Lo Posthumano
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Lo Posthumano

Rosi Braidotti

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Lo Posthumano

Rosi Braidotti

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Nuestra segunda vida en el mundo digital, la comida genéticamente modificada, las prótesis de nueva generación y las tecnologías reproductivas son aspectos ya familiares de la condición posthumana. Ya que se han borrado las fronteras entre aquello que es humano y aquello que no lo es, poniendo en evidencia la base no natural del ser humano actual. Desde el punto de vista de la Filosofía y la Teoría Política, urge actualizar las definiciones de identidad y los fenómenos sociales a raíz de este salto. Con un simple análisis se verá que después de haber constatado el fin del Humanismo, es preciso ver en esta transformación las malas intenciones de una colonización de la vida por parte de los mercados y su lógica del beneficio. Es preciso, pues, adecuar la teoría a los cambios en curso, sin añoranzas por una humanidad ahora perdida y cogiendo las oportunidades ofrecidas por las formas de Neohumanismo que nacen de los movimientos medio ambientales y de los Estudios de Género y Postcoloniales.

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Information

Year
2015
ISBN
9788497849302
1
Posthumanismo: la vida más allá del individuo
Al principio de todo está Él: el ideal clásico del Hombre, identificado por Protágoras como «la medida de todas las cosas», luego elevado por el Renacimiento italiano a nivel de modelo universal, representado por Leonardo da Vinci en el Hombre vitruviano (véase figura 1). Un ideal de perfección corporal que, en línea con el dicho clásico mens sana in corpore sano, evoluciona hacia una serie de valores intelectuales, discursivos y espirituales. Juntos, éstos sostienen una precisa concepción de qué es humano a propósito de la humanidad. Además, aseveran con inquebrantable seguridad la casi ilimitada capacidad humana de perseguir la perfección individual y colectiva. Esa imagen icónica es el símbolo de la doctrina del humanismo, que interpreta la potenciación de las capacidades humanas biológicas, racionales y morales a la luz del concepto de progreso racional, orientado teleológicamente.
La fe en los poderes únicos, autorreguladores e intrínsecamente morales de la razón humana representa parte integrante de esta doctrina ultrahumanista, que ha sido sobre todo difundida durante los siglos XVIII y XIX mediante las reinterpretaciones de la antigüedad clásica y los ideales del Renacimiento italiano.
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Este modelo fija los estándares no sólo de los individuos, sino también de sus culturas. El humanismo se ha desarrollado históricamente como un modelo de civilización, que ha plasmado la idea de Europa como coincidente con los poderes universalizantes de la razón autorreflexiva. La transformación del ideal humanista en el modelo cultural hegemónico ha sido canonizada por la filosofía de la historia de Hegel. Esta perspectiva autocomplaciente sostiene que Europa no es una ubicación geopolítica, sino más bien un atributo de la mente humana que puede prestar sus cualidades a cualquier objeto apropiado. Ésta es la concepción expresada por Edmund Husserl (1970) en su famoso ensayo La crisis de las ciencias europeas, que constituye una apasionada defensa de los poderes universales de la razón contra la decadencia moral e intelectual simbolizada por el ascenso del Fascismo europeo de 1930. Según Husserl, Europa se presenta a sí misma como el lugar de origen de la razón crítica y autorreflexiva, cualidades que remiten a la norma humanista. Igual sólo a sí misma, Europa trasciende su especificidad en cuanto conciencia universal, o, más bien, presenta el poder de la trascendencia como su característica distintiva y el universalismo humanista como su peculiaridad. Esto convierte al eurocentrismo en algo más que una contingente cuestión de actitud: éste es un elemento estructural de nuestra práctica cultural, arraigado tanto en las teorías como en las prácticas institucionales pedagógicas. Como ideal de civilización, el humanismo ha alimentado «los destinos imperiales de la Alemania del siglo XVIII, de Francia, sobre todo de Gran Bretaña» (Davis, 1997, 23).
Este paradigma eurocéntrico implica la dialéctica entre el ego y el otro, además de la lógica binaria de la identidad y la alteridad, en calidad de motores de la lógica cultural del humanismo universal. Es central, por esta actitud universalista y por su lógica binaria, la noción de diferencia, entendida en sentido peyorativo. El sujeto equivale a la conciencia, a la racionalidad universal y al comportamiento ético autodisciplinante, mientras que la alteridad es definida como su contraparte negativa y especular. No obstante, cuando la palabra diferencia significa inferioridad, ésta asume connotaciones esencialistas y letales desde el punto de vista de las personas marcadas como “otras”. Éstos son los otros sensualizados, racializados y naturalizados, reducidos al estado no humano de cuerpos de usar y tirar. Nosotros somos todos humanos, sólo que algunos de nosotros son más mortales que otros. Desde el momento que su historia en Europa y en otras partes se ha caracterizado por marginaciones nefastas e interdicciones fatales, estos otros plantean preguntas sobre el poder y la exclusión. Necesitamos mayor responsabilidad ética para afrontar la herencia del humanismo. Tony Davies lo afirma lúcidamente: «Todos los humanismos hasta ahora han sido imperialistas. Éstos hablan de lo humano en los términos y en los intereses de una clase, un sexo, una raza y un genoma. Su presión sofoca a aquéllos que no ignora. Es casi imposible pensar en un crimen que no se haya cometido en nombre de la humanidad» (Davies, 1997, 141). En verdad, en muchos casos, desafortunadamente, diversas atrocidades se han cometido en nombre del odio hacia la humanidad, como demuestra el caso de Pekka-Eric Auvinen ilustrado en la primera viñeta de la introducción.
