La muerte de la polilla
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La muerte de la polilla

y otros ensayos

Virginia Woolf, Teresa Arijón

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La muerte de la polilla

y otros ensayos

Virginia Woolf, Teresa Arijón

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Virginia Woolf encontró la clave para que vida y literatura fluyan en la página con pareja intensidad. La materia puede ser una carta a un joven poeta, la memoria personal e histórica del imprevisible Henry James, las primeras mujeres profesionales o el relato desnudo, donde la autora ejecuta una nota de elegancia elegíaca por la muerte de una polilla. En cada caso, Virginia Woolf revela que es sin duda uno de los genios más admirables y amistosos de la literatura universal.La percepción recupera el valor intrínseco de la anécdota; una irreverencia fecunda proporciona desde el vamos el método riguroso e intransferible de la argumentación o el análisis.Recopilado poco después de la muerte de la escritora por el marido, Leonard Woolf, para darle continuidad a la variada sutileza de Un cuarto propio y El lector común, La muerte de la polilla y otros ensayos contiene el fuego indestructible de la autora de Orlando y Las olas, un elemento que cada uno reservará para sí mismo como un obsequio personal.

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Information

Year
2020
ISBN
9789871739257
Subtopic
Clásicos

HENRY JAMES

1. WITHIN THE RIM

SERÍA FÁCIL JUSTIFICAR la sospecha que despertó la aparición de Within the Rim y responsabilizarla al tibio y formal respeto con que seguramente nos hemos acercado al libro. Los ensayos acerca de la guerra con que incluso los escritores más distinguidos contribuyeron a compilaciones y libros con propósitos caritativos ostentan, en su mayor parte, tales huellas de composición descuidada, tal evidencia del genio forzadamente unido al carro de la filantropía, huraño y obstinado bajo el látigo, que nos sentimos inclinados —por el bien del escritor— a no leerlos. Pero no deberíamos haber dicho esto, a menos que intentáramos desdecirnos de inmediato y de plano. El proceso de lectura de estos ensayos fue un proceso de retractación. Es posible que la composición de algunos de ellos haya sido fruto del deber, en el sentido en que la escritura de un capítulo de una novela no es fruto del deber. Pero ese deber no le fue impuesto a Henry James por las persuasiones de un comité o el pedido de sus amigos, sino por un poder mucho más imperioso e irresistible: un poder tan grande y de una significación tan inmensa para él que apenas puede, a pesar de su inmensa capacidad de expresión, decir qué era o todo lo que significaba para él. Era Bélgica, era Francia, era especialmente Inglaterra y la tradición inglesa; era todo lo que siempre le había importado de la civilización; eran la belleza y el arte amenazados por la destrucción, que en su imaginación constituían una figura trágica.
Tal vez en agosto de 1914 no existiera otro hombre de avanzada edad tan calificado como Henry James para sentir imaginativamente todo lo que significaba el estallido de la guerra. Hacía ya muchos años que venía apreciando, con sutileza cada vez mayor, lo que él llama “la rara, la única, la exquisita Inglaterra”: la había disfrutado distintivamente como solo un extranjero acostumbrado a diferentes sonidos y vistas y circunstancias podía disfrutar otros tan diferentes y tan deliciosos en su diferencia. A sabiendas de lo que el país le había dado, sentía hacia él una gratitud más tierna y más escrupulosa, precisamente porque parecía dispensar sus dones ignorando en cierto modo el valor que tenían. Así, cuando llegó la noticia de que Inglaterra estaba en peligro, salió a caminar sin rumbo bajo el sol de agosto, medio abrumado por la enormidad de lo que había ocurrido, calculando su deuda, consciente hasta el extremo de la angustia de hasta qué punto había cifrado su propia felicidad en ella, y analizando continua y agudamente lo que aquello significaba para el mundo y para él. Al principio, como él mismo reconoció, tuvo “un pavor de anciano al derroche de emoción […] mi casa del espíritu en medio de todo lo que me rodeaba se había convertido, cada vez más, en un hogar habitado, familiar y adaptado”; pero sin darse cuenta se descubrió
