No tengáis miedo de lo nuevo
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No tengáis miedo de lo nuevo

Trabajo y sindicato en el capitalismo globalizado

José Luis López Bulla, Javier Tébar Hurtado

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No tengáis miedo de lo nuevo

Trabajo y sindicato en el capitalismo globalizado

José Luis López Bulla, Javier Tébar Hurtado

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No corren buenos tiempos para el sindicalismo. En el contexto de los grandes cambios que desde hace años se vienen dando, y ante el nuevo fracaso del intento de convertir el sindicato en un agente técnico que acompañe del bracete a los poderes empresariales y económicos, se ha recrudecido una ofensiva brutal contra las asociaciones de trabajadores, sus hombres y sus mujeres. La manera más adecuada de enfrentarse a este desafío surge del planteamiento de una autorreforma sindical permanente, puesto que los cambios y las transformaciones no son algo contingente; de ahí que el sujeto social deba responder con su propia crítica alternativa. Las propuestas de No tengáis miedo de lo nuevo son un intento de acompañar el debate de los sindicalistas en el camino de volver a pensar su organización y eso que llamamos relaciones laborales. Son también una llamada a repensar las palabras del insigne jurista del trabajo Umberto Romagnoli a sus colegas: "Es impensable que se pueda proponer el derecho del trabajo en este mundo, ya transformado, de la globalización y la financiarización con las formas que tuvo en el siglo pasado, propias de la industria fordista". Un libro para todos aquellos interesados en cómo repensar las relaciones entre el capital y los trabajadores en esta época de fuertes cambios sociales y tecnológicos.

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Parte Segunda. Volver al trabajo,
volver al sindicato

Profecías funerarias y spams

«Trabajo y sindicato en el capitalismo globalizado» son las palabras clave que subtitulan este libro. El trabajo en sus diferentes facetas como actividad humana porque, más allá de los debates sobre sus mutaciones, es una categoría que hoy conserva centralidad en la vida de las personas. Y el sindicato porque, en su evolución a lo largo de los últimos casi cuarenta años, describe una parábola que parece adoptar en la actualidad su curso descendente, después de alcanzar su etapa dorada a partir de la mitad del pasado siglo XX. ¿Para qué negarlo? La posibilidad de pensar y proyectar un trabajo humanizado en un mundo global, así como el papel del sindicato en él, es un planteamiento que se sitúa a contracorriente. Porque la propuesta no pasa solo por visibilizar el binomio trabajo y sindicato en los nuevos escenarios sociales y ecológicos donde se inserta. El reto implica la necesidad imperiosa de imaginar y proponer de manera concreta formas de estar y actuar del sindicato en un mundo del trabajo en profunda transformación. Todavía más cuando ambas cuestiones tratan de ser interesadamente situadas, cuando no enterradas, en el pasado.
En efecto, a lo largo de las últimas décadas se han ido sucediendo múltiples y variados rituales de defunción dedicados tanto a uno como a otro. En el caso del trabajo, las profecías sobre su final arrancan en la década de los años noventa del pasado siglo XX. Es el momento en el que se inició el impacto de una nueva revolución asociada a las tecnologías de la información y la comunicación. Los efectos de esta «Tercera Revolución Industrial» se presentaban con una doble faceta: de potencial liberación del trabajo humano, por un lado, y, por otro, de su elemento de alteración definitiva en las formas de organizarlo. Buena parte de las izquierdas quedaron atrapadas por ese discurso en forma de «final» o bien de «extinción» del trabajo. Sin embargo, también es conveniente alertar de que el concepto de «trabajo» del que se hablaba era entendido exclusivamente como trabajo subordinado o asalariado, y que para nada tenía en cuenta otros tipos de trabajos relacionados con la actividad productiva y reproductiva.
En cuanto al escaso recorrido futuro pronosticado para el sindicato, los rituales mortuorios han sido también persistentes en el tiempo. Algunas de las ceremonias llevadas a cabo incluso han llegado a ser excéntricas y sobreactuadas; en ocasiones han emulado al popular «entierro de la sardina», propio de la tradición hispana carnavalesca. Pero tras los «Miércoles de Ceniza», con su correspondiente quema, celebrada por las fuerzas políticas neoliberales y los poderes económicos, con notable resonancia en los medios de comunicación, y tras tan simbólico entierro no se ha alcanzado el paraíso soñado por algunos: un mundo sin sindicatos. Al establecer una comparación con el pasado, se constata que, ante los cambios producidos hace más de cien años, algunos de los observadores de las transformaciones vinculadas al fordismo de comienzos de siglo XX estuvieron seguros de que aquello suponía la muerte del movimiento obrero. Además de quebrar las habilidades de los obreros más sindicalizados, aquellos cambios permitieron a los patronos recurrir a nuevas formas de trabajo, propiciando una clase obrera que se juzgaba irremisiblemente dividida por la etnicidad y otras diferencias, y atomizada por «un espantoso conjunto de tecnologías fragmentadoras y alienantes». Sin embargo, en los resultados de aquel proceso no dejó de haber cierta ironía si tenemos en cuenta que lo que se produjo fue el éxito de la sindicalización en masa y, tiempo después, llegó a considerarse que, más que debilitarla, el fordismo reforzaba de manera intrínseca a la organización obrera. Como ha planteado la historiadora norteamericana Beverly J. Silver, cabe preguntarnos: ¿podría suceder que estuviéramos en vísperas de otro cambio de perspectiva ex post facto?3
Sin embargo, que algunas profecías funerarias se hayan convertido en plegarias incumplidas no niega ni las incertidumbres abiertas ni la necesidad de despejar las incógnitas de un futuro para el trabajo y el sindicato. Aunque entre las numerosas propuestas que se plantean cabría discernir entre aquellas que ofrecen argumentos de fondo para la discusión y aquellas otras que, con tono publicitario, son enviadas masivamente por los spammers protegidos por el anonimato. Estas últimas debemos eliminarlas casi a diario. Es un ejercicio de higiene mental.