La reducida noción humanista de aquello que define lo humano es una de las claves para comprender cómo hemos llegado a la inflexión posthumana. El itinerario no es simple e identificable a priori. Edward Said, por ejemplo, complica el cuadro introduciendo una perspectiva postcolonial: «El humanismo entendido como una forma de nacionalismo protector o también defensivo es, creo, una mezcla peligrosa, aunque a veces inevitable, por su ferocidad ideológica y su implícito triunfalismo. En el contexto colonial, por ejemplo, el renacimiento de las lenguas y las culturas suprimidas, los intentos de afirmación nacional y el reclamo a antepasados ilustres […] son aspectos explicables y comprensibles» (Said, 2007, 64). Este atributo es crucial para evidenciar la importancia del lugar desde el que cada uno de nosotros toma la palabra. Las diferentes ubicaciones entre centros y periferias son de primordial relevancia, especialmente en relación a la herencia de un fenómeno complejo y multifacético como el humanismo. Por un lado, cómplice de genocidios y crímenes, por el otro, heraldo de enormes esperanzas y deseos de libertad, el humanismo marca la derrota de la crítica lineal. Esta proteiforme cualidad es, en parte, responsable de su longevidad.
Antihumanismo
Dejadme poner las cartas boca arriba aun estando sólo al principio de mi razonamiento: no soy en absoluto aficionada al humanismo y a la idea de humano que implícitamente contiene. Así, el antihumanismo es hasta tal punto parte de mi genealogía intelectual y personal, como de una tradición familiar, que, para mí, la crisis del humanismo parece un dato descontado. ¿Por qué?
Mi alegría al acoger la noción histórica de la decadencia del humanismo, con su núcleo eurocéntrico y sus tendencias imperialistas, se explica en primer lugar gracias a la política y a la filosofía. Ciertamente, el contexto histórico cuenta mucho. He crecido intelectual y políticamente en los años turbulentos que siguieron a la Segunda guerra mundial, cuando el ideal humanista fue radicalmente puesto en discusión. Durante los años sesenta y setenta un notable activismo antihumanista arraigó gracias a los nuevos movimientos sociales y a las culturas juveniles del período: feminismo, anticolonialismo y antirracismo, movimientos pacifistas y antinucleares. Cronológicamente ligados a las políticas sociales y culturales de la generación conocida como baby boomers, estos movimientos sociales han dado vida a políticas radicales, teorías sociales y nuevas epistemologías. Han desafiado los estereotipos de la retórica de la Guerra Fría, con su énfasis en la democracia occidental y el individualismo liberal.
Sólo la crisis teorética de la mediana edad nos impide reconocer nuestra pertenencia a la generación de los baby boomers.3 En este período, la imagen pública de aquella generación no es precisamente positiva. No obstante, a decir verdad, esta generación ha sido marcada por la herencia traumática de los diversos y fracasados experimentos políticos del siglo XX. El Fascismo y el Holocausto, por un lado, el Comunismo y el Gulag, por el otro, se equilibran en la balanza ensangrentada de la historia de los horrores. Hay un evidente nexo generacional entre estos momentos históricos y el rechazo del humanismo en los años sesenta y setenta. Concededme explicarlo.
Al nivel de sus propios contenidos ideológicos, estos dos fenómenos históricos, Fascismo y Comunismo, rechazan explícita e implícitamente los principios fundamentales del humanismo europeo, traicionándolos profundamente. Sin embargo, son muy distintos por lo que concierne a estructura y objetivos. Allí donde el Fascismo propugnaba una despiadada cesura de las raíces del concepto ilustrado de respeto por la autonomía de la razón y de la moral, el socialismo perseguía una versión comunitaria de la solidaridad humanista. Desde los inicios de los movimientos socialistas utópicos del siglo XVIII, la izquierda europea ha sentido atracción por el socialismo humanista. En verdad, el marxismo leninista rechazaba algunos aspectos del humanismo socialista, en particular su ensañamiento en la realización del potencial humano como autenticidad (opuesta a la alienación), proponiendo como alternativa el humanismo proletario, conocido también como humanismo revolucionario típico de la URSS, famoso por su denodada tendencia a la realización de la libertad humana, valor dado por universal, pero sólo bajo y a través del Comunismo.
