La palabra H
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Peripecias de la hegemonía

Perry Anderson

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Peripecias de la hegemonía

Perry Anderson

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Entre los conceptos que se repiten con frecuencia en los textos de relaciones internacionales y ciencia política, pocos son tan populares como el de "hegemonía", pese al poco acuerdo que hay sobre cuál sea exactamente su significado.En lo que constituye el primer estudio de calado histórico de la suerte diversa que ha corrido el concepto de hegemonía, Perry Anderson rastrea su aparición en la antigua Grecia y sitúa su redescubrimiento durante los alzamientos de 1848-1849 en Alemania. A continuación, sigue su accidentada trayectoria por la Rusia revolucionaria y la Italia fascista, por los Estados Unidos de la guerra fría y la Francia gaullista, por la Gran Bretaña de Thatcher y la India poscolonial, por el Japón feudal y la China maoísta, llegando finalmente hasta nuestros días.

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CAPÍTULO VIII
Secuelas
Gran Bretaña fue el primer caso en el que la importación de Gramsci produjo lo que su domesticación en Italia no había permitido: un análisis original sustantivo de la topografía social y política del país, estableciendo nuevos marcadores para una comprensión de lo que podría llegar a ser. En el Reino Unido la incorporación de Gramsci se remonta a principios de la década de los sesenta, cuando todavía era escasamente conocido fuera de Italia[1]. Una década después, el punto de partida para la mayor influencia de sus textos vino con un ensayo de Raymond Williams en el que respaldaba y desarrollaba la concepción gramsciana de la hegemonía como un «sistema central de prácticas, significados y valores que saturan la conciencia de una sociedad a un nivel mucho más profundo que las nociones comunes de la ideología». Haciendo hincapié en que tal hegemonía siempre involucraba un complejo conjunto de estructuras que debían ser continuamente «renovadas, recreadas y defendidas», ajustándose activamente e incorporando donde fuera posible prácticas y significados alternativos, Williams distinguía dos tipos de culturas opositoras, atribuible cada una de ellas a una clase y capaces de escapar a tal incorporación: residual y emergente, es decir, arraigada en un pasado o en lo que podría ser un futuro. Había también otras prácticas y valores menos asignables que acostumbraban a eludir la captura hegemónica. Porque por definición, insistía Williams, la hegemonía era selectiva: «Ningún modo de producción y, por lo tanto, ninguna sociedad u orden dominante y, en consecuencia, ninguna cultura dominante agota en realidad la práctica, la energía y la intención humana»[2].
Estos axiomas podían tomarse como apuntes para el logro de Stuart Hall, quien llegó de Jamaica para estudiar literatura inglesa en Oxford a principios de los años cincuenta. Fundador de Universities and Left Review en 1957 y director de esa revista en 1960, en 1964 se había incorporado al Centro de Estudios Culturales Contemporáneos de Birmingham fundado y dirigido por Richard Hoggart, con quien colaboró durante una década sustituyéndolo en 1972. A partir de entonces comenzó a analizar los enormes cambios que se estaban produciendo en la política británica, con una precisión sorprendente, para predecir sus resultados en lo que sigue siendo el ejemplo más clarividente de un diagnóstico gramsciano de una sociedad determinada[3]. Al cabo de un año de la formación en 1974 del gobierno laborista minoritario de Harold Wilson editó, junto a Tony Jefferson, una colección de artículos titulada Resistance through Rituals en los que se analizaban las subculturas de la juventud –principal, pero no exclusivamente– obrera, como un área recalcitrante dentro de una cultura dominante cuya hegemonía nunca fue establemente homeostática o totalmente absorbente, dando lugar, en el mejor de los casos, a un equilibrio móvil que debía ser continuamente reformulado para controlar las prácticas que discrepaban de él[4]. Tres años más tarde otro trabajo colectivo, Policing the Crisis, se centraba en sucesivos pánicos morales –espectros amenazantes de la revuelta juvenil, la inmigración negra o la militancia sindical–, en un momento de aguda crisis económica y turbulencia social que desencadenaron una reacción de sello pequeñoburgués. La demanda creciente de disciplina social se reflejaba ya en el cambio de Heath a Thatcher en la oposición conservadora. El Partido Laborista, después de haber intentado al principio limitarse a «gestionar el disenso», ahora se movía con aquel estado de ánimo hacia una mayor represión, en un movimiento pendular hacia una situación en la que «la coerción se convierte en la forma natural y rutinaria para asegurar el consentimiento». Eso no significa que en Gran Bretaña se diera una violenta represión desde arriba al estilo chileno sino, más bien, que, aun permaneciendo intactas todas las formas de un Estado posliberal, una actitud gubernamental más dura podría confiar en «una poderosa corriente de legitimidad popular»[5]. Lo que se vislumbraba en realidad era una poderosa corriente de populismo autoritario.