construyendo anexos y pisos superiores, realizando ampliaciones y proyecciones, permitiéndome incluso, por pura temeridad, aleros, pináculos y almenas… cosas que de hecho transformaron aquel lugar sin pretensiones en algo que no sé cómo llamar; una fortaleza de la fe, un palacio del alma, una extravagante, resuelta, embanderada estructura que tenía tanto que ver con el aire como con la tierra.
En una serie de imágenes que no deben ser sacadas de su contexto, Henry James pinta el estado de su mente, confrontada por los sucesivos aspectos de algo que se le presentaba bajo múltiples y diversas luces de gloria y de tragedia. Su gesto de quien evita la visión de la desgracia, combinado con el irresistible instinto de piedad que lo arrastraba una y otra vez a presenciarla, le recuerda al escritor su renuencia a tomar cierto camino en Rye porque pasaba por las puertas del hospicio y lo obligaba a percatarse de la desesperante fila de indigentes que esperaban ser admitidos. Pero en el caso de los heridos y los fugitivos su humanidad lo forzaba, una y otra vez, a enfrentar la visión, y le traía la recompensa triunfal de descubrir que la belleza que surgía de tales condiciones superaba con creces la miseria: “… su presencia —escribió acerca de los soldados heridos— es una bendita renovación de la fe”.
Un moralista quizás podría objetar que los términos de belleza y fealdad no son adecuados para hablar de una catástrofe tan grande, o que un escritor no debería mostrar una curiosidad tan intensa por los temblores y las vibraciones de su propio espíritu frente a la calamidad universal. Sin embargo, de los libros que describen los horrores de la guerra y convocan nuestra piedad, este relato sumamente personal es el que mejor muestra las dimensiones del todo. No solo —y ni siquiera sobre todo— porque el genio de Henry James nos ha estimulado intelectualmente a analizar los matices y las sutilezas, sino más bien porque por primera y última vez —que nosotros sepamos— alguien ha alcanzado una prominencia lo suficientemente grande para elevarse por sobre la escena y fundamentar su estructura en lo universal. Basta con leer, por ejemplo, la escena de la llegada de los refugiados belgas a Rye en mitad de la noche, que aquí no abreviaremos para no robarle su completitud. Es exactamente la misma escena de siempre sobre un grupo de refugiados que se escabullen en silencio, salvo por el grito de la mujer que lleva en brazos a su hijo, que, en sus mil variantes, miles de plumas han descripto durante los últimos cuatro años. Esos autores han dado lo mejor de sí y, si bien reconocemos su esfuerzo, tenemos la sensación de que no han hecho más que una especie de asedio o ariete contra las emociones que obstinadamente se han negado a rendir sus frutos. El hecho de que todo sea por completo de otro modo en la escena que nos pinta Henry James podría quizás atribuirse a su entrenamiento como novelista. Pero cuando, con su estilo encumbrado, sin disminuir un ápice su estatura y dejando correr majestuosamente la marea de su prosa sobre los obstáculos más peñascosos, nos pide el regalo de un automóvil…, es inevitable sentir que, si todas las causas filantrópicas tuvieran semejantes paladines, nuestros bolsillos estarían vacíos a perpetuidad. No es que nuestras emociones hayan sido arrasadas por los sufrimientos del caso individual. Henry James puede lograr eso en cualquier momento con un efecto bello. Pero lo que hace en este breve libro de menos de ciento veinte páginas es —o al menos eso nos parece— presentar el mejor enunciado del punto de vista más amplio que se haya hecho hasta hoy. Nos hace comprender qué significaba la civilización para él, y qué debería significar para nosotros. Para él era un espíritu que desbordaba las fronteras materiales de los países, pero fue en Francia donde la vio personificada con mayor claridad:
… lo que le ocurre a Francia le ocurre a esa parte nuestra de la que estamos más orgullosos, y que con más sutileza tendemos a aumentar, cultivar y consagrar […]. Francia es una y única en esto, en tanto representa aquellos intereses del hombre que más lo predisponen a fraternizar consigo mismo, a penetrar todas sus posibilidades y probar todas sus facultades, y en consecuencia a encontrar en la tierra —y hacer de ella— una morada más amigable, más fácil y sobre todo más diversa.
Es inevitable exclamar: ¡Si todos nuestros consejeros hubieran hablado con esa voz!
1919

