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Minima moralia: reflexiones desde la vida dañada
Obra completa, 4
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Minima moralia: reflexiones desde la vida dañada
Obra completa, 4
About this book
Minima moralia, probablemente una de las obras más conocidas de Adorno, fue escrito en su mayor parte en los años finales de la Segunda Guerra Mundial. Con la perspectiva del intelectual en el exilio siempre presente, el autor articula en tres partes y un apéndice un corpus poderoso y coherente de aforismos, teñidos de un profundo sentimiento de desgarro, en los que aborda algunos de los ámbitos favoritos de su pensamiento, como la sociología, la antropología o la estética. El conjunto constituye, sin duda, una de las obras fundamentales de la filosofía de la segunda mitad del siglo XX, que se presenta ahora en una nueva traducción corregida y aumentada.
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Information
Tercera parte
1946-1947
Avalanche, veux-tu m’emporter dans ta chute?
Baudelaire
101
Planta de invernadero.–El hablar de precocidad y de tardanza, rara vez exento del deseo de muerte para la primera, es una inconveniencia. Quien madura pronto vive en la anticipación. Su experiencia es apriorística, sensibilidad divinatoria que palpa en la imagen y la palabra lo que sólo posteriormente ejecutarán el hombre y la cosa. Tal anticipación, hasta cierto punto satisfecha en sí misma, sorbe del mundo exterior y tiñe fácilmente su relación con él del color de lo neuróticamente lúdico. Si el precoz es algo más que poseedor de habilidades, por lo mismo estará obligado a superarse a sí mismo, una obligación que los normales gustan de adornar con el carácter de deber moral. Tendrá que reconquistar con esfuerzo para la relación con los objetos el espacio ocupado por su representación: tendrá que aprender a sufrir. El contacto con el no-yo, con la madurez presuntamente tardía, apenas perturbada interiormente, se le convierte al precoz en necesidad. Su propensión narcisista, revelada por la preponderancia de la imaginación en su experiencia, retrasa precisamente su maduración. Sólo posteriormente pasará, con crasa violencia, por situaciones, angustias y sufrimientos que en la anticipación estaban atenuados y que, al entrar en conflicto con su narcisismo, se tornarán morbosamente destructores. De ese modo vuelve a caer en lo infantil que una vez con tan poco esfuerzo había dominado y que ahora exige su precio; él se vuelve inmaduro y maduros los demás que en aquella fase tuvieron que ser, como se esperaba de ellos, hasta necios, y a los que les parece imperdonable lo que con tan desproporcionada agudeza le sucede al otrora precoz. Ahora es azotado por la pasión; demasiado tiempo mecido en la seguridad de su autarquía, se tambalea desvalido donde una vez levantó aéreos puentes. No en vano acusa la letra de los precoces alertadores rasgos infantiles. Son una perturbación del orden natural, y la salud trastornada se ceba en el peligro que los amenaza al par que la sociedad desconfía de ellos como negación visible de la ecuación de esfuerzo y éxito. En su economía interna se cumple de modo inconsciente, pero inexorable, el castigo que siempre tuvieron merecido. Lo que con engañosa bondad se les ofreció, ahora se les retira. Hasta en el destino psicológico una instancia vigila para que todo sea pagado. La ley individual es un jeroglífico del cambio en equivalencias.
