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About this book
Considerada como una de las novelas más representativas y complejas de Tagore, Gora presenta un retrato magistral de la sociedad bengalí a través de la epopeya de su protagonista. En el relato se entreteje una historia que muestra una India cuya diversidad de razas, culturas y religiones, pero sobre todo la división en castas, provocan un desgarro que lamentablemente no se aleja del que vive en la actualidad. En Gora, Tagore hace su universal llamamiento, contra toda casta, contra todo puritanismo, contra toda confrontación.
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Information
I
Era la época de las lluvias en Calcuta; las nubes matutinas se habían dispersado y el cielo estaba bañado en claridad solar.
Binoy-Bhusan se hallaba solo en el balcón del piso alto de su casa, observando perezosamente el incesante fluir de los transeúntes. Hacía poco tiempo que había terminado sus estudios, no habiéndose aún decidido por ninguna ocupación estable. Cierto era que había publicado algún que otro artículo en los periódicos y organizado reuniones, pero a la larga estas cosas ya no le satisfacían. Y era así como en esta mañana empezaba a sentir cierto desasosiego.
Delante del almacén de enfrente había un pordiosero ba-ul[1] vestido con harapos de colores abigarrados, comunes entre esta secta de bardos peregrinos, que cantaba:
En mi jaula vuela un ave extraña;
de donde viene, no lo sé.
Mi espíritu es impotente para frenar su vuelo;
adonde vuela, no lo sé.
Binoy tuvo el impulso de invitar al ba-ul a su casa para anotar la canción de la extraña ave. Pero, como en medio de una noche fría no nos podemos decidir a levantarnos para buscar otra frazada, así también el ba-ul quedó sin ser llamado, la canción de la extraña ave quedó sin ser anotada y sólo su melodía siguió aún resonando durante cierto tiempo en el espíritu de Binoy.
De pronto, se produjo un accidente precisamente frente a la casa. Un elegante carruaje tirado por dos caballos chocó en su rápida carrera contra un coche de alquiler, y prosiguió su camino sin preocuparse por la suerte del humilde vehículo, arrojado hacia un costado de la calzada.
Binoy se dirigió apresuradamente hacia la calle y vio a una muchacha que bajaba del coche y a un anciano que trataba de hacer lo mismo. Corrió para ayudarle y, notando la palidez del anciano, le preguntó:
—¿Se ha lastimado?
—No, no es nada –contestó éste, esbozando una débil sonrisa, aun cuando se veía a las claras que estaba a punto de desmayarse.
Binoy lo cogió del brazo y dijo a la asustada muchacha:
—Ésa es mi casa... Entre, se lo ruego...
Después de haber acomodado al anciano en la cama, la muchacha salpicó su rostro con agua y, mientras lo abanicaba, dijo precipitadamente, dirigiéndose a Binoy:
—¿Me haría el favor de llamar a un médico?
Como en la vecindad había uno, Binoy mandó a buscarlo sin pérdida de tiempo.
En la habitación había un espejo, y Binoy, que se hallaba detrás de la muchacha, podía observar en él su imagen. Desde sus tiempos escolares había vivido en esta casa de Calcuta, concentrado en sus estudios, y lo poco que sabía del mundo era a través de los libros. Nunca conoció mujeres fuera de su estrecho círculo familiar, y la imagen que ahora veía en el espejo lo cautivó. No era conocedor de rasgos femeninos, pero le parecía descubrir un nuevo mundo de ternura en esta cara juvenil, que se inclinaba llena de solicitud amorosa.
Cuando pasados unos momentos el anciano abrió los ojos y suspiró, la muchacha se inclinó hacia él y susurró, llena de angustia:
—Padre, ¿estás herido?
—¿Dónde estoy? –preguntó el anciano, tratando de incorporarse. Pero Binoy se le acercó apresuradamente y le rogó que no se moviera hasta que llegase el médico.
En ese preciso instante se oyeron los pasos del doctor que entraba en la habitación. Auscultó al paciente y, no habiendo encontrado nada de cuidado, le recetó un poco de leche tibia con coñac, despidiéndose enseguida.
Antes de partir, el anciano preguntó por el nombre de su anfitrión, presentándose a sí mismo como Paresh Chandra Bhattacharja. Dijo que vivía bien cerca, en el número 78 de la misma calle, y agregó:
—Si algún día dispone usted de tiempo, nos alegraríamos muchísimo de verlo en nuestra casa.
Y en los ojos de la muchacha leyó Binoy la muda confirmación de esta invitación.
Binoy los hubiera acompañado a su casa con gusto, pero temía parecer cargoso. Mientras vacilaba, el coche ya había arrancado y la muchacha se despedía de él con una leve inclinación de cabeza. Confundido, Binoy se olvidó de devolver el saludo. Ya en su habitación, esta falta de cortesía lo atormentó durante un largo rato. Analizó todos los pormenores de su comportamiento, desde el primer instante del encuentro con ella, hasta el momento de la despedida, y tuvo la sensación de que, desde el comienzo hasta el final, se había comportado con increíble torpeza. Todavía estaba cavilando sobre las cosas que hubiera debido hacer o no y sobre las palabras que debió pronunciar o callar, cuando fijó su mirada en un pañuelo olvidado por la muchacha sobre la cama. En el momento en que lo quiso tomar, se acordó de las palabras de la canción del pordiosero ba-ul:
En mi jaula vuela un ave extraña;
de donde viene, no lo sé.