2. EL VIEJO ORDEN

Con este pequeño volumen*, que nos retrotrae al año 1870, se interrumpen las memorias de Henry James. Es más apropiado decir que se interrumpen que afirmar que llegan a su fin, porque si bien somos conscientes de que ya no volveremos a oír su voz, no hay en ellas ninguna señal de agotamiento o de partida; el tono es suntuoso y deliberado, como si el tiempo fuera interminable y la materia infinita; lo que tenemos entre manos no parece sino el preludio de lo que vamos a tener; no parece sino una migaja, como él mismo dice, de un banquete ahora interrumpido para siempre. Alguien que incautamente mencionó alguna vez, en presencia de Henry James, sus obras “completas” recibió la empática afirmación de que nunca jamás, mientras él estuviera vivo, podría hablarse de completitud; su obra solo terminaría con su vida; y parece acorde con ese espíritu hacer una pausa en la lectura al finalizar el párrafo, mientras la próxima gran ola de esa voz maravillosa rompe de lleno en la imaginación.
Todos los grandes escritores tienen, por supuesto, una atmósfera en la que parecen sentirse más a gusto y en su mejor forma; un estado de ánimo de la gran mente general que ellos interpretan y prácticamente descubren; de modo que los leemos por eso, antes que por el relato mismo o por un personaje o una escena de excelencia individual. A nosotros nos parece que Henry James está en su elemento —es decir, que todo favorece lo que hace— cuando se trata de recuerdos. La suave luz que baña el pasado, la belleza que infunde incluso a las figuras menores y más comunes de aquellos tiempos, la sombra en la que pueden discernirse los detalles de todo aquello que la cegadora luz del día achata, la profundidad, la riqueza, la calma, el humor de la escena en su conjunto: todo esto parece haber sido su atmósfera natural y su estado de ánimo más perdurable. Es la atmósfera de todos esos relatos en los que la vieja Europa es el trasfondo de la joven América. James ve mejor a media luz, y ve más lejos. A los norteamericanos, en especial a Henry James y a Hawthorne, les debemos el mayor gozo del pasado de nuestra literatura; no el pasado del romance y la caballería sino el pasado inmediato de la dignidad desaparecida y los estilos pasados de moda. Sus novelas abundan en ellos. Pero por más maravillosas que sean sus novelas, sentimos la tentación de decir que sus memorias lo son todavía más, en tanto son más exactamente Henry James y reflejan con mayor precisión su tono y su gesto. En ellas su benignidad es más cálida, su humor más rico, su solicitud más exquisita, su reconocimiento de la belleza, la sutileza y la humanidad más instantáneo y directo. Cumple su tarea con el indescriptible aire de alguien tan sobrecargado y abrumado por su precioso material que no sabe cómo liberarse de él, dónde encontrar espacio para poner esto y aquello, cómo resistir el llamado de algún otro objeto que brilla allá en el fondo; parece tan atareado, tan cargado de tesoros voluminosos que su destreza para disponer de ellos, su consumado conocimiento acerca de cómo colocar mejor cada fragmento, nos proporcionan el mayor deleite que ha ofrecido la literatura en muchos años. La sola visión basta para que cualquiera que alguna vez haya tomado una pluma en la mano reconsidere su arte a la luz de este ejemplo extraordinario. Y nuestro placer ante la sola visión pronto se sume en la emoción con que reconocemos —de oídas, si no por experiencia— el viejo mundo de la vida londinense que Henry James saca de las sombras y expone con ternura y firmeza ante nuestros ojos, como si ese último obsequio fuera el más perfecto y precioso de los tesoros acumulados en “el perfumado arcón de nuestros recuerdos”.