102
Circule despacio.–En el acto de correr por la calle hay una expresión de espanto. Es la precipitación que imita el gesto de la víctima en su intento de sortear el precipicio. La postura de la cabeza, que quiere mantenerse arriba, es la del que se ahoga, y el rostro crispado imita la mueca del tormento. Debe mirar hacia adelante, apenas puede volverse sin dar traspiés, como si tuviera detrás a un persecutor cuyo rostro hiciera paralizarse. En otro tiempo se corría para huir de los peligros demasiado graves para hacerles frente, y sin saberlo esto es lo que aún hace el que corre tras el autobús que se le escapa. El código de la circulación no tiene ya que contar con los animales salvajes, y sin embargo no ha pacificado el correr. Éste ha desarticulado el andar burgués. Lo que viene demostrado por el hecho de que el correr no se compadece con la seguridad y de que, como siempre sucede, en él no se escapa de otra cosa que de las fuerzas desatadas de la vida, aunque se trate sólo de vehículos. El hábito corporal del andar como el modo normal es cosa de los viejos tiempos. Era la manera burguesa de desplazarse, la desmitificación física –libre ya del hechizo del paso hierático– del deambular sin asilo, de la huida jadeante. La dignidad humana se aferraba al derecho al paseo, a un ritmo que no le era impuesto al cuerpo por la orden o el horror. Pasear, vagar era en el siglo xix pasatiempo privado, herencia de la movilidad feudal. Con la era liberal el andar se extingue incluso antes de aparecer el automóvil. El Jugendbewegung, que palpaba estas tendencias con su infalible masoquismo, impugnó las excursiones dominicales paternas y las sustituyó por marchas forzadas voluntarias a las que, con inspiración medieval, llamaba Fahrt, aunque pronto tuvo ya a su disposición el modelo Ford. Quizá en el culto de la velocidad producto de la técnica, y al igual que en el deporte, se oculte el impulso de dominar el horror que expresa el correr separando a éste del propio cuerpo y excediéndolo soberanamente: el triunfo del velocímetro calma de una manera ritual la angustia del perseguido. Pero cuando a una persona se le grita: «¡corre!», desde el niño que debe ir a por el bolso que su madre ha olvidado en el primer piso hasta el preso al que la escolta le ordena la huida a fin de tener un pretexto para matarle, es cuando se deja oír la violencia arcaica que, de otro modo, dirige silenciosa cada paso.
103
Infeliz[1].–Lo que sin fundamento real, como si se estuviera poseído por ideas fijas, más se teme, tiene la impertinente tendencia a convertirse en hecho. La pregunta que no se quisiera escuchar a ningún precio es la que formulará el subalterno con un interés pérfidamente amable; la persona de quien más recelosamente se desea mantener alejada a la mujer amada será precisamente la que invite a ésta, aunque se halle a mil leguas, por recomendaciones bienintencionadas y la que creará ese tipo de relaciones donde acecha el peligro. Está por saber hasta qué punto se fomentan tales terrores; si en el primer caso poniendo aquella pregunta en la boca del malicioso con nuestro celoso silencio o en el segundo provocando el fatal contacto al pedirle al mediador, con una confianza neciamente destructiva, que no se le ocurra hacer nada. La psicología sabe que quien se figura la desgracia, de algún modo la desea. ¿Pero por qué le sale tan inevitablemente al encuentro? Algo hay en la fantasía paranoide que corresponde a la realidad que ella tuerce. El sadismo latente de todos adivina infaliblemente la debilidad latente de todos. Y el delirio de persecución se contagia: siempre que aparece, los espectadores se sienten irresistiblemente impulsados a imitarlo. Ello ocurre con más facilidad cuando se le da una razón haciendo aquello que el otro teme. «Un loco hace ciento» –la abismática soledad del delirio tiene una tendencia a la colectivización, en la que el cuadro delirante se reproduce. Este mecanismo pático armoniza con el mecanismo social hoy determinante. Los individuos socializados en su desesperado aislamiento tienen hambre de convivencia y se apiñan en frías aglomeraciones. De ese modo la locura se hace epidémica: las sectas extrañas crecen al mismo ritmo que las grandes organizaciones. Es el de la destrucción total. El cumplimiento de las fantasías de persecución proviene de su afinidad con el carácter criminal. La violencia basada en la civilización significa la persecución de todos por todos, y el que padece delirio de persecución se pone en desventaja al atribuir al prójimo algo dispuesto por la totalidad en el desesperado intento de hacer la inconmensurabilidad conmensurable. Se consume porque quiere apresar de forma inmediata, con sus propias manos, el delirio objetivo, del que él es trasunto, cuando el absurdo reside precisamente en la pura mediación. Él es la víctima elegida para la perpetuación de la ofuscación hecha sistema. Aun la peor y más absurda imaginación de efectos, la más salvaje proyección, implica el esfuerzo inconsciente de la conciencia por conocer la mortal ley en virtud de la cual la sociedad perpetúa su vida. La aberración no es sino un cortocircuito en la adaptación: la locura patente de uno ve equivocadamente en el otro la cierta locura de la totalidad, y el paranoico es la imagen irrisoria de la vida justa al querer por su propia iniciativa imitar la vida falsa. Pero así como en un cortocircuito saltan chispas, un delirio se comunica, al modo de los relámpagos, con otro en la verdad. Los puntos de comunicación son las brutales confirmaciones de los delirios de persecución, que convencen al que los padece de que tiene razón para hundirlo tanto más profundamente. La superficie de la existencia vuelve en seguida a cicatrizar y le demuestra que ésta no es tan mala, y que él está loco. Subjetivamente anticipa la situación en que, súbitamente, la locura objetiva y la impotencia del individuo se vuelven convertibles, del mismo modo que el fascismo, en cuanto dictadura de los afectados de manía persecutoria, confirma todos los temores de persecución de sus víctimas. Decidir, por tanto, si un recelo extremado es paranoico o tiene una base real –el eco personalizado de los gritos de la historia–, es algo que sólo podrá hacerse más adelante. La psicología no alcanza al horror.
