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Escuchar su corazón dentro de ti.
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No rendirte ante aquel diagnóstico tan negativo.
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Creerle cuando te dijo que quería ser bailarina.
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Mirar juntos hacia delante. |
No se puede educar sin optimismo. Es algo que nos enseñan los hijos desde el primer día, desde antes de nacer. Porque tener hijos no sólo es un acto de amor, de entrega, de responsabilidad, de valentía, sino que, sobre todo, es un acto de optimismo.
El optimismo hace que la balanza nunca se incline por el peso de los problemas, que aparecen sin avisar, ni de los grandes y pequeños conflictos que salpican la convivencia diaria, ni de las malas rachas, que las hay y, a veces, duran demasiado, ni de los mil quebraderos de cabeza, ésos que sólo conocen los que son padres. Porque el optimismo es una fuerza que desafía la ley de la gravedad y nos impulsa hacia arriba.
Es una fuerza que nos da el impulso suficiente para resistir los avatares que conlleva ser padres. Nos hace convertir los problemas en oportunidades, los fracasos en peldaños hacia el éxito, las equivocaciones en aprendizaje. No nos permite mirar atrás, sino siempre hacia delante, porque educar a nuestros hijos tiene que ver con el futuro, con el suyo y el nuestro.
Por eso los pesimistas no educan, porque no saben mirar al futuro con esperanza. Ven esa botella que hemos de llenar, siempre medio vacía y gastan las energías en buscar a los culpables que la han vaciado. Los optimistas no es que la vean medio llena, sino que se esfuerzan por llenarla, por buscar soluciones, pues sólo haciendo algo ahora el futuro podrá ser mejor.
El poeta Gabriel Celaya decía que la poesía es un arma cargada de futuro. Nosotros creemos que se puede sustituir la palabra poesía por la palabra optimismo. El optimismo es un arma cargada de futuro. En la recámara no guarda ilusiones, sueños, quimeras, sino proyectos, que se parecen a los proyectiles, pero que no hacen daño, ya que iluminan el porvenir.
Pero ser optimistas no significa ser ilusos, al contrario, debemos ser muy realistas y conocer lo que tenemos entre manos. No nos engañemos pensando que la botella está llena si no lo está. Porque si la vemos así, nunca haremos nada por llenarla. Por eso, el conocimiento es la base del optimismo. Conocer a nuestros hijos y conocernos a nosotros mismos, conocer nuestras limitaciones y las suyas, los puntos ciegos que no podemos ver, las posibilidades sin explotar, es el primer paso que nos permitirá ser optimistas. Otra cosa es soñar despiertos.
La primera vez que escuchamos su corazón o lo vimos palpitar a un ritmo frenético en el monitor del ecógrafo, recibimos la primera lección de optimismo. Aprendimos a mirar hacia delante, a afrontar el futuro con ilusión, a preparar el recibimiento como si sólo importara el porvenir. Aquellos latidos nos insuflaron una energía vigorosa y etérea a la vez, que, como el aire caliente de los globos aerostáticos, nos elevó por encima de nosotros mismos. Ante la perspectiva de una nueva vida y desde semejante altura, vemos pequeños los problemas que hasta ahora nos parecían enormes; insignificantes, las cosas otrora importantes; y nimiedades, los afanes que hasta el momento nos quitaban el sueño.
Sólo el optimismo puede superar un diagnóstico negativo del tipo que sea. No lo cambia de signo, pero lo orienta hacia la solución. Todo el tiempo que se gasta en lamentaciones se pierde, porque no se ocupa en buscar remedios sino en mirar atrás. Los padres no nos podemos permitir el lujo de ser pesimistas, por muy grave que sea el problema de nuestro hijo lo será más si nos dejamos vencer por el pesimismo. El optimismo no es un placebo, sino una actitud que cura más que todas las medicinas.
Pero existen sueños para los que no hay medicinas, o mejor dicho, para los que sólo existe una: el optimismo. La vocación de padres implica compartir y hacer nuestros los proyectos y las ilusiones de los hijos. No podemos dejarlos solos en la estacada, al contrario, deben contar siempre con nosotros para ayudarles a crecer, para ayudarles a despegar. Cuando un sueño se hace común, se convierte en proyecto; cuando compartimos sus ilusiones, ya no lo son: son planes que hay que realizar poniendo mucho cariño.
El miedo nos hace echar la vista atrás; la tranquilidad, cerrar los ojos; el optimismo, mirar juntos hacia delante. Los hijos nos obligan continuamente a tener la mirada en el horizonte, en el porvenir. Para ellos todo está por venir; por eso, no se nos está permitido ser pesimistas, no podemos mirar al pasado, sino que debemos tensar nuestra vida hacia la suya, porque ser padres es ya no ser para nosotros.