Después de una ausencia de Europa de aproximadamente nueve años —registrada en Notas de un hijo y hermano—, Henry James llegó a Liverpool el primero de marzo de 1869 y se encontró “ante una oportunidad que me pareció, allí y entonces, la más dichosa, la más interesante, la más cautivadora y fascinante que podría habérsele presentado a un joven en cierto modo incapacitado que estaba por cumplir veintiséis años”. Siguió viaje a Londres y se alojó con un “amable y delgado célibe”, un tal señor Lazarus Fox —todos los detalles le son caros— que alquilaba sectores de su casa en Half Moon Street a caballeros. La Londres de aquellos días, que Henry James procedió a escrutar de inmediato con aquellos asombrosos tentáculos suyos tan delicados y tenaces, era un organismo extremadamente característico e intransigente. “La gran escoba del cambio” apenas la había barrido desde los tiempos de Byron, por lo menos. Era todavía una “ciudad poco servicial, inadaptada e inadaptable […] una ciudad demasiado indiferente, demasiado orgullosa, demasiado desatenta, demasiado estúpida si se quiere para embarcarse en nada que implicara moverse de su base y que por lo tanto […] disfrutaba de la enorme ‘ventaja’ de ignorarlo todo excepto sus propias perversidades, y de cultivarlas con un énfasis imposible de contradecir”. El joven norteamericano (“vaya monstruo caviloso que era yo, nacido para discriminar à tout propos”) pronto comenzó a desayunar con el caballero de arriba (el señor Albert Rutson), a comer su lenguado frito con mermelada con otros caballeros del Ministerio del Interior, del Ministerio del Exterior y de la Casa de los Comunes, cuya libertad para prolongar indefinidamente aquellos encuentros lo impresionaba mucho, y cuyas preguntas demasiado directas sobre la composición del primer gabinete de Grant lo incomodaban bastante. La escena —que sería una crueldad desmembrar todavía más— contiene el aliento mismo de la época. Los bigotes y las patillas, el ocio, la concentración de aquellos caballeros en la política, su convicción de que la composición de los gabinetes era un tema natural para debatir durante el desayuno y que un extranjero incapaz —como se mostró Henry James— de arrojar luz sobre él “no solo era perfectamente ridículo sino perfectamente insignificante”… todo esto pinta un cuadro que muchos de nosotros quizás volveremos a ver, como alguna vez lo vimos, encaramados sobre un servicial par de hombros.
Los rasgos principales de aquella Londres, como todos los testigos concuerdan en afirmar, eran sus pequeñas dimensiones comparada con nuestra ciudad actual, la limitada cantidad de distracciones y entretenimientos disponibles y la consiguiente tendencia de toda la gente que valía la pena conocer a conocerse entre sí y conformar una muy accesible y al mismo tiempo sumamente envidiable sociedad. Cualquiera fuese la cualidad que nos hubiera ganado la admisión —ya fuera que hubiésemos hecho algo digno de respeto o bien que nos hubiéramos mostrado capaces de hacerlo—, el cumplido no era vacío. El joven recién llegado a Londres pudo decir, en el transcurso de unos pocos meses, que había conocido a Tennyson, Browning, Matthew Arnold, Carlyle, Froude, George Eliot, Herbert Spencer, Huxley y Mill. Los había conocido, no solo se había topado con ellos en la multitud. Los había escuchado hablar, y hasta él mismo había hablado un poco. Las condiciones de aquellos días permitían una clase de conversación que, según dicen los sobrevivientes, es un arte desconocido en el que se complacen en llamar nuestro “caos”. La tela de la amistad tenía el tejido firme y era cuidadosamente preservada con las recurrentes cenas y visitas dominicales y las excursiones al campo, que duraban mucho más que los fines de semana típicos de nuestra generación. Quizás se tendía a ese buen compañerismo en el que las conversaciones eran sumamente abarcadoras, extremadamente bien informadas y más impersonales que las menos formales, quizás más intensas e indiscriminadas intimidades de hoy. Cuando leemos acerca de dos pequeñas sociedades —The Cosmopolitan y The Century— que en la década de 1860 se reunían todos los miércoles y los domingos por la noche para debatir los temas candentes de la época, tenemos la sensación de que podrían reclamar un carácter mucho más representativo que cualquier organización similar que tengamos hoy. Nos queda la impresión de que todo lo que ocurría en aquellos días, incluso entre los estadistas o entre los hombres de letras —y había una conexión más estrecha entre ambos de la que hoy existe—, era fomentado o inspirado por los miembros de estos grupos. Es indudable que los recursos de la época —¡y qué magníficos eran!