¿Adiós a la «clase obrera»?

El Adiós al proletariado de principios de los pasados años ochenta del siglo XX nos habló también de despedidas que, de algún modo, tienen relación con las honras fúnebres al trabajo y al sindicato.4 O dicho de otra forma: si el proletariado se había ido, ¿cuál era el trabajo que permanecía? André Gorz sostenía ya entonces que el capitalismo había hecho nacer una clase obrera o, en un sentido más amplio, un conjunto asalariado cuyos intereses, capacidades y cualificaciones estaban en función de las fuerzas productivas, a su vez, funcionales con relación a una única racionalidad existente, la racionalidad capitalista. El autor constataba la reducción del componente obrero-industrial dentro del sistema de la fuerza de trabajo y en el propio sistema social a partir de la expansión del sector servicios. Un proceso en el que se relacionaban tanto la importancia de nuevos fenómenos que afectaron a determinadas categorías laborales como a la emergencia y al peso de nuevas identidades laborales. De manera que el proletariado industrial de antaño se despedía al ritmo que marcaba la tendencia de los procesos de desindustrialización entonces en curso y sus efectos sobre el conjunto asalariado. Estos eran temas fundamentales para el futuro de la izquierda, pensando, tal como planteaba Gorz, en una «izquierda futura». Desde luego, cualquiera que conozca su obra sabe que esa afirmación no tenía un tono celebrativo sino propositivo. Sintéticamente puede decirse que apuntaba hacia la imperiosa necesidad de pensar en aquello que se hace y por qué a partir de un agudo y en algunos aspectos novedoso análisis sobre la metamorfosis del trabajo.5
Lo que venía produciéndose durante aquellos años era una ruptura respecto a la invocación de una clase obrera unificada, atravesada ya durante los años setenta por diferentes identidades e intereses que fundamentalmente emergían a partir de los sectores de los trabajadores de la Administración Pública, de «técnicos y profesionales» —como se definía en aquella época—, pero también de las mujeres, que entraban con fuerza inusitada en el mercado de trabajo regulado —porque nunca estuvieron fuera del trabajo: en los ámbitos del trabajo informal o de la economía sumergida—, y de los y las jóvenes trabajadores y trabajadoras. Esta constituyó una ruptura en la noción de «clase obrera» respecto de su identificación plena con la imagen del «proletariado», por entonces signo de identidad del movimiento sindical. La progresiva fragmentación y división de la condición asalariada afectó a sus discursos y prácticas y fue el pórtico de una nueva etapa. Entonces es cuando parece haberse dado el tránsito de una «clase obrera heroica» a los «héroes de la clase obrera», a los que hoy se identifica con los asalariados de determinados sectores propios del fordismo-taylorismo. Para que este paso se produjera mediaron grandes transformaciones históricas a partir de los procesos de «modernización» y democratización iniciados en Europa tras la Segunda Guerra Mundial, así como a la posterior quiebra del «pacto fordista» iniciado a finales de los años setenta. En aquel momento se producía un final de ciclo de la protesta obrera en el ámbito europeo. En el caso español, aquella etapa coincidiría con los años del final de la dictadura del general Franco y la consolidación de la democracia en un contexto de crisis durísima. Podría decirse como hipótesis que la evolución de nuestro país durante este período constituiría un contrarritmo europeo en comparación con otros países de su entorno. Su incorporación llegó a destiempo para encajar plenamente en el modelo que caracterizó los «años dorados» del capitalismo occidental, con la rúbrica del pacto social de posguerra. De la misma forma, y a diferencia de otros países, se llegó con suma rapidez a la asunción de una relectura del liberalismo hoy hege- mónica, que fue presentada a la sociedad como única alternativa.6 Algo que no cuestiona necesariamente el hecho de que entre finales de los años setenta y el 2008 se diera lo que López Bulla define como el «ciclo largo» para el caso español a la hora de referirse a una etapa de consecución de «bienes democráticos y materiales».
