Escritos sociológicos I
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Escritos sociológicos I

Obra completa 8

Theodor W. Adorno, Agustín González Ruiz

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Escritos sociológicos I

Obra completa 8

Theodor W. Adorno, Agustín González Ruiz

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El primer volumen de las obras completas de Adorno dedicado a la sociología incluye diversos textos relacionados con el ámbito de las ciencias sociales propiamente dichas, pero también con los de la política, la psicología o el psicoanálisis. En ellos ofrece, con su habitual profundidad de pensamiento, un clarividente análisis de temas tales como la pseudocultura, la propaganda fascista o el conflicto social.

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Information

Year
2019
ISBN
9788446046639
Introducción a
La disputa del positivismo en la sociología alemana[1][2]
Para Fred Pollock
el día de su quincuagésimo quinto cumpleaños
con sincera amistad
«Ábrete, Sésamo, – ¡quisiera salir!»
Stanislaw Jerzy Lec
En sus penetrantes consideraciones, durante la Discusión de Tubinga, sobre las dos ponencias con las que se inició en Alemania la controversia pública sobre la dialéctica y, en el sentido más amplio[3], sobre la sociología positivista, se lamenta Ralf Dahrendorf de que en el debate habría faltado «en general esa intensidad que se hubiese adecuado a la diferencia de concepciones existentes de hecho»[4]. Según él, algunos de los participantes en la discusión censuraron «la falta de tensión entre las dos ponencias y ponentes principales»[5]. Frente a lo cual Dahrendorf percibe «la ironía de semejantes coincidencias»; tras los puntos en común de la formulación se habrían ocultado profundas diferencias en la materia. Que de hecho no surgiera discusión alguna, apoyándose recíprocamente argumentos y contraargumentos, se debió no sólo al espíritu conciliador de los ponentes, los cuales se afanaron en principio por hacer en general teóricamente conmensurables las diferentes posiciones. Responsable de ello es también no sólo la actitud de algunos participantes en la discusión, que se salieron con la suya con su a veces recién adquirida extrañeza frente a la filosofía. Los dialécticos se retrotraen expresamente a la filosofía, pero los intereses metodológicos de los positivistas en la práctica son poco menos ajenos a la empresa de research realizada de forma ingenua. Ambos ponentes tendrían que confesarse culpables, sin embargo, de un verdadero defecto que se interpuso en el decurso de la discusión: ninguno de los dos logró la plena mediación hacia la sociología en cuanto tal. Mucho de lo que dijeron se refería a la ciencia en general. Para toda teoría del conocimiento, también para su crítica, están fijadas unas ciertas dosis de mala abstracción[6]. Quien no se contenta con la simple inmediatez del procedimiento científico y se sale de las necesidades del mismo, se procura también con la mirada más libre ventajas ilegítimas. Sentenciar, como se escuchó a veces, que la Discusión de Tubinga se habría quedado en los preliminares y por ello no habría servido en nada a la sociología en tanto que ciencia determinada, no acierta, sin embargo, en el diagnóstico. Los argumentos que se dejan en manos de la filosofía analítica de la ciencia sin entrar en sus axiomas –y sólo a esto se puede hacer referencia con «preliminares»– caen en la máquina infernal de la lógica. Por muy fielmente que se pueda seguir el principio de la crítica inmanente, no ha de aplicarse de forma irreflexiva allí donde la in­manencia lógica misma se eleva, prescindiendo de cualquier contenido particular, a única medida. A la crítica inmanente de la lógica desatada se añade la crítica a su carácter coercitivo. Este carácter lo acepta el pensamiento mediante la identificación irreflexiva con los procesos de la lógica formal. La crítica inmanente tiene su límite en el principio fetichizado de la lógica inmanente: a este mismo principio hay que llamarlo por su nombre. Por encima de esto, la sustancial relevancia de las supuestas discusiones preliminares para la sociología no es en modo alguno alambicada. Que, por ejemplo, quepa distinguir entre apariencia y esencia, es algo que interesa de manera inmediata; que se pueda hablar de la ideología y con ello llegar a todas las ramificaciones es una enseñanza sociológica central. Semejante relevancia sustancial de lo que produce la impresión de ser una especie de preámbulo gnoseológico o lógico, se explica por el hecho de que las controversias especializadas son por su parte, de forma latente, relativas al contenido sustancial. O bien el conocimiento de la sociedad está entrelazado con ésta y la sociedad entra en concreto dentro de la ciencia de la misma, o ésta es sólo un producto de la razón subjetiva, más allá de toda petición de aclaraciones relativas a sus propias mediaciones objetivas.