Dos factores han contribuido a la popularidad del humanismo comunista después de las grandes guerras. El primero está representado por los desastrosos efectos que el Fascismo tuvo sobre la historia intelectual y social europea. Fascismo y Nazismo fueron causa de enormes daños también en la historia de la teoría crítica continental europea, puesto que destruyeron y desterraron de Europa enteras escuelas de pensamiento —en particular, marxismo, psicoanálisis, escuela de Francfort, la carga rompedora de la genealogía nietzscheana (por más que el caso de Nietzsche sea bastante complejo)—, que había sido central en la filosofía de principios del siglo XX. Además, la Guerra Fría y la división en dos bloques geopolíticos, que siguió al final de la Segunda Guerra Mundial, resquebrajó y dicotomizó Europa hasta 1989, dificultando el retorno al continente, que también las había alejado con violencia e ignorancia, de aquellas mismas teorías radicales. Es significativo, por ejemplo, que muchos de los autores que Michel Foucault considera precursores del pensamiento crítico de la modernidad avanzada (Marx, Freud, Darwin) sean los mismos pensadores que el Nazismo condenó a la hoguera pública en 1930.
La segunda razón de la popularidad del marxismo humanista está representada por el hecho de que el Comunismo, sobre todo gracias a la URSS, desarrolló un papel central en la derrota del Fascismo y, por tanto, resultó vencedor al final de la Segunda guerra mundial. En estos términos, se explica el hecho de que la generación política del Sesenta y ocho haya heredado una concepción positiva de la praxis y la ideología marxistas, en cuanto resultado de la oposición comunista-socialista al Fascismo y del compromiso armado de la Unión Soviética contra el Nazismo. Este dato de hecho choca con el casi epidérmico anticomunismo de la cultura americana y está destinado a permanecer como un punto de fuerte tensión intelectual entre Europa y Estados Unidos. Es algo difícil de recordar, al alba del tercer milenio, el hecho de que los partidos comunistas fueron los únicos verdaderos emblemas de la resistencia antifascista en Europa. Y que ellos jugaron, además, un papel significativo en los movimientos de liberación nacional en todo el mundo, en particular en África y Asia. El texto fundamental de André Malraux La condición humana (1934) es testigo tanto de la estatura moral como de la dimensión trágica del Comunismo, como lo es, en otro momento histórico y contexto geopolítico, la vida y la obra de Nelson Mandela (2008).
Edward Said, tomando la palabra como ciudadano de Estados Unidos, añade otra interesante observación: «El antihumanismo ha arraigado en la escena intelectual estadounidense en parte a causa de la difusa repulsión suscitada por la guerra en Vietnam. Esta aversión ha implicado también el surgimiento de un movimiento de resistencia contra el racismo y, en general, el imperialismo, además de contra las pedantes disciplinas humanistas que durante años habían representado un ejemplo de actitud apolítica, ajena al mundo, deliberadamente ignorante del presente, y a los efectos a veces manipuladores, siempre resuelto a celebrar las virtudes del pasado» (2007, 42).
Durante los años sesenta y setenta la nueva izquierda estadounidense se caracterizó por las radicales instancias antihumanistas, que se difundieron no sólo en contraste al liberalismo predominante, pero también en contraste con el marxismo humanista de la izquierda tradicional.
Soy perfectamente consciente del hecho de que esta noción de marxismo, hoy considerado una ideología violenta e inhumana, aproximada al humanismo podrá dejar asombradas a las generaciones más jóvenes y a aquéllos que no tienen familiaridad con la filosofía continental. Sin embargo, es suficiente recordar el énfasis con que pensadores del calibre de Sartre y De Beauvoir se servían del humanismo como método laico de análisis crítico. El existencialismo vuelve a la conciencia humanista como origen, sea de la responsabilidad moral, sea de la libertad política.
Francia ocupa una posición muy especial en la genealogía de la teoría crítica antihumanista. El prestigio de los intelectuales franceses se debe no sólo al formidable sistema escolar del país, sino también a razones ligadas al contexto. Entre estas razones está la alta envergadura moral de Francia a fines de la Segunda guerra mundial, debida a la resistencia de Charles de Gaulle. En consecuencia, los intelectuales franceses han seguido beneficiándose de una excelente reputación, sobre todo si son comparados con los pocos supervivientes de aquel paisaje devastado que era la Alemania de posguerra. De aquí la ilustre fama internacional de Sartre y De Beauvoir, pero también de Aron, Mauriac, Camus y Malraux. Tony Judt lo expresa sintéticamente: «A pesar de la tremenda derrota de Francia en 1940, a pesar del humillante sometimiento debido a la ocupación alemana durante cuatro años, a pesar de la ambigüedad moral del régimen de Vichy del mariscal Pétain, a pesar de la embarazosa subordinación del país a Estados Unidos y Gran Bretaña en los años de la posguerra para las políticas exteriores, la cultura francesa se convirtió de nuevo en el centro de atención internacional: los intelectuales franceses adquirían una especial relevancia internacional como portavoces de la época, y el contenido de las argumentaciones políticas francesas sintetizaba la renta ideológica en el mundo en general. Una vez más —por última vez—, París era la capital de Europa» (2005, 210).
Durante los años de la posguerra, París siguió funcionando como un imán que atraía y ponía en circulación la obra de cualquier clase de pensador crítico. Por ejemplo, Archipiélago Gulag de Aleksandr Solzh...

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