No obstante, durante los años ochenta, en el conjunto de las sociedades occidentales se daría la progresiva alteración, cuando no «invisibilidad», de lo que se denominó durante las anteriores décadas la clase obrera industrial. Este desvanecimiento se manifestó tanto en su acepción de categoría económica para el trabajo productivo como en su uso como concepto político movilizador, ambos con un origen presente en la obra de Karl Marx. De esta forma, se abría paso la impresión de que el trabajo manual entraba en decadencia simplemente porque el trabajo obrero industrial, que tradicionalmente era su imagen más difundida, lo estaba. Pero lejos de desaparecer, el trabajo manual experimentó incluso un crecimiento en diversas ramas del sector terciario que generará niveles importantes de ocupación.7 Simultáneamente se estaba produciendo en la sociedad un progresivo desfiguramiento del mundo obrero tal como había sido caracterizado hasta entonces, de sus culturas propias y de sus organizaciones sociales y políticas. La des-sindicalización del mundo del trabajo ha venido acompañada «de una retirada cada vez más marcada de los obreros de la escena política».8
Asimismo, también se puso de manifiesto una continuada pérdida del valor socialmente reconocido al trabajo —entendido como trabajo asalariado—, a los vínculos sociales que habían venido caracterizándolo y a su centralidad política. Esto tuvo consecuencias sobre la clase obrera, de modo que se producía su progresiva y «extraña evanescencia». Posteriormente, las razones tradicionales para la solidaridad con la causa obrera se vieron alteradas, manifestándose la ruptura con las lealtades forjadas hasta entonces. Se modificaron las relaciones e identificaciones con los partidos del espacio ideológico de la izquierda que se había identificado con la defensa de la clase obrera; en particular, con una socialdemocracia que tendría su «momento político» durante buena parte de aquellos mismos años y las décadas anteriores. Pero también en el terreno del sindicalismo se evidenciaron agudas dificultades para incorporar de manera adecuada las nuevas identidades laborales que emergían por entonces. En el cambio de siglo, en un contexto marcado por el predominio de un neoliberalismo rampante, el relato sobre la historia de la «clase obrera» parecía plantearse como un fundido en negro.
Ante este planteamiento, cabe decir que así como la clase obrera, según la conocida expresión del historiador británico E. P. Thompson, estuvo en su propio «nacimiento», debería estar en su propia «desaparición». Esto es algo que no acepta quien tiene urgencia en certificar su desaparición. No pueden asumirlo quienes conciben la clase obrera como un hecho dado, un mero subproducto de los procesos de industrialización y urbanización, y no como el resultado de una construcción histórica y cultural, conformada a partir de las acciones humanas en determinados contextos materiales y bajo límites y presiones que las condicionan. Visto así, lo que originariamente, durante su formación, constituía una «cuadrilla variopinta» formada por grupos heterogéneos de trabajadores, hace más de un siglo se habría constituido en una identidad colectiva, construida social y culturalmente y con capacidad para la movilización surgida en y a través de las ciudades industriales y vinculada a la izquierda europea. El movimiento obrero, cuando se constituyó en su portavoz, fue quien forjó a la clase obrera como identidad colectiva al dotarla de lenguajes específicos, al proporcionarle determinadas visiones de la sociedad y al apelar a su movilización e identificación con los proyectos políticos de emancipación social.9 Cabría pensar, en este sentido, que un nuevo ciclo de protestas laborales, nada más iniciarse el siglo XXI, pondrían en cuestión los apresurados y definitivos adioses dados al trabajo, a la clase trabajadora y al sindicato. En todo caso, a quien certifique que es así parece necesario reclamarle alguna explicación de cómo y cuándo se ha producido ese final, dando una explicación a partir de pruebas y no de prejuicios.