Sin embargo, detrás de la vituperada abstracción acechan dificultades de la discusión mucho más serias. Para que ésta sea en general posible, ha de proceder de acuerdo con la lógica formal. Esta tesis de su preeminencia constituye por su parte el núcleo de la concepción positivista o –para sustituir la tal vez excesivamente connotada expresión por una que fuera en todo caso aceptable para Popper– cientificista de cualquier ciencia, sociología y teoría de la sociedad incluidas. No ha de excluirse de los objetos de la controversia la cuestión de si la logicidad incondicional del procedimiento suministra de hecho a la lógica el primado absoluto. Las ideas, sin embargo, que exigen la autorreflexión crítica del primado de la lógica en las disciplinas objetivas, incurren inevitablemente en desventaja táctica. Han de reflexionar sobre la lógica con medios entre los que se imponen los lógicos – una contradicción de la clase de la que ya fue consciente con dolor Wittgenstein, el más reflexivo de los positivistas. Si un debate como el presente se condujera a partir de puntos de vista insoslayablemente ideológicos, enfrentados externamente entre sí, resultaría a priori infructuoso; si se entrega sin embargo a la argumentación, entonces se ve amenazado por el hecho de que se acepten tácitamente las reglas de juego de una de las posiciones, reglas que suministran no en última instancia el objeto de la discusión.
Dahrendorf respondió a la consideración del segundo ponente, según la cual no se trataría de ninguna diferencia de puntos de vista, sino de oposiciones decidibles, con la pregunta de «si no sería lo primero correcto, pero falso lo último»[7]. Ciertamente, de acuerdo con él, las posiciones no excluirían la discusión y el argumento, sin embargo las diferencias en la clase de argumentación serían tan profundas «que hay que dudar de si Popper y Adorno serían capaces de ponerse de acuerdo en un procedimiento con cuya ayuda se pudieran decidir sus diferencias»[8]. La cuestión es genuina: sólo puede responderse en el intento realizado de suministrar semejante decisión, no antes. El intento es forzoso porque la tolerancia pacífica respecto de dos tipos diferentes de sociología coexistentes el uno junto al otro no iría a parar a nada mejor que a la neutralización de la pretensión enfática de verdad. La tarea se presenta de forma paradójica: discutir las cuestiones controvertidas sin un juicio previo logicista, pero también sin dogmatismo. Habermas se refiere al esfuerzo al respecto, no a artes erísticas taimadas, con las formulaciones «infiltrarse» o «a espaldas». Habría que encontrar un lugar intelectual en el que se pueda entrar uno tras otro, en el que no se acepte, sin embargo, dentro de la controversia misma un canon temático regulador; una tierra de nadie del pensamiento. Ese lugar no hay que representárselo sin embargo, según el modelo de la extensión lógica, como algo aún más general que las dos posiciones enfrentadas. Su concreción la obtiene porque también la ciencia, incluida la lógica formal, no sólo es fuerza social productiva, sino asimismo relación social de producción. Está por ver si esto lo aceptarían los positivistas; ello afecta críticamente a la tesis fundamental de la absoluta independencia de la ciencia, de su carácter constitutivo para cualquier conocimiento. Habría que preguntar si es válida una disyunción rotunda entre el conocimiento y el proceso vital real; si no es más bien el caso que el conocimiento esté mediado para este proceso, si incluso su propia autonomía, mediante la cual se ha emancipado y objetivado productivamente frente a su génesis, no derivaría a su vez de su función social; si no constituye un contexto de inmanencia y, no obstante, se encuentra asentado, de acuerdo con su constitución en cuanto tal, en un campo de amplio alcance que actúa también dentro de su estructura inmanente. Semejante bifrontalidad, por plausible que resulte, vulneraría el principio de no-contradicción: la ciencia sería entonces autónoma, y sin embargo no lo sería. La