Cuenta siempre contigo
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Cuenta siempre contigo

Tu vida como material literario

Boris Matijas

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Cuenta siempre contigo

Tu vida como material literario

Boris Matijas

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¿En qué se convierte la vida de un joven que huyó de la guerra civil en Croacia, vivió otra en Serbia, llegó a España sin saber una palabra de castellano y emigró a Suecia?En esta emotiva historia, Boris Matijas nos presenta un relato en el que subyace la capacidad de sobreponernos a las adversidades de la vida.Un testimonio de quien ha sido emigrante, emprendedor, estudiante, formador, escritor, periodista y guía.Una obra que nos invita a redireccionar las narrativas que construimos sobre nosotros mismos y nuestro entorno, de modo que se produzcan cambios duraderos y sostenibles en la forma en que nos comportamos.En un tiempo en que la cultura de la queja parece haberse instalado entre nosotros, Cuenta siempre contigo, obra ganadora de la segunda edición del Premio Feel Good, es el llamado de un autor polivalente a vivir con coraje y a no desfallecer nunca.

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¿Eres un storyteller?

Como conté antes, durante tres años seguidos mi rutina consistió en pasar muchas horas diarias, fines de semana incluidos, entre los juzgados de guardia, los calabozos y las salas donde se celebraban los juicios. Hacía las traducciones para las personas detenidas, en su mayoría gente de mi tierra, pero también para los de otros países, puesto que también traducía del inglés. La mayoría de las traducciones eran servicios breves y puntuales que terminaban con el dictamen de la sentencia y no me permitían implicarme o establecer una relación con los detenidos más allá de prestar un servicio.
Pero un caso fue diferente. Entonces fue cuando realmente me di cuenta de que mi pasión estaba ligada a conocer las historias humanas. Me di cuenta de que lo que realmente me llenaba era adentrarme en la condición humana. Ser un storyteller.
Pero no hay que ser un escritor para ser un storyteller. Cada vez más nos estamos dando cuenta de la importancia del storytelling en distintas profesiones: en el marketing, en la dirección de empresas, en las finanzas…, por no mencionar la política, que ya daría para un libro entero…
El storytelling está en todas partes, y para usarlo lo primero que hay que tener es la pasión y la curiosidad por la condición humana y luego estar atento a los detalles que esconden los nudos universales que conectan con tus emociones y alrededor de las cuales puedes buscar la coherencia para tu material literario.
Una fría tarde de febrero volvía de sacar a pasear a Diego, mi perro, cuando pasé al lado de un grupo de mujeres que ayudaban a una de ellas a ponerse de pie. Al parecer se había mareado y se había caído. Al verla quedarse sola y andar tambaleándose por el suelo resbaladizo de las calles salpicadas por una fina capa de porquería y lluvia, me ofrecí a acompañarla.
Me dijo que iba a la parada de metro de Sagrada Familia y que los zapatos que llevaba ya le habían dado un susto unos días antes, cuando también se resbaló y casi se golpeó la cabeza contra el cubo de la basura en el lugar donde trabajaba. Tras asegurarme que los iba a cambiar nada más llegar a casa, me dijo que mi perro era muy bonito y que a su hijo le encantaban esos animales. Mientras me estrechaba el antebrazo sobre el que se apoyaba y medía cuidosamente cada paso que daba por el suelo resbaladizo, me contó que el chico llevaba ya mucho tiempo pidiendo que le comprara un perro, pero que el piso era muy pequeño y de alquiler.
El chico incluso se ofrecía a sacar a pasear a los perros de los vecinos, a limpiar las perreras…, cualquier cosa con tal de estar con ellos, y no solo con los perros, le gustaban todo tipo de animales. El tono de la madre evidenciaba dudas. Era ese tonillo de quien dice estar orgullosa de lo lindo que es su hijo, pero que sería mejor para él que se buscara otro trabajo, uno que le diera para algo más que para comer. Aquel tono que decía que ella de aquello ya sabía mucho. Se notaba en sus dedos, frágiles y torcidos de años de trabajo manual durante demasiadas horas al día y mal pagadas. Un tono de duda, pero también de esperanza porque el niño había estudiado informática. Yo le comenté que era una carrera con mucha salida en cualquier parte del mundo, sin saber que estaba dándole al botón que activaría en ella algo que hasta ella misma desconocía que podía activarse.
