seguir caminando y decidían que por aquel día era suficiente, porque incluso Aja resultaba pesada sobre la espalda de Zigi, por las noches dormían bajo los árboles en los márgenes de los campos, alejados de los caminos principales. Fue un verano muy largo, con días claros y noches cortas, y también lo fue el otoño, que llegó más tarde que de costumbre, los respetó y sólo algún día los sorprendió con un chaparrón que los obligó a recoger sus cosas a toda prisa y buscar un lugar donde resguardarse. A veces encontraban un pajar grande, una choza o una pérgola donde pernoctar. Cuando por la mañana cerraban la puerta tras ellos y se marchaban, lo dejaban todo como lo habían encontrado. Aunque Zigi aseguraba que en ningún lugar se dormía mejor que al aire libre y que nada lo guiaba con más seguridad que el lucero vespertino, en una pequeña papelería compró un libro de mapas, pues quería tener una idea de adónde se dirigían, aunque fuera incapaz de recordar nombres como Maikammer o Marienbude, que no le decían nada. Évi le quitó el libro de mapas, lo lanzó hacia arriba y lo recogió como se había abierto, cerró los ojos y resiguió las dos páginas con el dedo hasta detenerse en el lugar a donde se dirigirían si les gustaba su nombre, y eso hicieron partir de entonces: tan pronto como encontraban un camino en el mapa, tan pronto como Zigi se ataba a Aja a la espalda con un pañuelo y cogía la maleta, cambiaban de sitio. Así lo hicieron durante un año entero, al que nosotros, de niños, llamaríamos «el Año de la Excursión». Más adelante, le dejaban los mapas a Aja, que se metía las esquinas en la boca y arrancaba las hojas, pero cuando señalaba con la manita un punto rojo o negro Évi y Zigi ya sabían desde dónde les mandarían una postal a sus amigos. Zigi les escribiría dos frases en clave y Évi firmaría con su nombre, como si quisieran plantearles un acertijo, como si fuera un juego en el que tuvieran que adivinar el nombre de la ciudad.
Con cada día que pasaba pensaban menos en Libélula, y recuperaron la paz que Évi recordaba haber sentido por última vez en la estrecha cama de su carromato amarillo. Al mediodía, si encontraban una plaza que les parecía bastante grande y concurrida, abrían la maleta y dejaban a Aja encima de la ropa. Zigi tendía una cuerda entre dos postes o árboles y, aunque por lo general se necesitaban tres hombres que la tensaran para que no cediera bajo los pies de Évi, Zigi conseguía hacerlo solo. A continuación, levantaba a Évi, que subía apoyándose en sus hombros y hacía equilibrios sobre la cuerda con un paraguas en la mano izquierda que pronto regaló porque estaba harta de arrastrarlo de ciudad en ciudad. Se lo dio a una niña que no le ...

Table of contents

  1. La niña de circo
  2. Nieve
  3. El Verano de Zigi
  4. Karl, por primera vez
  5. Leer
  6. Hermanos
  7. Pascua
  8. Un año
  9. Padres
  10. Casas
  11. La orilla del Neckar
  12. Patinaje artístico
  13. Confesiones a Jakob
  14. El sur
  15. Entre rocas
  16. Kirchblüt
  17. La ciudad de las mentiras
  18. Libélula
  19. El día más caluroso del año
  20. Vuelta a casa
  21. A este lado del océano
  22. Madres
  23. Otoño
  24. ©