El cura y los mandarines (Historia no oficial del Bosque de los Letrados)
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El cura y los mandarines (Historia no oficial del Bosque de los Letrados)

Cultura y política en España, 1962-1996

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El cura y los mandarines (Historia no oficial del Bosque de los Letrados)

Cultura y política en España, 1962-1996

About this book

Tomando como hilo conductor la figura del "cura" Jesús Aguirre –quizá el más exitoso de los intelectuales de su generación, que no el más el brillante, ni mucho menos–, Gregorio Morán, uno de los últimos y más grandes representantes del periodismo crítico, presenta una implacable historia intelectual de la cultura española y sus protagonistas entre 1962 y 1996.

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Information

Year
2015
eBook ISBN
9788446042013
Edition
1
Topic
History
Index
History
1. El año de los descubrimientos
La muerte espera siempre, entre los años,
como un árbol secreto que ensombrece,
de pronto, la blancura de un sendero
y vamos caminando y nos sorprende.
JOSÉ LUIS HIDALGO, Los muertos (1947)
De 1962 se podría hacer una enciclopedia. Si hay años que concentran la historia, 1962 fue uno de ellos. Todo lo que habría de estar presente durante más de una década se mostró entonces, exhibiéndose de una manera tal, desbordante y abrumadora, como si se agolpara en una disputa por ocupar el lugar preponderante.
¿Qué fue lo más importante, los millares de mineros asturianos en huelga o la primera reunión política, en clave de futuro, entre la oposición del interior y la del exilio, conocida como el «contubernio de Múnich»? ¿Qué tuvo mayor trascendencia, el que Franco solicitara por primera vez relaciones con la Comunidad Económica Europea o que en Atenas tuviera lugar la boda entre dos jóvenes que se hablaban en inglés por más que se llamaran Juan Carlos de Borbón y Sofía de Grecia? ¿Influyó tanto en la sociedad española como cabría imaginar la designación de nuevos ministros, que no habían participado en la Guerra Civil, o el rasgo dominante que seguía marcando el momento era la detención de un responsable del clandestino Partido Comunista de España, Julián Grimau, que sería fusilado meses más tarde con gran escándalo exterior e interior? ¿Y la independencia de Argelia, tras el referéndum patrocinado por De Gaulle? ¿En qué medida la publicación en Buenos Aires de un mamotreto titulado Vasconia, firmado por Federico Krutwig, habrá de ser un catalizador de la cultura emergente en el País Vasco dando un giro a lo que ya empezaba a ser ETA, una organización radical e independentista cada vez más inclinada a la violencia? Y la modestia de un libro editado en Barcelona como Nosaltres, els valencians, de Joan Fuster, que inaugura la editorial de significativo nombre –Edicions 62– ¿no marca una etapa diferente en las corrientes culturales del nacionalismo catalán?
Como si todo lo que tuviera que suceder luego se anunciara en 1962. Un condensado de lo nuevo, de lo que apunta por salir y al fin salta, y aparece rompiendo con muchas cosas que parecían calmas e inmutables. Quizá todo influyera en todo, conscientemente o no, y eso podría ayudar a entender por qué emerge una literatura distinta en una sociedad que apunta maneras, la que consiente que un joven ingeniero, Juan Benet, haya de pagarse su volumen de narraciones Nunca llegarás a nada, y poco después el psiquiatra Luis Martín-Santos marcara definitivamente el territorio de la literatura española con un título que devendrá emblema trascendente, Tiempo de silencio. ¿O será La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, la novela que romperá ese mismo año, con el Premio Biblioteca Breve, el monótono ritual de una manera de narrar entendida como «realista»?
El pequeño enigma, la gran charada, podría reducirse al acertijo de responder si se trató del momento inaugural del canon, o el toque de clarín que los dejó en punto de derribo, como ruinas de un presente que todos, todos, exigían cambiar. 1962, siglo XX, Cambalache, como el tango redivivo cuyas estrofas pudieran desgranarse con apenas citar cada uno de los contradictorios acontecimientos de ese año, que duró tan poco como todos pero que abrió una estela larguísima.
