La ternura
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La revolución del poder amable

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La ternura

La revolución del poder amable

About this book

La ternura es elusiva, no apta para una defnición sencilla. Hablar de ella significa hablar de amor, del paso del tiempo, de filosofía. Y también de humanidad, de curiosidad hacia el otro, de aquellaligereza profunda que nos permite captar, entre líneas, el sentido más fecundo y creativo de nuestra finitud, de nuestra fragilidad.En el ámbito de lo público, la delicadeza de la ternura es transformadora. Desafía a predadores y a prepotentes, plantea preguntas incómodas y proporciona nuevas instrucciones. Las pequeñas luces que enciende en la oscuridad anuncian una revolución alegre y constructiva, política y existencial.Apoyándose en una gran variedad de fuentes clásicas y modernas, desde DeLillo al papa Francisco, pasando por Platón, Szymborska, Max Weber, Foster Wallace, Recalcati o Žižek, la autora, filósofa y teóloga hasta la fecha inédita en castellano, nos invita a reflexionar sobre un sentimiento que muchas veces se confunde con la sensiblería y que, como ella sostiene, "es la única vía de humanización para el tiempo presente y futuro".

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Information

1. ¿Cómo está el agua?

Apenas hace un siglo que la ciudad se ha convertido en el espacio fundamental de la convivencia, el punto magnético de atracción y repulsión de las relaciones, de las tensiones y de las contradicciones de los seres humanos. Las generaciones anteriores han vivido, generado y trabajado en las zonas rurales de todos los rincones del mundo, dibujando una trama de coexistencia con redes amplias y sólidas. Solo desde hace unos pocos años se ha superado el umbral simbólico del fenómeno urbano: por primera vez en la historia, la población mundial que vive en las ciudades supera a la rural. El proceso de concentración de la población y del empleo en las zonas urbanas parece ya irreversible, aunque algunas áreas han prosperado y otras están experimentando un marcado retroceso. En todo caso, la población urbana está creciendo de forma espectacular, tanto que se prevé que, en las próximas décadas, la población de las ciudades supondrá más del setenta por ciento del total de las personas que habitan el planeta.
La ciudad es aquí asumida en su valor simbólico, que se refiere a las formas particulares de ser y de sentir actuales: es metáfora de la vida actual, como espejo de tipos psicológicos y procesos sociales particularmente representativos de la humanidad contemporánea (aunque la vida urbana no agote en modo alguno las infinitas posibilidades de habitar la Tierra que poseen las mujeres y los hombres del tiempo presente). El fenómeno urbano, por otro lado, ha cambiado radicalmente el tejido de la convivencia. Es en la ciudad, ahora, donde se definen los modelos de la convivencia social, los parámetros de la experiencia emocional, los gustos y las tendencias del momento. Incluso aquellos que no viven allí —y especialmente los jóvenes— modelan su experiencia y sus expectativas en el fondo de los flujos de vida plasmados por la vida de la gran ciudad. La ciudad se ofrece a la experiencia emocionante de la multitud: en la ciudad todo puede suceder, en el pueblo no sucede casi nada.
En las ciudades, el potencial afectivo de cada uno parece ampliarse enormemente. Aumentan de manera infinita las posibilidades de experimentación y de imaginación de mundos posibles. Sin embargo, los diferentes mundos parecen acariciarse y tocarse en equilibrios precarios, por lo que basta muy poco para derrumbarlos, haciéndolos imposibles. El paisaje siempre cambiante, las diferencias de acento, de procedencia, de estilo y de lenguaje de la metrópolis contemporánea abren nuevas geografías de la convivencia y de la proximidad, de la contaminación y de la narración. La belleza de las nuevas mezclas, por otro lado, tiene a veces los rasgos conmovedores de las experiencias más intensas: basta un detalle para devastar el sentido. Se extienden en gran medida las dinámicas creativas y los intercambios entre culturas, pero se amplía al mismo tiempo la eventualidad del anonimato y de la masificación, que paradójicamente anestesian las recíprocas capacidades de atracción. Se multiplican hasta el infinito las oportunidades luminosas de encuentro, pero también la posibilidad de que esto dé lugar a la desconfianza, o incluso a la confrontación; experiencia muy excitante y muy frustrante que puede mantenernos perennemente como rehenes de nuestros excesos, que oscilan entre un sentido atmosférico de euforia y una nube de depresión siempre inminente. Es el teatro de las más grandes ambiciones y de la degradación más melancólica; de las pasiones revolucionarias, pero también de las más insoportables injusticias sociales. Leemos en Evangelii Gaudium:
La ciudad produce una especie de ambivalencia permanente, porque, si bien ofrece a sus ciudadanos infinitas posibilidades, también aparecen numerosas dificultades para el pleno desarrollo de la vida de muchos. Esta contradicción provoca sufrimientos lacerantes. En muchas partes del mundo, las ciudades son escenarios de protestas masivas en las que miles de personas demandan libertad, participación, justicia y diversas exigencias que, si no se interpretan adecuadamente, no se podrán silenciar con la fuerza (EG, 74).
La ciudad es una densa red de calles y de casas en la que se imagina la posibilidad de forjar los propios caminos, pero esto sucede en un espacio donde, sin embargo, todos los demás hacen lo mismo, con una perfecta indiferencia mutua. Las personas se rozan y se saludan, se enfrentan, pero también se ignoran mutuamente: los movimientos de interés y de indiferencia intercambian su lugar en rápida sucesión.
En la ciudad se dan, sobre todo, encuentros y desencuentros entre los cuerpos: de manera consciente o inconsciente, cada cuerpo deja su huella en el de otro, aun cuando lo ignora y simplemente pasa por su lado. La perturbación es molecular, pero incide en los flujos de agregación y disgregación de todo el organismo. El gradiente afectivo de la ciudad sigue al mismo tiempo la lógica del cosmos y del caos: comunica el placer de un fascinante diseño polifónico de las partes y la perturbación de un perenne flotar entre las olas. En la ciudad, a diferencia del pueblo, se hacen y deshacen constelaciones emocionales de geometría variable, expuestas a una continua transformación atmosférica. Emocionante, pero también agotador. Cada acción contribuye a la buena o mala circulación emocional dentro de un determinado contexto de vida. Pero también mide más rápidamente la fragilidad, la limitación, la marginalidad con respecto a un todo cada vez mayor e ingobernable.
Cada uno tiene el poder secreto para aumentar o disminuir la potencia de los lazos dentro del espacio humano en el que vive. Pero la continua dislocación a través de las muchas pertenencias en la que está dividida y compartida la vida de la ciudad nos da la sensación de que no dejamos nunca de hacer y deshacer lazos. Los lugares más diversos —un ascensor, una tienda, el salón de una casa o una clase escolar— están todos en el mismo lugar: divididos como están, se mezclan continuamente, se superponen. En nuestra mente estamos siempre todos juntos, como en la jornada de Bloom, en el Ulises de Joyce. En sus movimientos de dispersión pero también de concentración, de comunicación pero también de marginación, sin centro y dispersa, la ciudad es el escenario de cada una de nuestras historias, capaz de reflejar todas las contradicciones. La ciudad es ahora la etapa primaria de nuestros afectos. No son los afectos los que habitan la ciudad, es la propia ciudad la que habita en ellos. La experiencia misma de la transformación es quizá una de las cosas más decisivas que han sucedido (y suceden) con la imparable urbanización (física y mental) del mundo. Y tal vez todavía no nos hayamos dado plenamente cuenta.
Una breve historia muestra claramente esta verdad básica de la vida, que tiene que ver con el agua en la que nadamos todos los días:
Hay dos peces jóvenes que están nadando y en algún momento se encuentran con un pez más viejo que va en la dirección opuesta, este hace un gesto de saludo y dice:
—Hola, chicos. ¿Cómo está el agua?
Los dos peces jóvenes nadan un poco más, y entonces uno mira al otro y le dice:
—¿Qué diablos es el agua?
En el normal modo predefinido, en el «egocentrismo natural» o en la desatención sustancial en la que nadamos, perdemos de vista «aquello que es tan real y esencial, tan oculto a la vista bajo los ojos de todos».7 David Foster Wallace nos invita a prestar atención y a aprender a pensar en las situaciones más comunes de la vida: la congestión del tráfico, las oficinas atestadas y las largas colas del supermercado pueden proporcionarnos tiempo para pensar. Pero si no se decide conscientemente cómo pensar y a qué prestar atención, será un infierno cada vez que vayamos a la tienda de comestibles a hacer la compra. El cansancio, el deseo de volver a casa después de un largo día en la oficina, la lentitud de la persona que habla por el teléfono móvil delante de mí, los niños hiperactivos en los departamentos hiperiluminados invadidos por musiquitas embrutecedoras: todo esto convierte la presencia de otras personas en un obstáculo que bien poco tiene de humano.
