Una vez superado el régimen monárquico, Roma se convirtió en una República. Este largo periodo de su historia abarcó cinco siglos de duración, en los cuales se produjo la gran expansión de Roma, primero por la península itálica y a continuación por todo el Mediterráneo. Debido a la extensión temporal de esta etapa, algunos estudiosos plantearon distinguir subperiodos, pero ninguna propuesta ha trascendido. Aunque no les pongamos nombre, cierto es que algunas fechas, por su trascendencia, determinaron cambios de rumbo y nuevas etapas. En esencia se distingue una primera República arcaica, que desde su inicio abarcaría hasta el año 367 a.C. (con las leyes Licinias-Sextias), o incluso hasta el 287 a.C., cuando se decreta el carácter obligatorio de los plebiscitos para todo el pueblo romano. Estos dos primeros siglos supusieron tiempos de confrontación, tanto externa, con comunidades de Italia, como interna, por los conflictos sociales. El resultado fue, en el primer ámbito, una nueva estructura territorial; en el segundo, un nuevo aparato institucional. A partir de aquí se entraría en una República media, de estabilidad interna y expansión exterior. Y, por último, estaría la República tardía, iniciada en tiempo de los hermanos Graco (133 a.C.) y marcada por la crisis final del régimen.
Nuestra información para esta etapa sigue siendo fragmentaria e indirecta, procedente de fuentes muy posteriores a los hechos relatados (básicamente Polibio, Dionisio y Livio) y que ofrecen sus versiones a partir de obras perdidas. Con frecuencia hallamos en estos textos visiones anacrónicas debido a las «actualizaciones» a las que someten los acontecimientos narrados los autores.
LA TRANSICIÓN AL RÉGIMEN REPUBLICANO
Una vez que desaparece el último rey, ¿qué alternativa se propone; cómo se resuelve la transición al nuevo régimen? Las fuentes simplifican el proceso al otorgar el poder a una magistratura de dos hombres, parece que con el título de praetores, y que luego conoceremos como cónsules. Estos serían elegidos por los comitia centuriata para un año de mandato, con imperium, y heredarían buena parte de las insignias regias o símbolos del poder real (que portarían cada uno de los dos de manera alternativa). Es decir, se produciría la transición del poder de uno (el rey) al poder por pares, dos magistrados anuales (primero pretores y, mediado el siglo V a.C., cónsules). El Senado, por su parte, mantendría su posición. De manera progresiva, el aparato de poder se completaría con la creación de diversas magistraturas de orden menor. Se trataría, pues, según la tradición, de una solución de continuidad respecto al régimen monárquico, en la que desde un inicio aparecerían los signos que caracterizaron el poder republicano: anualidad y colegialidad.
No obstante, esta versión no ha convencido a todos los estudiosos, razón por la cual algunos autores han buscado una transición más «natural» o sencilla, que requeriría el mando inicial de un solo individuo, que sustituyese o desplazase al rey, un praetor maximus (por ejemplo, T. J. Cornell) o un dictator (como propone F. De Martino). Para salvar el hecho de que en los fastos se registren dos nombres (y no uno), se aduce que uno habría ostentado un poder superior a su colega; en el caso del praetor maximus, habría otro pretor de competencias menores y, en el del dictator, este habría contado con un asistente como magister equitum. De hecho, el mayor obstáculo para aceptar la lectura tradicional de los acontecimientos es la falta de paralelismos en la época, ya que no conocemos un poder máximo compartido por dos individuos. Las ciudades etruscas mantenían el régimen monárquico y las del Lacio magistraturas republicanas. T. J. Cornell resuelve la situación aduciendo que el nuevo régimen no haría más que combinar, de manera genial y probando el eclecticismo del que hicieron gala los romanos, elementos ya existentes. En el nuevo régimen la figura del rex sacrorum sustituiría al antiguo monarca y asumiría buena parte de sus funciones religiosas: supervisión del calendario, sacrificios al inicio de cada mes y en los comicios, etc., aunque con el tiempo su papel se iría desdibujando y acabaría sometido al pontifex maximus como un miembro más del colegio pontificio. Por el contrario, no podría ejercer cargos público ni pertenecer al Senado. De este modo, antes de la instauración plena del poder republicano y, a modo de transición, habría una monarquía doble con un magistrado vitalicio (magister populi), que gobernaría junto a un rey limitado ya solo a su papel religioso, reducido ad sacra.