Bastaba con leer un semanario, Triunfo, que desde junio del mismo 1962 parecía nuevo aunque tampoco lo era; como si cambiarle las costuras fuera suficiente para exhibirse en flamante. Según consta ante notario, editaba 52.323 ejemplares. Posiblemente la sección más leída entonces fuera «Cara y Cruz», escrita por el veterano periodista y novelista Ignacio Agustí, pero la crítica teatral la hacía José Monleón, la de cine Jesús García Dueñas, la de música Cristóbal Halffter, la de televisión Jaime de Armiñán y en cuestiones de arte se alternaban Castro Arines y Gaya Nuño. Hasta las crónicas de sociedad tenían cierto toque de distinción; las alimentaba una descendiente del conde de Romanones, Natalia Figueroa. La literatura estaba en las buenas manos de García Hortelano, que no se prodigaba mucho, y a quien sustituía un voluntarioso todo terreno para atender a lo que hiciera falta, el siempre honesto Ricardo Doménech. A él se debe, en vísperas del verano, la buena nueva: «Acabamos de leer Tiempo de silencio, una interesante novela de Martín-Santos».
Aún faltaba un año para que estuviera en las librerías y kioscos de postín la revista Cuadernos para el Diálogo, que aparecería en octubre de 1963. Muy otra cosa que Triunfo, no sólo por ser mensual sino también porque todo era texto, sin concesiones, donde se exhibía la multiplicidad de las corrientes católicas que luego irían evolucionando o involucionando, desde el falangismo y el espíritu de Cruzada, como era el caso de Laín Entralgo, Rof Carballo, el Padre Llanos, Salvador Lissarrague, hasta los jóvenes que desde los entornos familiares cristianos y tradicionales habrían de volar por su cuenta como Miguel Bilbatúa, Juan Luis Cebrián, Javier Rupérez, Ignacio Sotelo… Todos bajo la férula cardenalicia de don Joaquín Ruiz-Giménez, exministro desde 1956, pero siempre paternalmente bien visto desde el poder omnímodo del Estado aún nacional-católico.
Los Cuadernos para el Diálogo habrían de ser, desde los primeros números, un concentrado de presentes y futuros: Aguilar Navarro, Carlos Ollero, Jiménez de Parga, Raúl Morodo, José Luis Sampedro, Joaquín Garrigues Walker, Elías Díaz, Francisco Fernández Ordóñez, Gregorio Peces-Barba… No son como la Revista de Occidente, que también reaparece en 1963. Ellos están más cercanos a las cosas que interesan; la obviedad política y literaria y artística. Pero de todas formas la publicación de los inquietos de entonces no es ninguna de éstas, que tardarán aún en cuajar, sino Índice.
Índice aparece como un mensual que responde al entusiasmo y la empanada mental de su director, Fernández Figueroa, un franquista de la primera hora con inclinaciones al acratismo, el pacifismo de Lanza del Vasto, el panteísmo del poeta exiliado León Felipe y a los restos del naufragio en la pecera del falangismo. Índice es la revista más interesante de la primera mitad de los años sesenta en España, y siguiéndola se puede encontrar de todo; gemas, vetas, antiguallas y basuras, como en el expositor de un chamarilero de la cultura.
Es verdad que la atrabiliaria figura de Fernández Figueroa ha limitado los trabajos sobre Índice –el más concienzudo, y seco como un arenque, es obra de un holandés voluntarioso[1]–, pero por sus páginas pasan Pepe Bergamín y Juan Eduardo Cirlot, Enrique Ruiz García y José Aumente, los hermanos Fernández Santos, Carlos Bousoño y García Pavón, el filósofo exiliado García Bacca (¡en 1961!), el institucional Eugenio Frutos, José Ángel Valente y Ernesto Sábato, Carlos Edmundo de Ory y Francisco Rico, y también la colección de intelectuales y literatos a la moda española de la época, estilo Pedro Caba, buena gente y un tanto perifrástica. Inolvidable el fraseo de esa gran polígrafo alucinante que fue don Pedro Caba, hoy felizmente olvidado, prestando su inconmensurable locuacidad para explicar la superioridad novelística de Juan Antonio Zunzunegui –amigo suyo– sobre Pío Baroja[2]. Incluso un joven Carlos Gurméndez reseña El tambor de hojalata de Günter Grass en ¡¡marzo de 1962!!, recién llegado a las librerías de Copenhague, donde estaba entonces aquel rico comunista uruguayo, siempre emboscado.
Cualquier analista posmoderno deduciría que la España del 62 tenía ribetes de Bulevard St. Germain. Y ahí está la contradicción más sobresaliente de esa época franquista. La diferencia entre los que saben y los que no, los que están en los secretos y los que no. De qué te sirve saber que Grass ha publicado en Alemania un libro fascinante sobre un niño llamado Oskar y su tambor de hojalata y de protesta, si no tienes la posibilidad de conocer a Günter Grass, ni su texto ni lo que representa. Alcanzas a enterarte de cosas a las que no puedes acceder y que por tanto no forman parte de tu cultura. Tú sabes de qué va, y ejercitas el oído en esa inteligencia superficial de conocer de qué van las cosas, pero sin tener acceso a ellas.
