PRIMER AFLUENTE
Acaba de iniciar el verano. Los cerezos costean las carreteras checas, repletos de frutos, lunares de fuego en el paisaje verde esperanza. Gustavo le ha comentado a su padre el ejemplo a seguir del socialismo: poner los árboles frutales bordeando los caminos para que los cerezos y manzanos no solo adornen cuando estallan en flor de primavera, sino para ofrecer sus frutos al caminante. Sufre una decepción cuando su padre le aclara que cortar esas cerezas y manzanas de los caminos está penado por la ley, ya que los árboles pertenecen a las cooperativas y nadie debe robar sus propiedades. “Tus ideas sobre el socialismo, hijo mío, no dejan de ser ingenuas.” De cualquier forma, los árboles dejan sus frutos al alcance de la mano del viandante, sin conocer de formulismos ni de leyes. ¡Cuán superior parece ser la naturaleza a la inteligencia humana!, piensa para sí Gustavo, sin replicar a su padre. El verano trae entre sus novedades, a la hermana de Federico. Hace cuatro días llegó al aeropuerto, no para eternizarse, solo con dos maletas tamaño vacaciones sobre sendos carritos aeroportuarios para arrastrar el equipaje, de esos que venden en las tiendas de tax-free. Graciana es dos años mayor que Federico. Rubia, antes natural, hoy rubio pintado para disimular las canas. Elegante, fina, esbelta. Habla con una seguridad que da la impresión de saberlo todo, de tener una opinión definida y largamente pensada sobre cualquier cosa. Ninguna pregunta la toma inadvertida. Siempre halla la respuesta inmediata, fluida, segura.
Esa noche están invitados a la cena en la embajada norteamericana el embajador Palacios y su esposa. Va a comenzar a arreglarse Federico, cuando suena el teléfono, es el embajador de Chile. Federico hace una mueca de desagrado. Desde la muerte de Allende hace ya nueve meses, las relaciones entre México y Chile son tensas. Y aquí en Checoslovaquia se refleja aún más esta tensión, dado que el mismo embajador de Allende aceptó el cambio político y se quedó de representante de Pinochet. Federico considera inmunda su posición y evita todo encuentro con él. Le dice a Cayetana que le diga que no está, y después que vaya a avisarle a la señora que en una hora saldrán hacia la embajada norteamericana. Cayetana obedece, pero Martha se excusa. No se siente bien. Puede ir Graciana en su lugar. ¿Le hará el favor? Federico sabe que ir solo puede ser mayor descortesía que cambiar de pareja, porque le han puesto sobre aviso de que la cena será solo para los cuatro: una cena enteramente privada. Quieren celebrar el segundo aniversario del arribo del embajador Anderson a Checoslovaquia. En realidad, un pretexto para estar juntos y poder charlar. Graciana está deslumbrada con lo que ha visto de Checoslovaquia: Praga y sus alrededores, el castillo de Karlstein, que se comenzó a construir en el siglo XIV, y donde, según se dice, por órdenes del emperador Carlos iv no se permitía la entrada a ninguna mujer; las grutas de Macocha, que pronuncian “Masoja”, y otros castillos y lugares menos conocidos, pero no menos hermosos, además de los sitios clásicos de afluencia turística de la capital checa. Ir a la recepción en la embajada norteamericana la entusiasma. Penetrar en el mundo diplomático no es nuevo para ella, pero sí en esta época de su vida. Estuvo casada con un diplomático y al enviudar se sintió expulsada de ese mundo que había sido suyo. El embajador Palacios ha advertido a la anfitriona del cambio de pareja, y Grace está complacida con la sustitución. Fingir indiferencia por Federico ante la esposa le es más difícil que hacerlo ante la hermana.
Al llegar, saludos convencionales. Puede disfrutarse, desde el salón, el jardín iluminado. Hace calor. Las puertas abiertas a la terraza dan un ligero frescor, suficiente para aliviar el bochorno de la tarde. Al poco rato, los embajadores están enfrascados en una conversación totalmente desconectada de la de las señoras. Grace aprovecha la ocasión para conocer un poco sobre la vida de Federico, de la vida que él ha callado y guardado reservadamente para sí. Grace, con sutileza, ha iniciado el interrogatorio y Graciana, contenta de hablar, porque no hay nada que le satisfaga más que ser escuchada, cuenta pasajes y anécdotas de la vida de su querido hermano, sufrido hermano, valiente hermano, abnegado hermano, inteligente hermano, culto hermano: el dios-hermano.
–Salimos de París por el mes de junio del cuarenta, pocos días antes del funesto martes veinticinco.
–¿Qué ocurrió el martes veinticinco? –Grace toma la copa que le ofrece Lubomir, sabe que no se la terminará porque quiere estar lúcida, pero le servirá de pantalla para aparentar que bebe tranquila, sin que nada le preocupe.