Un mes antes de que Thatcher llegara al poder en 1979, Hall advirtió que la socialdemocracia se había mostrado incapaz de dominar lo que se había convertido en una crisis orgánica del acomodo de posguerra, a la que el thatcherismo ofrecía ahora una potente respuesta. Entretejiendo las líneas contradictorias del neoliberalismo monetarista y del torysmo organicista, trataba de construir un nuevo sentido común, tal como lo entendía Gramsci. Identificando la libertad con el mercado y el orden con la tradición moral, vinculaba las oportunidades del uno con los valores de la otra en un solo paquete para el consumo popular. Se trataba de un proyecto hegemónico cuyos efectos ya se pudieron constatar en el «gran debate» sobre los fracasos de la escuela pública promovido por el primer ministro laborista Calla­ghan en 1976[6].
Una vez que Thatcher formó su primer gobierno, Hall desarrolló estas ideas durante la década siguiente, previendo correctamente su segunda y tercera victoria electoral. La izquierda había sufrido una profunda derrota en Gran Bretaña, como en Italia en los años veinte: el arsenal de conceptos gramscianos estaba directamente relacionado con la experiencia local. Si bien es cierto que Thatcher nunca contó con una mayoría numérica del electorado, y que su mandato siempre fue cuestionado por gran parte de la población, había conseguido agrupar a toda una serie de agentes sociales, desde banqueros y profesionales hasta trabajadores cualificados, pasando por pequeños empresarios, que representaban un bloque histórico en ese sentido. Intuitivamente, el thatcherismo había comprendido que los intereses sociales son a menudo contradictorios, que las ideologías no tienen por qué ser coherentes y que las identidades rara vez son estables, y se había trabajado en esos tres terrenos para formar a nuevos sujetos populares que encarnaran su hegemonía. Esa hegemonía, tal como había expuesto Gramsci, tenía necesariamente un núcleo económico: la desregulación financiera y la privatización de los servicios públicos para la City, impuestos más bajos para la clase media, aumento de los salarios para los trabajadores cualificados y venta de viviendas municipales para las masas en general. Pero, englobando todo eso, estaba la versión de Thatcher de una «revolución pasiva» gramsciana: la promesa ideológica de una modernidad retrasada, en un país que no había conocido la segunda ronda de transformación capitalista que había revigorizado Alemania o Japón en la posguerra. La clave de su éxito radicaba en la paradoja de una «modernización regresiva»[7].
Era un análisis convincente del régimen de Thatcher, se mire como se mire. Le faltaba ciertamente un marco internacional, mientras Reagan consolidaba su mandato –de base más amplia– en Estados Unidos y las recetas neoliberales se difundían por todo el mundo capitalista avanzado. Pero ninguna lectura política de una coyuntura es exhaustiva, y la de Hall tenía al menos un propósito: proponer la mejor forma de resistir y vencer al régimen conservador en Gran Bretaña. Para ello había que combatirlo en su propio terreno, argumentaba Hall, con la visión de otro tipo de modernidad, ofreciendo una emancipación del pasado más generosa y radical. Habría que combatir en todos los terrenos de la sociedad civil, así como en el del Estado, y no cabía permitirse el lujo de caer en posturas de indiferencia o desdén hacia áreas y temas tradicionalmente considerados menos que políticos: género, raza, familia, sexualidad, educación, consumo, ocio, naturaleza, así como el trabajo, los salarios, los impuestos, la salud o las comunicaciones. Había que respetar el pequeño rincón del mercado donde un capitalismo artesanal ofrecía un ámbito de variedad y elección, y la izquierda no debía dejarse «apartar del paisaje de los placeres populares». Pero su objetivo debía ser igualar las ambiciones de su adversario: no reformar sino transformar la sociedad.