— estaban mejor organizados, y todo lector de estas memorias encontrará sobrada razón para ello en la simplicidad con que aquellos hombres aceptaban la grandeza de ciertos nombres e imponían algo parecido al orden en su vecindad inmediata. Tras haber coronado a su rey, lo veneraban con la lealtad más sincera. Grupos de personas se reunían en Freshwater, en ese viejo jardín donde hoy se yerguen las casas de Melbury Road, o en distintos centros de Londres, y vivían durante lo que hoy nos parecen varios meses seguidos —y algunos, por cierto, durante toda su vida— en la estela del genio del momento. Watts y Burne-Jones en un sector de la ciudad, Carlyle en otro y George Eliot en un tercero —casi tanto como Tennyson en su isla— imponían sus leyes sobre un círculo dotado de un espíritu y una belleza encomiables, y también de una devoción acrítica.
Henry James, por supuesto, no era hombre de aceptar leyes ni de integrar círculos en el sentido que implica anular los propios poderes críticos. Felizmente para nosotros, no solo llegó provisto de la sobrecargada curiosidad de los años sino de la distancia del extranjero y del sentido crítico del artista. Era inmensamente apreciativo, pero también inmensamente observador. De allí que su fragmento reviva, y por cierto vuelva a retratar, a las grandes figuras de la época y —lo que no es menos importante— ilumine a las figuras menores que las rodeaban. Nada podría ser más feliz que su retrato de la señora Greville “con su exquisito buen carácter y su inocente fatuidad”, que era, por supuesto, un individuo pero también un ejemplar de aquella hermandad entusiasta que, con todas sus extravagancias y generosidades —y con lo que podríamos llamar duramente, pero no sin la autoridad de Henry James, su absurdo— hoy parece extinta. No echaremos a perder la impresión del lector sobre ese pasaje soberbio describiendo la visita que la señora Greville había arreglado para que James viera a George Eliot, ni tampoco revelando lo que ocurrió en aquella ocasión casi trágica. Es más perdonable detenerse por un momento en la sala de estar de Milford Cottage,
el retiro más protegido para la inocencia social que era posible concebir […]. Las velas rojas en las pantallas rojas han permanecido conmigo, inexplicablemente, como una vívida nota de este diapasón, derramando su luz rosada con el fuerte viento del otoño —la realidad conjurada, todo oscurecido— sobre tales dichas de indefensión femenina como no podría haber prefigurado anticipadamente, y como ejemplificaban, para seguir recogiendo aún más, las posibilidades del viejo tono.
Las cortinas cerradas, el “servicio copioso”, el segundo volumen de una nueva novela “a medio cortar” al alcance de la mano, “la exquisita cabeza y la incomparable cola del collie domesticado”: ese es su ambiente familiar. Recuerda el despotismo con que esas damas recorrían su camino por la vida, contrarrestando los golpes de la edad y los desastres con su optimismo inagotable, derramando a manos sueltas toda clase de dones al pasar, y arrastrando en su estela a los más incongruentes y vapuleados de los parias. Sin duda “muchas de las afiladas verdades que uno podía conocer en privado se estrellaban hermosamente en vano” contra semejantes defensas. La verdad, a nuestro entender, no era desoída sino lisonjeada hasta el desconcierto por la energía con que perseguían lo bello, lo noble y lo poético e ignoraban la posibilidad del otro lado de las cosas. Los extravagantes pasos que eran capaces de dar para capturar la gracia o la atmósfera que deseaban en cada momento otorgaban a sus vidas, en retrospectiva, un glamour de aventura, ambición y triunfo que parece —para bien o para mal— haber sido por completo desterrado de nuestra época concienzuda y mucho más crítica. ¿Una amiga estaba enferma? Se derribaba una pared para permitir la entrada del sol de la mañana. ¿El médico había recetado leche recién ordeñada? La única vaca perfectamente saludable de toda Inglaterra estaba a su disposición. Henry James nos devuelve toda esta exuberancia personal en la figura de la señora Greville, “amiga de los más eminentes” y de las sacerdotisas de distintos altares. ¿Acaso no oímos aquí la “agradable nota gruñona de Tennyson” cuando responde a su “leve...

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