104
Golden Gate.–En el desairado, en el desdeñado, hay algo que se deja notar con la misma claridad con que los dolores intensos iluminan el propio cuerpo. Él reconoce que en lo íntimo del amor ciego, que nada sabe ni debe saber, palpita la exigencia de claridad. Ha padecido injusticia, y ahí apoya su demanda de justicia al tiempo que se ve obligado a retirarla, pues lo que él desea sólo puede provenir de la libertad. En esta servidumbre, el rechazado alcanza la integridad humana. Como invariablemente el amor descubre lo general en lo particular, único lugar donde se hace honor a lo general, lo general se vuelve mortalmente contra el amor erigiendo la autonomía de lo próximo. El fracaso, en el que se impone lo general, le parece al individuo un estado en el que se halla excluido de lo general; el que perdió el amor se sabe abandonado de todos, por eso desdeña el consuelo. En el sinsentido de la privación llega a percibir lo falso de toda satisfacción meramente individual. Pero de ese modo se despierta en él la conciencia paradójica de lo general, del inalienable e irrecusable derecho humano a ser amado por la amada. Con su aspiración, no fundada en título ni prerrogativa algunos, a ser correspondido apela a una instancia desconocida que graciosamente le conceda lo que le pertenece y no le pertenece. El secreto de la justicia en el amor es la superación del derecho que el amor reclama en sus gestos, sin palabras. «Donde quiera debe el amor / engañada, neciamente existir.»[2]
105
Sólo un cuarto de hora.–Noche de insomnio: para esto puede haber alguna fórmula capaz de hacer olvidar la vacía duración, las horas penosas que se prolongan en inútiles esfuerzos pareciendo que nunca llegará el fin con el alba. Pero lo que causa esas noches de insomnio en las que el tiempo se contrae y se escapa, inútil, de las manos, son los terrores. Uno apaga la luz con la esperanza de llenar esas largas horas con un descanso reparador. Pero cuando no puede apaciguar los pensamientos desperdicia la valiosa provisión de la noche, y hasta que consigue no ver nada detrás de los ojos cerrados y enrojecidos sabe que es muy tarde, que pronto le despertará con sobresalto la mañana. De un modo parejo, implacable, inútil, debe agotarse para el condenado a muerte el último plazo. Pero lo que en esta contracción de las horas se manifiesta es lo contrario del tiempo consumado. Si en éste el poder de la experiencia rompe el hechizo de la duración y reúne lo pasado y lo futuro en lo presente, en las impacientes noches de insomnio la duración origina un horror insoportable. La vida humana se convierte en instante, y no porque supere la duración, sino porque se desvanece en la nada manifestando su vanidad en el seno de la mala infinitud del tiempo en sí. En el ruidoso tic-tac del reloj se percibe el desdén de los eones por la duración de la propia existencia. Las horas que ya han pasado como segundos antes de que el sentido interno las haya asimilado, anuncian a éste, arrastrándolo en su precipitación, que él y toda memoria están consagrados al olvido en la noche cósmica. Un olvido del que los hombres hoy se percatan de un modo obsesivo. En su estado de total impotencia, lo que se le ha dejado vivir le parece al individuo el plazo breve de un ajusticiado. No espera vivir por sí mismo su vida hasta el final. La posibilidad de la muerte violenta o el martirio, presente a cada uno, se continúa en la angustia de saber que los días están contados y la duración de la propia vida establecida en las estadísticas; de saber que el envejecer en cierto modo se ha convertido en una ventaja ilícita que hay que sacar con engaño de los valores medios. Quizá esté ya agotada la cuota de vida dispuesta, con carácter revocable, por la sociedad. Una angustia semejante registra el cuerpo en la huida de las horas. El tiempo vuela.