Por otra parte, las fuentes mencionan también a tribunos militares ostentando poderes consulares en la segunda mitad del siglo V a.C., quienes, en determinados años, estando en suspenso el consulado, desempeñarían sus competencias. Se trataría de grupos de magistrados, hasta seis u ocho hombres, aparentemente de igual rango. Este dato ha llevado a algunos autores, como H. I. Flower, a hablar de un periodo de «experimentación» a partir de mediados de esta centuria, con soluciones alternativas en la cima del poder.
En consecuencia, en la sustitución de la monarquía por el régimen republicano los poderes religiosos del rey siguieron transmitiéndose a un sacerdote, el rex sacrorum, y el resto de las competencias monárquicas pasaron a altos magistrados civiles anuales y epónimos, los cónsules. Probablemente hubo una fase de transición hasta la creación de las magistraturas supremas colegiadas, pero nos falta información sobre los pormenores del proceso. Para los defensores de la tradición, ese periodo transitorio fue breve y estaría consolidado a principios del siglo V a.C., cuando se comienzan a proponer las primeras reivindicaciones plebeyas. En cuanto a la fecha, las fuentes datan en el año 509 a.C. el nacimiento de la República. No hay certeza alguna en este dato, pero sí sabemos con seguridad que el proceso se sitúa a finales del siglo VI a.C. Por último, debemos recordar que el cambio de régimen político en Roma puede encajarse dentro de las transformaciones que tenían lugar en la cuenca mediterránea; en particular en el mundo griego, en el que las tiranías dieron paso de manera progresiva a nuevos sistemas «democráticos», y en la propia Italia, donde no quedarán gobiernos monárquicos ya en el siglo IV a.C.
EL CONFLICTO ENTRE PATRICIOS Y PLEBEYOS
Bajo esta expresión la historiografía incluye una serie de cuestiones sociales clave para el desarrollo de la República en sus dos primeros siglos de existencia. Según la interpretación tradicional de las fuentes, el conflicto entre los dos órdenes arrancaría desde el propio origen de Roma, puesto que la división de la población en dos correspondería ya a Rómulo: de su organización nacerían las gentes propias de los patricios. El enfrentamiento se plasmaría en una serie de episodios en los albores del periodo republicano y concluiría a mediados del siglo III a.C. No obstante, hoy en día se asume que se trata de un proceso muy complejo y de larga duración, que no se cierra y que está presente, incluso, en la crisis de la res publica.
Los protagonistas
Ya trazamos las pinceladas esenciales de los patricios en el capítulo anterior. Se trataba, en tiempos de la Monarquía, de un grupo de condición hereditaria (conformado por hijos legítimos de padre patricio) que basaba su poder en el prestigio de su origen (gentes antiquísimas) y en su condición privilegiada (oficiaban las principales ceremonias sagradas, asumían el interrex y entregaban los auspicia al rey). En la transición al nuevo régimen las fuentes indican que mantendrían esta condición elitista en el orden político, al ostentar en exclusiva la magistratura del consulado. No obstante, el registro de los fasti no corrobora esta afirmación y se constatan nombres de cónsules de condición plebeya.
En cualquier caso, parece que los patricios defendieron a ultranza su monopolio de las magistraturas (es lo que G. De Sanctis denominó serrata, y que podríamos traducir por cerrazón) y que este fue uno de los argumentos del conflicto. La posición patricia fue inmovilista y procuró mantener el control exclusivo de los resortes del poder, fruto de las estructuras gentilicias. Esta posición chocaba con el carácter dinámico de las formas estatales, derivadas de las nuevas estructuras nacidas de la reforma censitaria. Otros elementos que entraron en juego fueron las comunidades latinas que Roma fue incorporando, como fuerzas centrífugas que rompían la definición territorial rígida de la ciudadanía romana. De ahí surgió un contraste aún mayor de posiciones: al inmovilismo patricio, de tipo vertical, en el conflicto interno que lo enfrentaba con el orden plebeyo se opuso la «movilidad horizontal» (como la caracterizó C. Ampolo) que Roma practicó hacia fuera con otras comunidades. Es decir, la apertura hacia el exterior contrastaba abiertamente con la cerrazón interna. Tenemos, en suma, un grupo patricio cerrado y exclusivo que mantenía su poder en el arranque de la República al controlar magistraturas, Senado y sacerdocio. Además, sus miembros reaccionaron, ante las pretensiones de otros de romper su monopolio, dotándose de un código aristocrático estricto que afirmase su superioridad; de ahí la prohibición de contraer matrimonios mixtos o la limitación de la ostentación.
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