En Italia el partido de masas que heredó las ideas de Gramsci las esterilizó, produciendo poco análisis original de la sociedad que lo rodeaba y ninguna estrategia coherente para cambiarlo. En Gran Bretaña sucedió lo contrario: se produjo un análisis original y se propusieron elementos de una estrategia coherente con él, pero no había ningún vehículo para ponerlo en práctica. Las intervenciones de Hall fueron publicadas en la revista de un pequeño CPGB que siguió al PCI en el eurocomunismo y la autoextinción. Eso dejaba únicamente al Partido Laborista, donde la influencia de Hall era mucho menor. Criticando su estatismo estrecho de miras y su hostilidad instintiva a la participación democrática, por no hablar de las movilizaciones, aprobó sin embargo más o menos explícitamente, en nombre de una relativa modernización, la decisión de la dirección del partido de purgarlo de una izquierda considerada aún más atrasada y, aunque no sin recelos, otorgó inicialmente a Blair varios epítetos laudatorios[8] antes de concluir que el nuevo laborismo –cada segunda palabra favorita, «moderno»– era una decepción, que extendía más que desplazaba los parámetros generales del thatcherismo. El conocimiento mucho más profundo de la naturaleza del partido que se podía encontrar en la primera publicación sobre Gramsci en el Reino Unido, obra de Tom Nairn, le habría evitado aquella decepción[9].
Fue también Nairn quien vio el otro lado de la coyuntura que desencadenó el proyecto de Hall, que seguía siendo una ausencia permanente. Para Gramsci, escribiendo desde Italia, un componente crítico de toda hegemonía completa era la creación de una voluntad y una cultura «nacional-popular». En la propuesta de Hall, el momento popular borra, casi completamente, el nacional. Las tensiones que Thatcher estaba introduciendo en la unidad de Ukania, que habían comenzado ya a crisparse cuando Nairn publicó The Break-Up of Britain (1977) en los mismos años en que Hall desarrollaba su informe sobre la fractura del acomodo político de posguerra, apenas eran apreciadas. Tal vez había una razón para ello. Gran Bretaña, como explicaba Nairn, no era y nunca había sido una nación: era un reino combinado nacido en el periodo moderno temprano, que había sobrevivido más allá de su época como gran imperio. Pero lo que el thatcherismo proclamaba como una identidad todavía imperial –encarnada en los portaaviones británicos en los mares del Atlántico Sur– estaba empezando a convertirse en un pis-aller multicultural para los inmigrantes del imperio, menos impasibles que los ingleses, aunque inevitablemente subordinados a las valencias históricas de Gran Bretaña. No es de extrañar que un jamaicano consciente del destino, no sólo de su propia isla, sino del Caribe en su conjunto, se apartara de ese nudo inextricable alrededor de la garganta de lo nacional, tal como lo concebía Gramsci[10].
Así pues, la propia reafirmación de la posición de su nación en el mundo, como ejemplo británico para todos los pueblos al poner por encima de todo la libertad, que era la más orgullosa proclamación de Thatcher, acabaría siendo su ruina cuando la integración europea que había ayudado a acelerar se cerró a su alrededor como una trampa: un gobernante italiano más sutil la sometió de un modo que no tenía cabida en el relato de Hall sobre su dominio del poder. ¿Arrojaba ese resultado una luz retrospectiva sobre ciertas grietas en su construcción de la hegemonía bajo el thatcherismo? En cierta medida es innegable. La doble torsión a la que se veía sometida Ukania entre Bruselas y Edimburgo, tan evidente hoy, ya era visible entonces. Correlativamente, aunque ya había subrayado una tendencia a la coerción en los años setenta, los textos de Hall de la década de los ochenta minimizaban su papel en cuanto a asegurar el dominio de Thatcher en el país cuando, en realidad, las dos victorias decisivas que le dieron su supremacía, después de un comienzo incierto, fueron ambas ejercicios de violencia: el aplastamiento de la huelga de los mineros y la guerra colonial por las Malvinas. Ni una ni otra recibieron la atención debida. Cuando el nuevo laborismo llegó al poder, hubo un punto ciego similar. «The Great Moving Nowhere Show», con el que ironizaba sobre el régimen de Blair, andaba un tanto descaminado: pronto se iba a poner en movimiento, con las armas en mano, hacia Pristina, Helmand y Basora. A la inversa, en cuanto al consenso alcanzado por Thatcher, el acento caía demasiado insistentemente en la captura ideológica a expensas de los incentivos materiales, y los propios motivos ideológicos aparecían –nunca explícitamente,...

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