106
Las florecillas todas[3].–La frase de Jean Paul de que los recuerdos son la única posesión que nadie nos puede arrebatar, pertenece al acervo de consuelos impotentemente sentimentales que pretende hacer creer al sujeto que la retirada llena de resignación a la interioridad supone para él una satisfacción que suele desperdiciar. Con la disposición del archivo de sí mismo, el sujeto se incauta de su propio depósito de experiencias haciendo del mismo una propiedad y, de ese modo, convirtiéndolo en algo totalmente exterior al propio sujeto. La pasada vida interior se convierte en mobiliario del mismo modo que, inversamente, toda pieza estilo biedermaier se convertía en recuerdo hecho madera. El intérieur en que el alma guarda la colección de sus acontecimientos y curiosidades es algo caduco. Los recuerdos no se conservan en cajones o en abanicos, sino que en ellos lo pretérito se combina íntimamente con lo presente. Nadie puede disponer con libertad o a capricho de aquello en cuya alabanza tanto abundan las frases de Jean Paul. Es precisamente cuando los recuerdos se hacen objetivos y manejables, cuando el sujeto cree estar completamente seguro de ellos, cuando pierden el color como delicados tapices expuestos a la hiriente luz solar. Pero cuando, protegidos por el olvido, conservan su vigor, están expuestos a riesgos, como todo lo viviente. La concepción de Bergson y Proust, dirigida contra la cosificación, y según la cual lo presente, la inmediatez, sólo se constituye por la memoria, por la acción recíproca del ahora y el antes, por lo mismo tiene no sólo un aspecto salvador, sino también infernal. Igual que ninguna vivencia anterior que no haya sido liberada por alguna involuntaria rememoración de la rigidez cadavérica de su existencia aislada es real, ningún recuerdo está, a la inversa, garantizado como algo existente en sí, indiferente al futuro del que lo guarda; ni ningún pasado es inmune, por su conversión en mera representación, a la maldición del presente empírico. El más feliz recuerdo de una persona puede ser sustancialmente anulado por una experiencia posterior. Quien ha amado y traiciona ese amor, no sólo inflige un daño a la imagen de lo pasado, sino también a éste mismo. Cuando se despierta el recuerdo, con incontrastable evidencia se introduce en él un gesto involuntario, un tono de ausencia, una vaga hipocresía del placer, que hace de la cercanía de ayer la extrañeza de hoy. La desesperación no tiene la expresión de lo irrevocable porque la situación no pueda llegar a mejorar, sino porque arrastra a su abismo al tiempo pasado. Por eso es necio y sentimental querer mantener el pasado limpio de la sucia marea del presente. El pasado no tiene otra esperanza que la de, abandonado al infortunio, resurgir de él transformado. Pero quien muere desesperado es que su vida entera ha sido inútil.
107
Ne cherchez plus mon coeur[4].–El heredero de la obsesión balzaquiana, Proust, al que toda invitación del mundo elegante parece abrir el Sésamo de la vida recobrada, se introduce en un laberinto donde el cotilleo prehistórico le revela los oscuros secretos de todo esplendor hasta parecer éste insulso y agrietado a los ojos demasiado cercanos y nostálgicos. Pero el placet futile, la aflicción por una clase ociosa históricamente sentenciada de la que t...
Table of contents
- Portada
- Portadilla
- Legal
- Advertencia del autor
- Dedicatoria a Marx
- Dedicatoria
- Primera parte 1944
- Segunda parte 1945
- Tercera parte 1946-1947
- Apéndice
- Apostilla del editor
- Títulos publicados