¿Qué final del trabajo?

Desde hace unos años, la evolución de las teorías y de las ideologías, que de todo hay, sobre el «fin del trabajo» suelen presentar a las tecnologías automatizadas como elemento de sustitución del trabajo humano, no solo en las empresas, también en los domicilios a partir de la llamada domótica. La calificada cada vez más frecuentemente como «Cuarta Revolución Industrial» tiene como innovación característica la inteligencia artificial, la digitalización, la machine learning y los sensores avanzados. Con frecuencia se insiste en que hoy la multiplicación de las innovaciones y su expansión hacen que los avances tecnológicos no tengan un carácter y una dimensión equiparables a aquellos asociados a las anteriores revoluciones industriales. No obstante, los discursos sobre la cuestión nos hablan a menudo de esta sustitución del trabajo humano por el robot como la causa de un mundo donde el trabajo como actividad humana constituirá un bien escaso. Esta visión, que no dibuja otra alternativa, goza de un amplio arraigo en la sociedad —por ejemplo, el 52,1 % de la población española cree que los empleos serán sustituidos por robots— y su repercusión mediática es cada vez mayor.10 Existen algunos datos que podrían avalarla. En un estudio, basado en fuentes proporcionadas por el Banco Mundial, se sostiene que la hipotética automatización de los empleos de baja cualificación y susceptibles de ser sustituidos por robots haría desaparecer porcentajes elevadísimos de puestos de trabajo en términos globales. Algunas informaciones aseguran que el mercado de los robots a nivel mundial podría alcanzar en el 2019 el valor de 135.000 millones de dólares. Así mismo, existen cálculos según los cuales con esta revolución tecnológica de ámbito global se destruirán 5,1 millones de puestos de trabajo netos entre el 2015 y el 2020. En febrero del 2016 la multinacional taiwanesa Foxconn —el mayor fabricante de móviles del mundo, y dedicada a trabajos de ensamblaje para Apple, Samsung, Acer, etcétera— anunció que sustituirá al 55 % de su plantilla (60.000 empleados) por robots. Otras informaciones nos hablan de que a la cabeza en la reestructuración de su mercado laboral estarían China y Japón. Algunas estimaciones habitualmente citadas pronostican que, debido al creciente uso de la computarización, el 47 % de los puestos de trabajo en Estados Unidos se encontrará en riesgo en las próximas dos décadas. En el caso español, los «análisis prospectivos más prudentes auguran una desaparición de hasta el 12 % de las ocupaciones debida a la automatización, que repercutirá con mayor intensidad en los trabajos que requieren menor cualificación. Este fenómeno agravaría la dualidad, la polarización, la sobrecualificación y los altos niveles de desempleo que caracterizan nuestro mercado laboral».11 En fin, de llevarse a cabo esta eliminación masiva de puestos de trabajo, sin duda tendría graves consecuencias, tanto para las economías desarrolladas con Estados del bienestar como para las economías periféricas del sistema. Esta predicción se corresponde con la imagen de un mundo con ribetes de utopía liberadora del trabajo, aunque, al mismo tiempo, combina elementos propios de una lectura distópica al est...

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