dialéctica que defiende esto no puede alardear en este punto, como en ningún otro, de «pensamiento privilegiado»; no puede presumir de una facultad subjetiva especial con la que uno está dotado pero que al otro le está vedada, o presentarse en absoluto como intuicionismo. Más bien, inversamente, son los positivistas los que han de hacer el sacrificio, salir de la que Habermas denomina actitud-no-lo-entiendo y no descalificar sumariamente como ininteligible todo lo que no coincide con categorías como sus «criterios de sentido». En vistas de la creciente hostilidad contra la filosofía, uno no puede evitar la sospecha de que algunos sociólogos desearían sacudirse de encima abruptamente el propio pasado; de lo cual suele vengarse éste.
Prima vista la controversia se presenta como si los positivistas defendieran un concepto estricto de validez científica objetiva, que la filosofía suaviza; los dialécticos tienen un modo de proceder, como la tradición filosófica hace suponer, especulativo. En lo cual, desde luego, el uso lingüístico modifica el concepto de especulación hasta convertirlo en su contrario. No se lo interpreta ya como en Hegel, en el sentido de la autorreflexión crítica del entendimiento, de su limitación y autocorrección, sino, sin reparar en ello, de acuerdo con el modelo popular, que por lo especulativo se representa un cavilar sin ton ni son, libérrimo, precisamente sin autocrítica lógica y sin confrontación con las cosas. La idea de la especulación se ha invertido de este modo desde el desmoronamiento del sistema hegeliano y tal vez como consecuencia de ello, complaciente con el cliché fáustico del animal sobre el árido páramo. Lo que en su momento debía caracterizar al pensamiento que se libera de su propia estulticia y alcanza con ello la objetividad, se equipara a la arbitrariedad subjetiva: a la arbitrariedad porque hurtaría a la especulación de los controles generales de validez; al subjetivismo porque el concepto de hecho lo disuelve la especulación con su énfasis en la mediación, con el «concepto», que aparece como recaída en el realismo escolástico y, según el rito positivista, como representación del ser pensante que se confundiría osadamente con un ser en sí. Frente a esto, más fuerza que el argumento-tu-quoque insinuado por Albert la tiene la tesis según la cual la posición positivista, cuyo pathos y cuyo efecto se aferran a su pretensión de objetividad, sería a su vez subjetivista. Se trata de la crítica anticipada por Hegel a lo que él denominó filosofía de la reflexión. Triunfo de Carnap, de la filosofía no quedaría más que el método: el método del análisis lógico, que es prototipo de la decisión previa, cuasi-ontológica, en favor de la razón subjetiva[9]. El positivismo, para el que las contradicciones son anatema, tiene la suya más íntima e inconsciente en el hecho de que, de acuerdo con su mentalidad, se entrega a la objetividad más extrema, purificada de toda proyección subjetiva, enredándose con ello sin embargo tanto más en la particularidad de la razón simplemente subjetiva, instrumental. Los que se sienten como vencedores del idealismo están mucho más próximos a éste que la teoría crítica: hipostasian al sujeto cognoscente, ya no desde luego en tanto que creador absoluto, pero sí como el tópos noetikós de toda validez, del control científico. Queriendo liquidar la filosofía, se limitan a abogar por una que, apoyada en la autoridad de la ciencia, se impermeabiliza frente a sí misma. En Carnap, el eslabón final de la cadena Hume-Mach-Schlick, sigue resultando evidente la interdependencia del positivismo subjetivista más antiguo a través de su interpretación sensualista de los enunciados protocolares. Ésta desencadenó luego la problemática wittgensteiniana, ya que también esos enunciados de la ciencia no están dados de otra forma que lingüísticamente, no son ciertos de un modo inmediatamente sensible. El subjetivismo latente no se ve, sin embargo, en modo alguno quebrado por la teoría lingüística del Tractatus. «El resultado de la filosofía», se dice en él, «no son “enunciados filosóficos”, sino la clarificación de enunciados. La filosofía debe clarificar y delimitar con precisión las ideas, que de lo contrario son, por así decir, turbias y confusas»[10]. La claridad le incumbe, sin embargo, únicamente a la conciencia subjetiva. Wittgenstein sobretensa, imbuido de espíritu científico, de tal modo la exigencia de objetividad, que ésta se deshace y retrocede a esa paradoja total