La diferencia entre saber y no saber no es sólo una cuestión de voluntad sino de estar o no en el secreto. Yo puedo saber que se ha publicado El tambor de hojalata de Grass en la zona occidental de Alemania –entonces República Federal, con capital en Bonn–, o Sobre héroes y tumbas de Sábato, en Buenos Aires; incluso un agudo intermediario me puede explicar de qué tratan ambos libros, pero no puedo avanzar, a menos que tenga unos medios, unos recursos y unos contactos, harto caros, lentos y difíciles, para proveérmelos. Porque ésa es una cultura prohibida. No sometida a censura, como ocurrirá luego, sino sencillamente prohibida.
Sucederá con la mayoría de los autores exiliados; sabemos que existen e incluso qué han publicado. Estoy familiarizado con sus nombres y sus obras, pero no puedo acceder a ellos, sólo a quienes hablan de ellos. Analistas que no conocieron aquellos años, o que mienten para cubrir sus vergüenzas de entonces, afirman ahora, que existía por aquella época un acceso común a las culturas prohibidas, quizá fiados de su propia ignorancia y de las indignidades familiares. Son los que llegan a considerar que estar al tanto del nombre de las cosas equivale a conocer las cosas.
Hoy podríamos escribir, no sin sarcasmo, que entonces había tres niveles. El de la voluntad de saber; el primero, porque sin voluntad y por tanto sin esfuerzo, no se accedía a nada. El segundo, el de estar en el secreto, leyendo y escuchando a quienes sabían lo que se hacía en otra parte; en la inaccesible casa del intelectual vecino o allende el mar. Y un tercero y definitivo, el que estaba en condiciones de mezclar los diferentes niveles de quienes sabían porque conocían –una élite, reducidísima en realidad– y de quienes aseguraban saber porque se lo habían contado los que sabían. En este último plano se alcanzaba una incierta confusión de saberes entre lo asumido, lo impostado y lo usurpado.
La pregunta del millón pudiera limitarse a evaluar cuánta energía, talento, desasosiego, indignación, miedo, fueron acumulándose desde años antes –desde 1956, por ejemplo, que fue otra fecha significativa– para que se transformara en algo que parecía tan fresco y esperanzador. Y la verdad sea dicha es que ni era nuevo ni cabía esperanza alguna, como los tiempos vinieron a confirmar. Pero ¿qué importa eso cuando se están viviendo? La historia se consume en presente y si hay algo que carezca de perspectiva histórica es la esperanza.
No va a ser la magia de los números la que otorgue a 1962 el carácter de una especie de epifanía; es la memoria la que, al ir sumando, acaba sorprendida ante algo que parecía casualidad y acabó siendo un hallazgo. El descubrimiento del mundo hacia 1962 tiene la confusa ambigüedad de un equívoco, porque cabe entenderlo de diferentes modos, tanto en lo que se refiere a descubrimiento, como a mundo, como al guarismo 62; al fin y al cabo dos números que simbolizan un año que hizo de referente en un siglo cargado de fechas significativas.
¿Y los protagonistas? ¿Tienen algo entre ellos que deba sumarse a ese año luminoso? De eso se trata, de verlo. Hay una edad para todo. En 1962, el psiquiatra y flamante novelista Luis Martín-Santos tiene 38 años; Juan Benet, 35; Vargas Llosa, 26; Federico Krutwig, 41; Joan Fuster, 40. El recién casado Juan Carlos de Borbón cuenta 24 años y Fraga Iribarne, bautizado ministro de algo tan importante entonces como la Información y el Turismo, lo viejo y lo nuevo, va a cumplir 40. Con toda probabilidad los mineros asturianos Silvino Zapico y Vicente Baragaña, detenidos y torturados en 1962, estarán en esa franja de edad que media entre el Príncipe y el ministro.
Los protagonistas principales del Contubernio de Múnich son de otra época, ya frisan la cincuentena y están, por acción u omisión, enfangados por la Guerra Civil. Salvador de Madariaga, Gil-Robles, Rodolfo Llopis, Manuel Irujo, Dionisio Ridruejo… Incluso los que manejan las bambalinas, los imprescindibles Enrique Adroher Gironella y Julián Gorkin, penetraron ya en la edad política de la última oportunidad tras un tránsito espectacular que va de la fundación del POUM[3] a trabajar por cuenta de los Estados Unidos de América[4]. La reunión de Múnich, tan importante para las vacas nada sagradas del exilio, dejará huella casi en exclusiva sobre la generación emergente que aún no tiene nombre, que apenas se lo está haciendo. La de Pepín Vidal Beneyto, 35 años, demediado entre el negocio de las naranjas y la ambición intelectual de un político sin instrumento.
Conviene decirlo porque no habrá otra ocasión. Nunca jamás volverán a reunirse los dos bandos de la Guerra Civil mientras Franco esté vivo. Habrá que esperar a...