El hecho es que en situaciones como esta se puede pensar de muchas maneras diferentes. En el tráfico, con todos los vehículos que se me plantan delante y me obstaculizan, no es imposible que a bordo de los SUV haya alguien que en el pasado tuviera un terrible accidente y ahora tiene tal miedo a conducir que su psicoterapeuta le haya ordenado hacerse con un SUV mastodóntico para sentirse más seguro mientras conduce; o que al volante del Hummer que acaba de cortarme el paso haya un padre que trata de llevar a toda prisa al hospital a su hijo herido o enfermo y que está sentado a su lado, y su prisa es mayor y más legítima que la mía: más bien, soy yo, entonces, el que le estaría obstruyendo el paso. O puedo optar, a mi pesar, por tomar en consideración la posibilidad de que todos los demás que esperan pagar en la fila del supermercado estén tan aburridos y frustrados como yo, y que tal vez alguno de ellos tenga una vida más difícil, compleja, tediosa y dolorosa que la mía. Os ruego una vez más que no penséis que quiero daros consejos morales, o que os esté diciendo que «debéis» pensar que sí, o que alguien espera que lo hagáis de manera automática, porque es difícil, requiere de fuerza de voluntad y de esfuerzo mental y, si sois como yo, algunos días no lo conseguiréis, o simplemente no tendréis ningunas ganas de hacerlo. Pero casi todos los demás días, si sois lo suficientemente conscientes como para ofreceros una opción, podréis elegir mirar de manera diferente a esa señora gorda de mirada opaca y exceso de maquillaje en la cola de la caja que acaba de gritarle a su hijo: tal vez no sea siempre así; tal vez haya pasado en vela tres noches seguidas cogiendo de la mano a su marido, que se está muriendo de cáncer de huesos. O tal vez es la misma empleada que trabaja en el Departamento de Tráfico con el salario mínimo que justo ayer ayudó a vuestra esposa a resolver un problema burocrático de pesadilla haciendo una pequeña trampa de orden administrativo. No es muy probable, de acuerdo, pero tampoco hay que excluirlo: depende solo de lo que se quiere tomar en consideración.8
Y aquí, en los momentos en que el reino de los vivos parece condenado a la pesadez, se debería en cierto modo desconectar por un instante y luego reiniciar el programa en un modo más lento. No se trata de huir al sueño o a una dimensión fantástica, sino de cambiar el propio enfoque hacia las cosas, es decir, mirar el mundo con otras modalidades de percepción y conocimiento. Se trata simplemente de darnos cuenta del agua en la que estamos nadando, a fin de aligerarnos a nosotros mismos y a los demás la carga de la vida, y mantenernos a flote todos juntos de la manera más humana.
Cada evento puede ser una oportunidad para atribuirle un sentido a la experiencia, para modificar la «modalidad predefinida» —a menudo obtusa y egocéntrica— de nuestra relación inmediata con el mundo. La banalidad de los gestos y de los encuentros ordinarios puede llegar a ser una cuestión de vida o muerte (de la ciudad y de los seres humanos, del sentido de su ser y de su devenir). Es allí donde se define, consciente o inconscientemente, la temperatura y la calidad del agua, en cada momento. Es en las trincheras de la vida cotidiana de las ciudades donde el afecto se intensifica o se desvanece, siempre en nuevos territorios relacionales, de contacto en contacto.
De las infinitas trayectorias de los variados encuentros entre los seres humanos se genera el alma global de una ciudad y su estado de ánimo subyacente: la ciudad es, de hecho, como una tierra infinitamente trazable por los encuentros y por las colisiones entre aquellos que habitan en ella. Cada historia de vida deja una impronta de sí misma en el trazado geográfico de la ciudad y esculpe en ella el día a día del personaje, escribiendo a diario el texto y el contexto.
Al mismo tiempo, es la propia ciudad lo que puede llegar a ser historia biográfica, escritura vital de los que la habitan.
Y es también generadora de afectos, en cuanto lugar ético y estético de la vida comunitaria. Puede suscitar una sensación de gloria por su impresionante belleza, por su historia; puede dar lástima, por la sensación de que no se puede gobernar ni valorar, por su tendencia a perderse, incluso en contra de su voluntad; puede ser lugar de una profunda melancolía, por su encanto impenetrable o por la idea de que nunca la poseeremos, de que nunca será nuestra; por el aura indescriptible que emana, pero también por su ineludible pobreza. Hay plazas donde nos pondríamos a jugar inmediatamente y suburbios que son como animales moribundos, cuyos edificios parecen llenos de lágrimas.