Las horas avanzaban y el calor del sol iba en aumento. La corriente de los coches fluía hacia las tiendas y almacenes, pero Binoy no se decidía a emprender ningún trabajo. Su propia casa y la horrible ciudad que la rodeaba se le antojaron de pronto algo irreal. La luz deslumbrante del sol de julio penetraba en su cerebro y corría por sus venas, ocultando a su mirada interior, como con una cortina luminosa, toda la mezquindad de su vida cotidiana.
En ese momento notó en la calle a un muchacho de siete u ocho años que iba fijándose en los números de las casas. Algo le dijo que era precisamente su casa la que buscaba el chico; por eso le gritó:
—¡Sí, ésta es la casa! Bajó corriendo la escalera y lo hizo entrar casi a la fuerza. Lo miró intrigado mientras éste le entregaba un sobre en el que estaba escrito su nombre con letra evidentemente femenina. El chico dijo:
—Se lo manda mi hermana.
Pero el sobre no contenía ninguna carta, sino tan sólo el dinero que Binoy había pagado al médico.
El niño quiso irse, pero Binoy lo obligó a entrar en la habitación. Era de tez más oscura que su hermana, pero por lo demás se le parecía mucho y Binoy simpatizó con él de inmediato.
El chico no se mostró tímido en absoluto, ya que al entrar en la habitación señaló enseguida un retrato que había en una de sus paredes y preguntó:
—¿Quién es?
—Es un amigo mío –contestó Binoy.
—¡Un amigo! –exclamó el niño–. ¿Cómo se llama?
—Oh, estoy seguro de que tú no lo conoces –dijo Binoy riendo–. Se llama Gaurmohán. Pero yo lo llamo Gora. De chicos íbamos juntos a la escuela.
—¿Va usted todavía a la escuela?
—No, tengo todos mis estudios hechos.
—¿Es cierto? ¿Todos?
Binoy no pudo resistir la tentación de provocar la admiración de este pequeño mensajero y dijo:
—Sí, estoy listo con todo.
El chico lo miró con grandes ojos y suspiró. Seguramente estaría pensando si algún día podría alcanzar tal grado de erudición.
Interrogado sobre su nombre, el niño contestó:
—Me llamo Satish Chandra Mukerdchi.
—¿Mukerdchi? –repitió Binoy, perplejo.
Pronto se hicieron amigos, y Binoy supo que Paresh Babu no era el padre de ellos, sino que los había criado en su casa desde chicos. El nombre de la hermana, en realidad, era Radharani, pero como la señora Baroda, la esposa de Paresh, le encontraba un sabor ortodoxo demasiado agresivo, lo cambió por Sucharita.
Cuando Satish quiso irse, Binoy le preguntó:
—¿Acaso puedes ir solo?
A lo que el chico replicó con ofendido orgullo:
—¡Siempre voy solo!
Cuando Binoy dijo que lo acompañaría hasta la casa, el niño se sintió herido en su hombría y respondió:
—¿Para qué? Muy bien puedo ir solo –y se puso a contar una serie de antecedentes para demostrar cuán habituado estaba a andar sin compañía por la ciudad.
¿Qué era lo que indujo a Binoy a insistir, no obstante, en acompañarlo hasta la puerta de su casa? El chico no lo podía entender.
Pero cuando Satish lo invitó a que entrara, Binoy se negó terminantemente:
—No, ahora no, vendré algún otro día.
De regreso a su casa, Binoy sacó el sobre y se puso a estudiar su inscripción con tanto ahínco que pronto sabía de memoria todos sus rasgos y adornos. Luego lo guardó cuidadosamente junto con su contenido; podría asegurarse que no gastaría ese dinero, ni en el momento de mayor apremio.
II
En una noche oscura, en la estación de las lluvias, dos hombres jóvenes se hallaban sentados en sillones de mimbre sobre la azotea de una casa de tres pisos.
De chicos, estos dos amigos solían jugar juntos sobre esa misma azotea, al volver de la escuela; aquí, en vísperas de los exámenes, caminando frenéticamente de un lado para otro, aprendían de memoria en voz alta sus lecciones; en la época calurosa solían cenar aquí, después de un día pasado en las aulas universitarias, discutiendo luego, a veces, hasta las dos de la madrugada para descubrir asombrados, al amanecer, que se habían dormido en la misma estera. Cuando, finalmente, todos los exámenes habían quedado atrás, en esta misma azotea, una vez al mes, organizaban reuniones de la Sociedad Patriótica Hindú, con uno de los dos amigos presidiéndolas y el otro desempeñando las funciones de secretario.
El nombre del presidente era Gaurmohán, pero sus amigos y parientes lo llamaban Gora. Su estatura sobrepasaba notablemente la de todos los que lo rodeaban. Uno de sus profesores universitarios le dio el apodo de Montaña de nieve, porque era sorprendentemente blanco; su tez no tenía indicios de «pigmentación» oscura. Tenía casi seis pies de alto, era robusto y poseía un par de puños semejantes a zarpas de tigre. Su voz era tan baja y ruda que al oírlo gritar inesperadamente «¿Quién va?» todos se estremecían a pesar suyo. Su cara parecía desproporcionadamente ancha y extraordinari...
Table of contents
- Portada
- Portadilla
- Legal
- Cronología
- Gora
- Otros títulos