de la filosofía que constituye la aureola de Wittgenstein. El subjetivismo latente ha contrapunteado el objetivismo de la totalidad del movimiento de ilustración nominalista, la permanente reductio ad hominem. No es preciso que el pensamiento se adhiera a ella. Éste es capaz de descubrir críticamente el subjetivismo latente. Resulta sorprendente que los cientificistas, Wittgenstein incluido, se hayan preocupado tan poco por éste como por el antagonismo permanente entre el ala lógico-formal y el ala empirista, que saca a la luz desde el interior del positivismo, deformado, un antagonismo sumamente real. Ya en Hume la doctrina de la validez absoluta de la matemática se oponía de forma heterogénea al sensualismo escéptico. En ello se manifiesta lo poco que ha llegado al cientificismo la mediación de facticidad y concepto; de forma inconexa se convierten ambos en algo lógicamente incompatible. No se puede tanto defender la preeminencia absoluta de lo dado individualmente frente a las ideas, como fijar la independencia absoluta de un ámbito puramente ideal, justo el de lo matemático. Mientras se conserve, con las variaciones que se quiera, el berkeleyano esse est percipi, no se entiende de dónde procede la pretensión de validez de las disciplinas formales que no tiene su fundamento en nada sensible. Inversamente, todas las operaciones mentales conectantes del empirismo, para el que la conectabilidad de los enunciados es un criterio de verdad, postulan la lógica formal. Esta sencilla reflexión tendría que bastar para impulsar al cientificismo hacia la dialéctica. Sin embargo, la nociva polaridad abstracta de lo formal y lo empírico avanza de un modo sumamente perceptible dentro de las ciencias de la sociedad. La sociología formal es el complemento externo de la, según la terminología habermasiana, experiencia restringida. Las tesis del formalismo sociológico, por ejemplo las de Simmel, no son en sí falsas; sí en cambio los actos mentales que las desgarran de la empiria, las hipostasian y luego las completan adicionalmente con carácter ilustrativo; los descubrimientos predilectos de la sociología formal, tales como la burocratización de los partidos proletarios, tienen su fundamentum in re, pero no surgen de forma invariante del concepto más amplio de «organización en general», sino que se imponen a partir de condiciones sociales como la coerción en el seno de un sistema sumamente poderoso, cuya violencia se realiza sobre la totalidad en virtud de la difusión de sus propias formas de organización. De esa coerción se hace partícipes a los oponentes, no sólo mediante contagio social, sino también de un modo quasi rational: para que la organización pueda representar por el momento de forma efectiva los intereses de sus miembros. En el seno de la sociedad cosificada no tiene oportunidad alguna de supervivencia nada que no estuviera a su vez cosificado. La universalidad histórica concreta del capitalismo monopolista se prolonga en el monopolio del trabajo conjuntamente con todas sus implicaciones. Una tarea relevante de la sociología empírica sería la de analizar los víncu­los intermedios, exponer pormenorizadamente cómo la adaptación a las relaciones de producción capitalistas transformadas atrapa a aquellos cuyos intereses objetivos se resisten à la longue a esa adaptación.
Se puede denominar con razón subjetiva a la sociología positivista predominante en el mismo sentido que la economía subjetiva; en uno de sus representantes principales, Vilfredo Pareto, tiene una de sus raíces el positivismo sociológico actual. «Subjetivo» tiene en este contexto un doble significado. Por un lado, la sociología dominante opera, según lo expresa Habermas, con retículas, con esquemas que se colocan sobre el material. Aunque resulta incuestionable que en éstos el material obtiene asimismo validez según en qué sector tenga que ser insertado, constituye una diferencia central el hecho de que se interprete o no el material, los fenómenos, de acuerdo con una estructura clasificatoria elaborada no sólo por la ciencia que se les prescribe. Lo poco indiferente que es la elección de los supuestos sistemas de coordenadas, se puede ejemplificar en la alternativa consistente bien en colocar ciertos fenómenos sociales bajo conceptos como prestigio y status, o bien en derivarlos a partir de relaciones de dominación objetivas. De acuerdo con la segunda concepción, status y prestigio están s...

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