El último de los últimos
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El último de los últimos

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El último de los últimos

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"Di mis primeros pasos como los demás, en la investigación de adulterios, el divorcio exprés… Al teléfono el cliente se había presentado como el coronel Fantin, del 296 regimiento de infantería… ¡el regimiento más condecorado del mundo! Sin contar las crucecitas blancas…"René Griffon, un ex combatiente de la Primera Guerra Mundial metido a detective, intentará resolver, junto con su secretaria y amante, lo que en principio parecía un sencillo caso de infidelidad. Pronto se encontrará tratando con gigolós, estraperlistas, anarquistas radicales, asesinos… y con un gran escándalo que puede sacudir toda Francia.

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Capítulo primero
Todo había empezado a principios del mes de enero. Hacía un frío que pelaba y yo lo aliviaba con ponches de la mañana a la noche.
Una parte de agua hirviendo y tres de bourbon.
Y a propósito de prensa, la publicación que tenía entre las manos anunciaba, a bombo y platillo, la elección de Deschanel a la presidencia de la República.
Tres años antes, entre Craonne y Verdun, había conocido a muchos tíos que hubiesen podido llegar a ejercer el oficio a la perfección, y que sin embargo cayeron como chinches; ¡así que, como bien podéis imaginar, Deschanel me la sudaba!
Pero volvamos a nuestra historia.
Debíamos de estar a día cinco. En todo caso, era primer lunes de mes, y del año, sin duda. Imposible equivocarme: el concesionario de Packard acababa de levantarme mil quinientos francos.
¡Una pasada de regalo de Navidad! Lo malo es que me los levantaba todos los meses…
¡Otras dos mensualidades, febrero y marzo, y fin de la historia! Podría ponerme al volante del «Doble seis» en calidad de propietario único. Hasta el último céntimo…
Estaba poniendo la mesa mientras Irène acababa de preparar la comida. Venía un olor de la cocina que presagiaba lo mejor.
Cruel decepción: apenas llegó a mi boca el primer bocado, aparté con asco el plato. La masa gelatinosa que se hallaba en el centro, flotando en una salsa oscura, tembló unos segundos antes de inmovilizarse.
—Pero ¿qué es esto? ¿Te ha salido mal o ya venía así de fábrica?
Irène abrió unos grandes ojos inquisitivos.
—Espera, voy a probarlo…
Cortó una fina lámina de aquella especie de gelatina que, a su juicio, debía servirnos de plato fuerte. Se acercó un bocado a los labios y lo escupió al instante.
—Tienes razón… ¡Qué horror! Seguramente es la lata…
—¿Qué lata? No irás a decirme que en esta casa se comen latas… ¿No crees que ya he comido demasiadas? ¡Me salieron callos en los dedos a fuerza de utilizar un abrelatas! Además, nunca se atrevieron a pasarnos una guarrería tan repugnante. ¿Puedes decirme qué es esto?
Corned-Mutton… No hay por qué montar tanto numerito. Es asqueroso, sin más. Voy a tirar lo que queda.
Corned-Mutton… ¿De dónde sale ese animal? Nunca había oído hablar de él hasta ahora.
Movió la cabeza retorciendo la boca, con las pupilas mirando al cielo, ligeramente nerviosa.
—¡Como si no conocieras el Corned-Beef! Pues mira, en lugar de echar ternera, lo hacen con cordero. Venden montones casi regalados en las tiendas Vilgrain… No solías poner pegas a los productos americanos…
Me levanté de un salto. En dos zancadas llegué a la cocina; las latas abiertas ocupaban la mayor parte de la basura del día anterior. Cogí una y descifré los ingredientes antes de volver triunfante al comedor.
—¡Qué americanos ni qué gaitas! Si sabes leer, mira lo que dice aquí: Made in Scotland. Americanos con kilt… ¡Menudos estarían! Te voy a dar un consejo: no te lances al comercio internacional sin saber un mínimo de vocabulario.
Se apoyó en el borde de la mesa para levantarse.
—Voy a hacer otra cosa.