Pues resultó que el chaval quería volver a Ecuador, y a la madre aquello le dolía mucho porque ya sabía lo que era vivir separada de él. Había tenido que hacerlo durante ocho años, cuando había venido a trabajar a España. Tenía doce años cuando por fin se reunieron y estaba claro que la idea de volver a separarse la angustiaba. Era como si pensara en pasarse la vida entera llevando aquellos zapatos por el maldito suelo resbaladizo.
En Ecuador la cosa estaba mal. Pero no era la economía lo que la preocupaba. Resultó que, a través de Facebook, como estaba pegado todo el día a la cosa maldita esa, el chico se enteró de que tenía otros cuatro hermanos más en Ecuador por parte del padre. Una hermana lo encontró y se pusieron en contacto. Hacía ya mucho tiempo que ella le decía al padre que tenía que contárselo. Pero el hombre había pasado de ella. Ahora el muchacho tenía veintidós años, era casi un hombre, y aquello le sentó muy mal. Y a ella no le extrañaba que quisiera conocerlos.
La mujer seguía hablando como si aquello tuviera un premio final. Como si le hubieran dicho que tenía cinco minutos para soltar todo que lo que la angustiaba y se llevaría una bonita sorpresa. Intuía que no era normal contarle todo aquello a alguien a quien veía por primera vez, pero aun así seguía e incrementaba la apuesta por si el premio también lo hacía. Hasta aquel instante justificaba al chico y sus inquietudes, pero entonces soltó que todo iba bien hasta que un día el hijo le dijo que se había enamorado de una hermana.
«¡¿Te imaginas?! –me decía, hincando cada vez más las puntas de los dedos en mi brazo–. Mira si tenía novias, y muy guapas. Llevaba tres años con una y de repente viene y me dice que esta era la que lo había enamorado de verdad.» La madre le había explicado, y muy bien, que aquello estaba mal, y él lo sabía, pero no hacía caso. Ni a ella ni al padre, quien dijo que haría cualquier cosa por impedirlo. Al hijo le daba lo mismo lo que pensara el viejo y aseguró que respetaba a la chica.
Ella ya le había contado lo que podía pasar y le había hablado de una amiga que se casó con un primo segundo. El hijo que tuvieron siempre estuvo malito. «Acaban de encontrarle un tumor, ojalá no sea nada grave», decía la mujer apoyada sobre mi brazo comprensivo.
Habíamos recorrido ya unas tres o cuatro manzanas y parecía que nos conocíamos desde hacía años. Era uno de estos momentos en que el cielo junta a dos perfect strangers, como si por puro capricho los ángeles hubieran elegido unir dos historias al azar para entretenerse un rato. A ver qué sale, dirían los serafines subiendo la apuesta.
En un momento dado, la mujer se dio cuenta de que me había contado sus intimidades familiares, a mí, un completo desconocido. Y me lo dijo, con la misma naturalidad con la que acaba de contármelo todo. Meditó sobre aquello durante un instante, pero no le incomodó mucho. Se quedó con mi nombre y yo con su gratitud y con saber que el suyo no llevaba una hache, al menos eso creía ella, porque sus padres nunca se lo supieron decir. «Es que no sabían escribir», me dijo estrechándome la mano en la boca del metro de Sagrada Familia y sus obras como el telón perfecto, a petición expresa de los serafines, que lo eligieron para el final de la escena.
Encontrarme en estas situaciones es uno de los mejores regalos de la vida. Sentir la confianza y la espontaneidad fluyendo sin normas preestablecidas o barreras heredadas me hace conectar con el sentido, el propósito y la esperanza de esta vida que he elegido y de la realidad que construyo.
Así fue también como me sentía aquella vez cuando, años antes, el camino de D. J. y el mío se cruzaron gracias a la intervención del Departament de Justícia de Catalunya.
Eran las seis de la tarde y justo me estaba preparando para no hacer nada con nadie cuando sonó mi móvil. Llamaban desde la empresa de traductores para pedir que fuera «URGENTEMENTE» a los juzgados de guardia para hacer un servicio de inglés. Como vivía muy cerca, me presenté allí en cinco minutos, pero parecía que la juez y el abogado no habían recibido el mismo mensaje «URGENTEMENTE», por lo que firmé en la hoja de llegada y me fui a tomar un café hasta que llegasen. En fin, el taxímetro estaba en marcha y por mí podían tomarse todo el tiempo del mundo.