Table of contents

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Dedicatoria
  5. A modo de prefacio. Nota preliminar y necesaria
  6. Prólogo
  7. Agradecimientos y disculpas
  8. Primera parte. El descubrimiento del mundo hacia 1962
  9. 1. El año de los descubrimientos
  10. 2. Un barómetro intelectual
  11. 3. ¿El primer gobierno de posguerra?
  12. 4. Múnich, el contubernio
  13. 5. Retrato de grupo en el Santander de posguerra
  14. 6. Jesús Aguirre. La forja de un carácter con fondo de sotanas
  15. 7. Retazos culturales de época
  16. 8. La intensa brevedad de Luis Martín-Santos
  17. 9. La diferencia entre realidad y realismo
  18. 10. Tiempo de destrucción
  19. Segunda parte. Cuando la paz empezó a llamarse Franco
  20. 11. Introducción a los años del cólera
  21. 12. XXV Años de Paz en números romanos
  22. 13. La cultura oficial suma voces
  23. 14. La creación de Don Camilo
  24. 15. Cataluña, la preferida
  25. 16. La familia que medra unida, permanece unida
  26. 17. El cura Aguirre deviene un intelectual
  27. Tercera parte. Los años de la gallina ciega
  28. 18. El olvidado estado de excepción de 1969
  29. 19. Max Aub. Una anomalía
  30. 20. La memoria se descubre sentimental
  31. Cuarta parte. Cultura en transición, 1974-1982
  32. 21. Las «parasangas» de Carlos Barral
  33. 22. En la pista de salida
  34. 23. Pecios olvidados tras los naufragios
  35. 24. El País como parodia del intelectual colectivo
  36. 25. El fantasma se desvanece
  37. 26. Jesús Aguirre. Transformación o metamorfosis
  38. Quinta parte. La inteligencia y el poder socialista
  39. 27. La otra dialéctica de la Ilustración
  40. 28. Espectáculo y cultura
  41. 29. La doble derrota de Manuel Sacristán
  42. 30. Compromisos y favores de Estado
  43. 31. El Duque, nosotros y los nuestros
  44. 32. La inteligencia se institucionaliza
  45. 33. ¡Todos académicos!
  46. 34. Final con fanfarria