Ya me estaba abalanzando sobre ella sin disimular mis intenciones. Buscaba bajo el pelo, detrás de la oreja, una manchita rosa de la forma y del tamaño de un grano de café; un antojo parecido a otro que adornaba la parte interior de su muslo, muy arriba.
Hay quien se hace fetichista por mucho menos.
Irène se dirigió a la alcoba. Se tumbó en la cama con el vestido levantado y la mirada tierna.
—No me desnudo, hace mucho frío.
Me disponía a seguirla cuando sonó el teléfono.
—¡Joder! Parece que lo hacen a propósito. Es la tercera vez en lo que va de semana.
Volví a ponerme el pantalón: no lograba acostumbrarme a hablar por teléfono medio desnudo, como si temiera que mi interlocutor adivinara, por la entonación, cómo iba vestido mientras hablábamos.
Irène no tenía ese tipo de pudor, creo más bien que le encontraba su aquél.
Descolgué el micrófono y me lo puse en los labios antes de coger el auricular.
—¿Es ahí la agencia Griffon?
Era una voz autoritaria, cortante, la de un tipo que no se está a formulismos.
—Sí.
—¿Podría ponerme con René Griffon?
Otro que creía que seguíamos viviendo en tiempos del servicio doméstico.
—Soy yo, al aparato. ¿Qué quiere?
Se produjo un corto silencio. Era evidente que no se esperaba que yo tomara la iniciativa. Suele ocurrir. Se pasan horas maquinando las preguntas y las repuestas antes de llamarme, y en cuanto los espabilas se quedan mudos…
—No tan rápido. Desearía contratar sus servicios para solucionar un asunto que me preocupa.
—Me encantaría ayudarle. Pase por la agencia…
Irène me hacía señas de desesperación desde la cama.
—… pero no antes de unas dos horas. Tengo que salir.
—Preferiría que viniera a verme, me resulta difícil salir de casa. Es muy urgente. El general Hordant ha tenido la amabilidad de proporcionarme su dirección…
Me dejé convencer. Como siempre. ¡No me entraba en la cabeza dejar de echar una mano a un inválido de guerra! A la mierda la comida y… el postre. Hicimos promesa de recuperarlo con creces en la cena.
Subí hacia la place du Maroc para coger la rue de Flandre. Un convoy de unos treinta camiones con lona Hotchkiss franqueaba las rejas de la estación de mercancías de Vertus.
Reparaba mi coche en un taller del pasaje de Anglais, en la esquina de la rue de Seine, cerca del cementerio judío.
El mecánico lo mantenía gratis. No daba crédito a poder meter las manos en un Packard. Habría ganado una fortuna si hubiese cobrado por enseñarlo: ¡la mitad del barrio debía de haber visto los doce cilindros en V!
El día que me lo entregaron cometí la imprudencia de aparcarlo delante del edificio. Un gamberro se entretuvo en birlar el tapón del radiador, como recuerdo.
El aprendiz atendía el taller mientras el jefe y los oficiales almorzaban en un restaurante de los alrededores. No me había oído llegar y seguía cantando las virtudes a una chavala de unos quince años.
—¡Una pasada de coche! En tercera arrancas a cinco kilómetros por hora y puedes acelerar hasta ciento treinta sin forzarlo… Los Citroën y los Renault se van quedando atrás…
La chavala se había sentado al volante, con la melena hacia atrás, dispuesta a salir a cualquier sitio.
Golpeé fuerte con el pie para indicar que los estaba observando.
—Niños, la sesión ha terminado. Tengo que marcharme.
La chica abrió la puerta y dio un salto hasta el aprendiz, que se puso rojo como un tomate.
—¿Sabes cómo se pone en marcha este cacharro?
—No…, bueno…, sí…
—Venga, hombre, no te cortes; vamos a ver lo que sabes hacer.
El chico no daba crédito a lo que estaba oyendo. Dudó un instante antes de decidirse a subir al estribo. Se sentó en el asiento de cuero, pu...

Table of contents

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Nota a la traducción
  5. Dedicatoria
  6. Capítulo 1
  7. Capítulo 2
  8. Capítulo 3
  9. Capítulo 4
  10. Capítulo 5
  11. Capítulo 6
  12. Capítulo 7
  13. Capítulo 8
  14. Capítulo 9
  15. Capítulo 10
  16. Capítulo 11
  17. Capítulo 12
  18. Capítulo 13
  19. Capítulo 14
  20. Capítulo 15
  21. Capítulo 16
  22. Otros títulos