–Fue día de duelo nacional en Francia, al quedar vigente la capitulación de Francia con Alemania. ¿Comprende? Al frente del gobierno francés, vencido, quedó el mariscal Petain, que se trasladó a Vichy. Y con él, todo el cuerpo diplomático. Fue entonces cuando ascendieron a Federico a tercer secretario de la embajada. Interrumpió sus estudios en la Sorbone. Era un chamaco, pero no había muchos diplomáticos que estuvieran dispuestos a permanecer en una Europa en guerra. Él sí, había entrado como canciller a la embajada, mientras simultáneamente escribía como corresponsal de un periódico mexicano para informar desde Francia sobre el desarrollo de los acontecimientos bélicos. Siempre ha sido ambicioso, lo digo en el buen sentido de la palabra, claro, no me malinterprete. La embajada ya no llegó completa a Vichy, en el camino, varios funcionarios decidieron dar por terminada su carrera diplomática. ¿Lo comprende, no? Nos quedamos en Vichy como un año, después, cuando los alemanes decidieron invadir el resto de la Francia libre, Federico quemó los archivos, especialmente los papeles de los republicanos españoles, porque sabía que los nazis podían lanzarse en contra de ellos, ya para entonces era el jefe de la misión. El loco del embajador, que era un exgeneral de Villa, un revolucionario de la División del Norte, habituado a otro tipo de guerras, le había dicho un día con grandes palabras, sonoras palabras: “Federico, aquí tienes tu embajada”, le entregó las llaves y se largó de Francia. Aún se podía tomar un barco en Marsella. Se fue sin pedir permiso a México, ni nada. ¡Y qué razón tuvo! ¿No cree?
El embajador Anderson ha pasado de las trivialidades, al tema que le interesa. Del comentario sobre la sincronizada velocidad con que inundan de banderitas checas y rusas las calles de la ciudad, cada vez que hay un evento que lo amerite, como en la reciente visita de Brezhnev a Praga, a los temas de interés político.
–No, Federico, no hay que ser ingenuos, el movimiento de liberalización de Dubcek no habría terminado en una invasión, si no hubiera sido por el fondo de interés que tiene la Unión Soviética en el uranio que existe abundantemente en las minas checoslovacas.
Es también por el uranio que a tu país le interesaba en el 68 que Checoslovaquia abandonara el bloque socialista y se incorporara al mundo occidental. ¿Verdad?
–Y aunque poco o casi nada se habla en los libros estadísticos sobre el uranio, porque se considera información secreta de seguridad nacional, es este el móvil de muchas de las acciones soviéticas en relación con Checoslovaquia.
Federico sabe que si expresara algunas de sus ideas, su amistad con Arthur se mermaría. Se siente culpable ante el marido ofendido, por saber que esa amistad está fincada en el engaño, por ello prefiere atemperar sus diferencias ideológicas.
–Sin embargo, en una entrevista que tuve con el embajador de la URSS, le pregunté cuándo se retirarían las tropas soviéticas y me respondió con otra pregunta: ¿Cuándo se retirarán de Alemania Occidental, las fuerzas militares de la OTAN?
–¿Lo ves? Me das la razón. El proceso de democratización iniciado por Dubcek no fue el fondo real, sino el pretexto para la realización de una acción largamente acariciada y planificada.
Lubomir se acerca al embajador. Un pino haciendo una reverencia habría tenido su mismo perfil.
–Excellency, Mr. Hamilton is here.
El embajador Anderson hace un gesto de extrañeza. Indica a Lubomir, en inglés, que lo haga pasar.
–¿Qué ocurrirá? No lo esperaba en esta cena.
–¿A quién? –Federico pregunta a sabiendas de que Mr. Hamilton es el consejero político de la embajada. ¿Por qué lo hace? Ni él mismo lo sabe.
–A Peter Hamilton. ¿Lo conoces, no es así?
–Sí, claro.
Entra Peter, saluda a las señoras, que apenas interrumpen su conversación por unos segundos. Arthur da unos pasos para ir a su encuentro, mientras Federico, discretamente intenta acercarse a Grace, ¡qué mejor pretexto que dejar en libertad a Arthur para que su consejero hable con él en privado!, pero Arthur no lo deja.
–Ven, Peter, saluda al embajador Palacios.
Después de los saludos de rigor, Arthur pone cara de embajador e inquiere a su colaborador.
–¿Alguna novedad?
Peter mira al embajador Palacios, después al embajador Anderson. Guarda silencio unos segundos.
–¿Es confidencial?, pregunta el embajador norteamericano.
–No, mañana será el corrillo entre el mundo diplomático y entre el no diplomático también.
–Entonces habla.
–Se trata de un importante exdirigente del Partido, bueno, del movimiento del 68 que…, corre peligro su vida.
Grace los mira lejana, inmersa en el relato de Graciana. Se abanica con un abanico turco que trajo de su viaje por las islas griegas.
–Cuando los alemanes cruzaron la frontera de la Francia libre, para ir a Moulin y a Vichy, nos fuimos a Marsella. Debe haber sido entre 1941 y 1942. La desbandada de la embajada había sido general, lo único que nos quedaba era regresar a México, no había otra cosa que hacer, no había embajada, vivíamos en un hotel, sin contacto con los demás miembros del cuerpo diplomático. Mis tíos se habían quedado en París, pero para entonces ya no había forma de irse. Al no permitirse la salida de los barcos, Federico y todos los diplomáticos que estaban en Marsella buscando la forma de sa...