Los hijos nos obligan a ser optimistas. Les dimos la vida, pero ellos han entrado en la nuestra, la han cambiado de sentido, la han reorientado y le han dado una razón de ser que antes no tenía.
| • | Ayudar a tu hija a escribir la carta a los Reyes Magos. |
| • | Dejar bajo la almohada el regalo del Ratoncito Pérez. |
| • | Acompañarle a su primer partido de su equipo preferido. |
| • | Preparar la fiesta sorpresa de su dieciocho cumpleaños. |
La ilusión es el optimismo iluminado. Porque si bien la palabra ilusión significa etimológicamente engaño, burla, ironía, también está emparentada con el término luz. Ilusionarse con algo, en el sentido positivo de la palabra, quiere decir iluminar el camino que nos conduce hacia ello.
Nada se consigue si no se enciende esa luz que nos guía. A oscuras podemos avanzar a tientas, probablemente nuestro caminar será más prudente, más comedido, más seguro; sin embargo, también será más lento y, como consecuencia, más corto. Por eso, el optimismo necesita iluminarse para llegar más lejos.
Continuamente los hijos nos enseñan a no perder la ilusión. Ellos lo iluminan todo: a cada paso, van encendiendo luces que alimentan nuestro optimismo. Los hijos nos ilusionan, es decir, nos permiten ver lo que antes no veíamos. Hacen que nos ilusionemos por las cosas que para nosotros ya habían perdido brillo y lo hacen de mil maneras. Cada cual a su modo y, a cada edad, de forma diferente. A veces son como estrellas lejanas que nos sirven de referencia; otras, como esas bengalas que se lanzan al cielo y durante unos segundos convierten la noche en día.
Pero la ilusión puede trocarse en mera ilusión. En ocasiones, nos entusiasmamos por cosas inconsistentes, por algo que desaparece justo cuando lo vamos a alcanzar. Son las falsas ilusiones que nos convierten en ilusos, en soñadores cándidos, en demasiado incautos. Es el riesgo que hemos de correr como padres: los hijos inflaman la llama de nuestras expectativas, pero nosotros hemos de saber controlarla, no vaya a ser que nos quememos.
Padres ilusionados es un pleonasmo, una redundancia, pues no se puede ser madre, no se puede ser padre, sin vivir con ilusión. No es propio del talante de una madre o de un padre dejarse vencer por el desengaño, plantarse ante las contrariedades, instalarse en el desaliento.
Cuando, en una entrevista, unos padres nos dicen que han perdido la ilusión, el diagnóstico no puede ser más preocupante porque han perdido la esencia misma de lo que son. Por eso mismo, la terapia no puede ser otra que volver a ilusionarse. Por muy decepcionante que haya sido la actitud o el comportamiento de un hijo, siempre nos ofrece una chispa que puede llegar a iluminarlo todo. En momentos de negra oscuridad, la luz la solemos tener detrás. Basta con no darle la espalda al conflicto, porque, en las relaciones humanas, quien trae el problema, trae también la solución.
Nos puede llegar a decepcionar esa dificultad que tiene nuestro hijo con la lectoescritura. Es la enésima vez que hablamos con la tutora y no parece que progrese como esperamos. No sabemos qué hacer, nos sentimos derrotados, como si anduviéramos por un camino a oscuras. Pero de pronto nos pide que le ayudemos a escribir la carta a los Reyes Magos. Nos ponemos manos a la obra: papel, lápiz, goma de borrar y un tintero lleno de paciencia. Al final, bien que mal, la carta llega a sus destinatarios. En ella, entre borrones y letras casi ilegibles, ha plasmado sus ilusiones y ha hecho que no se pierdan las nuestras.
Los niños escriben a los Reyes Magos y ponen el diente bajo la almohada para el Ratoncito Pérez, pero quienes leemos las cartas y convertimos como por arte de magia el molar en una moneda o una golosina somos los padres. De esa forma, los hijos nos ilusionan porque nos erigen como los principales expendedores de sus ilusiones. Nos implican en sus sueños y nos hacen soñar.
Esa luz tan necesaria para ilusionarnos como padres la encontramos en el rostro de nuestros hijos. Cuando parece que estamos de vuelta de todo, ellos nos hacen regresar a ese estado de inocencia donde nos sentimos como niños. Cuando les ayudamos a escribir la carta a los Reyes Magos o a desenvolver un regalo con la máxima expectación, vemos en sus ojos esa chispa que nos llena de una ilusión olvidada.
Deberíamos dormirnos todas las noches con la ilusión de despertar con un regalo bajo la almohada, como duermen nuestros hijos cuando se les ha caído un diente. Deberíamos asistir a lo cotidiano como a...