Sujetos y ciudades se reflejan y se reconocen entre sí, como un texto que se despliega entre las historias individuales y colectivas dentro del complejo mapa geoestético de la vida urbana. Cada uno, en su propia lengua, participa en la Babel viva del espacio metropolitano, que vive de las diferencias y en las diferencias, decidiendo la gramática general de la historia común.
El filósofo Giorgio Agamben escribe:
Ingeborg Bachmann comparó una vez el lenguaje con una ciudad, con su centro antiguo y sus partes más recientes y los suburbios, y al final las carreteras de circunvalación y las estaciones de servicio, que son también parte de la ciudad. Ciudad y lenguaje contienen la misma utopía y la misma ruina, soñamos y nos perdemos en nuestra ciudad como en nuestro lenguaje, formas ambas de este sueño y de esta perplejidad.9
La ciudad, como el lenguaje, puede ser de una dureza implacable o de una belleza inquietante; como el lenguaje, es espacio de metáforas y de metonimias, de condensaciones y de digresiones. A veces, tanto el lenguaje como la ciudad poseen topografías tortuosas y recorridos intrincados, a veces alcanzan directamente la meta sin circunvoluciones innecesarias. A veces son plazas abiertas listas a dar cabida, otras veces son laberintos de símbolos esotéricos que niegan a los transeúntes inmediatas descodificaciones.
En este sentido resulta emblemática la pequeña historia que Karen Blixen inserta en las páginas de su novela Memorias de África. Despertado en medio de la noche por un fuerte ruido, mientras dormía en su cabaña redonda con una ventana redonda y un jardín triangular, un hombre sale corriendo de la casa para ver qué ha pasado. En la oscuridad total, se dirige hacia un estanque, pero varias veces tropieza con piedras y cae, se levanta y luego vuelve a caer, ahora en una zanja, sin ser capaz de entender el origen del ruido. Después de muchas aventuras poco afortunadas, el hombre finalmente entiende que se trata de una brecha en el estanque, de la que salen agua y peces. Se pone a trabajar y, por fin, puede tapar la grieta, y, solo después de completar su trabajo, se vuelve a dormir. Escribe Karen Blixen: «A la mañana siguiente, mirando por la ventana, vio con sorpresa que las huellas de sus pies en el suelo habían trazado el dibujo de una cigüeña. Cuando el dibujo de mi vida esté completo, ¿veré, o verán los demás, una cigüeña?».10
El elemento importante en este breve texto no es solo la cuestión de la posibilidad de hacer de la propia existencia un relato que dé un sentido unitario a las muchas aventuras pasadas, presentes y futuras. Desde este punto de vista, solo desde una visión exterior, como a vista de pájaro, o al final de la propia existencia, es posible narrar a los demás la propia historia, que surge como un dibujo en el tejido aparentemente caótico de los acontecimientos. El apólogo de Karen Blixen parece tal vez sugerir también que toda historia de vida, sin darse cuenta, traza en cierto modo un dibujo, con las formas más diversas, del paisaje social. Por lo tanto, la ciudad, a vista de pájaro, podría ser finalmente el complejo dibujo de todos los dibujos posibles que se han acumulado y se superponen a lo largo de las generaciones, como en un tapiz coral de confines cada vez más indefinidos.
En la historia reciente y en la crisis actual, las arterias de la circulación de la ciudad parecen haber sufrido un proceso de endurecimiento, como si en sus ganglios sensibles se hubieran depositado sedimentos e incrustaciones. El dibujo global se vuelve más y más denso, y a los dibujos individuales les resulta difícil componer y reconocer su propia forma. En las últimas décadas, la ciudad, sin duda, ha favorecido la lógica de los flujos, en el nombre de un intercambio y un consumo a velocidad cada vez m...

Table of contents

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Dedicatoria
  5. Epígrafe
  6. Índice
  7. Introducción
  8. 1. ¿Cómo está el agua?
  9. 2. El 'homme blasé' y el nerviosismo metropolitano
  10. 3. La sociedad del cansancio
  11. 4. La juventud posmetafísica
  12. 5. La dureza de Narciso
  13. 6. La revolución de la ternura
  14. 7. Para un mapa de los afectos posibles
  15. 8. El cansancio que cura
  16. 9. El sábado de la aldea global
  17. 10. ¡Juguemos!
  18. Retratos de ternura
  19. Epílogo
  20. Agradecimientos
  21. Notas
  22. Colofón