Pero unos veinte minutos después los funcionarios me llamaron para decirme que estaban a punto de llegar y que mientras tanto podía bajar con la médica forense a los calabozos para hablar con el detenido. Mientras íbamos por los pasillos, la forense me explicó que se trataba «de un caso de lesiones que el detenido causó a un paquistaní… o un indio», no sabía decirme. Al entrar en los calabozos nos sentamos en una mesa hasta la que los mossos acompañaron a un joven de unos treinta años, rubio, de unos ojos azules llenos de interrogantes. Era australiano, altísimo, y era evidente que su excelente estado físico contrastaba enormemente con su estado psicológico.
Se llamaba D. J.
–Pregúntale si sabe por qué ha sido detenido –me dijo la forense dando comienzo a una larga, quizá la más larga, traducción que había hecho hasta la fecha.
–Pues… me lo explicaron en la comisaría. Pero la verdad es que no me acuerdo de nada –dijo D. J.
–¿Nada de nada? –insistió la forense. D. J. me ahorró las palabras moviendo la cabeza de un lado a otro, mirando al suelo–. Pues dile que está aquí porque esta madrugada ha agredido a una persona y le ha causado serias lesiones.
–Lo siento –contestó D. J. con voz triste y ganas de poder recordar.
Entonces la forense le hizo varias preguntas sobre su origen, familia, padres, mujer, lugar de residencia y sobre qué hacía en Barcelona. A todo ello D. J. contestaba con claridad, sin pausas. Sus padres se habían divorciado cuando él tenía dos años, tenía dos hermanas y un hermano y se llevaba muy bien con ellos, se había casado con su mujer hacía un año, trabajaba como entrenador personal en un gimnasio de Londres y había venido a Barcelona de vacaciones.
–¿Está actualmente en algún tratamiento médico? ¿Toma algún tipo de medicamentos? –siguió la forense sin levantar la mirada de sus apuntes en forma de esquema que situaba a D. J. dentro de todas esas respuestas.
–Sí. Sufro de depresión clínica, y estoy tomando Valium y Praxiten.
–¿Desde hace cuánto tiempo?
–Desde hace unos tres meses. Me lo prescribieron porque sufría ataques de pánico y ansiedad.
–¿Desde hace cuánto tiempo tiene estos ataques?
–Desde hace unos años… No sabría decirle exactamente. Todo comenzó con las pesadillas que empecé a tener en el ejército.
–¿Estuvo en el ejército?
–Sí. En el Ejército de Australia, durante once años. Me he retirado hace un año.
–¿Puede decirme algo más sobre cómo empezaron las pesadillas?
–He visto cosas muy malas… Guerra… Cosas muy malas… El año pasado me diagnosticaron estrés postraumático, y empecé a tomar Valium. No me ayudaba y ahora tomo Praxiten.
–¿Había bebido alcohol durante la noche del incidente? –preguntó la doctora sin dejar de dibujar flechas, cuadros, círculos y triángulos mutuamente relacionados. Mientras le hablaba, dibujaba formas de lo que a D. J. lo llevó a la madrugada pasada, cuando todo su pasado se dio de bruces con quien no debería haber estado allí. Con su daño colateral, personal.
–Sí. Me tomé unas cuatro cañas –contestó.
–¿Sabe que no debe tomar alcohol con estos medicamentos?
–Lo sabía, pero creía que un par de cervezas no me harían daño.
–¡Ya! Bueno, dile que ahora subirá para declarar ante el juez.
Subimos junto a dos mossos que acompañaban a D. J. esposado y, antes de entrar a declarar, el abogado le informó de que su mujer estaba bien y que lo estaba esperando fuera.
Esa misma noche tenían reservado el vuelo de vuelta a Londres.
–Puede sentarse –dijo la jueza con la cara hinchada de descontento por la «imprevista» llegada a su lugar de trabajo. A pesar de que ese día estaba de guardia, los juzgados no le parecían el lugar donde debería estar.
–Pregúntale al señor D. J. si es cierto que en la madrugada de hoy en la Rambla agredió a X, causándole la ruptura del hueso Y y que a causa del golpe sufrió la caída del párpado izquierdo (tendrán que perdonarme, pero no he podido memorizar exactamente las lesiones que D. J. causó a X). ¿Son ciertos estos hechos?
–Lo siento, pero no puedo contestarle –dijo D. J. con voz asustada y con cara de alguien que se arrepiente de algo que no va con él, pero de lo que se siente responsable–. No me acuerdo de nada –añadió al final.
–No recuerda que iba gritando por la calle y que en un momento se dirigió al señor X diciéndole: «¡Qué miras!» y que a continuación le golpeó en la cabeza varias veces. –Esta vez el silencio fue la respuesta que no...

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