La invención del pueblo judío
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La invención del pueblo judío

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La invención del pueblo judío

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En este valiente y apasionado libro, Shlomo Sand demuestra que el mito nacional de Israel hunde sus orígenes en el siglo XIX, no en los tiempos bíblicos en los que muchos historiadores –judíos y no judíos– reconstruyeron un pueblo imaginado con la finalidad de modelar una futura nación. Sand disecciona con la minuciosidad de un forense la historia oficial y desvela la construcción del mito nacionalista y la con­siguiente mistificación colectiva.

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Information

Year
2011
Print ISBN
9788446032311
eBook ISBN
9788446038108
Edition
1
Topic
History
Index
History
III. La invención del exilio
Proselitismo y conversión
Después de haber sido forzosamente exiliado de su tierra, el pueblo conservó la fe durante su Dispersión y nunca dejó de rezar y de esperar el regreso a la tierra y la restauración en ella de su libertad política.
Declaración de Establecimiento del Estado de Israel, 1948
Como resultado de la catástrofe histórica en la que Tito de Roma destruyó Jerusalén e Israel fue exiliado de su tierra, yo nací en una de las ciudades del Exilio. Pero siempre me consideré como alguien que había nacido en Jerusalén.
S. I. Agnon, aceptando el Premio Nobel de Literatura, 1966
Incluso los israelíes que no están familiarizados con el pasaje histórico que abre su Proclamación de Independencia han debido de tener en sus manos un billete de cincuenta shekels que lleva las conmovedoras palabras de S. I. Agnon cuando recibió el Premio Nobel de Literatura. Igual que los autores de la declaración, y como la mayoría de los ciudadanos israelíes, el eminente escritor sabía que la «nación judía» partió al exilio en el año 70 d.C. después de la caída del Segundo Templo, para vagar por el mundo inspirada por la «larga esperanza de dos mil años [...] de ser un pueblo libre» en su antigua patria (en palabras del himno nacional israelí).
El desarraigo y la deportación son conceptos que están profundamente incrustados en la tradición judía en todas sus formas. Pero su significado ha cambiado a lo largo de la historia de la religión y no siempre tuvieron el significado secular que se les otorgó en los tiempos modernos. El monoteísmo judío empezó a tomar forma entre las elites culturales que fueron forzosamente deportadas después de la caída del reino de Judea en el siglo vi a.C., y la imaginería del exilio y del desarraigo ya resuena, directa o metafóricamente, en una gran parte de la Tora, de los Profetas, y de las Escrituras (la parte final del Antiguo Testamento). Desde la expulsión del Edén, pasando por la emigración de Abraham a Canaá y el descenso de Jacob a Egipto, hasta las profecías de Zacarías y Daniel, la religión judía miraba hacia atrás desde una perspectiva de marchas, desarraigos y regresos. La Torah ya declaraba: «Y el Señor te esparcirá entre todos los pueblos, de un extremo a otro de la tierra, y allí servirás a otros dioses, que ni tú ni tus padres habéis conocido» (Deut. 28: 64). La caída del Primer Templo estaba asociada con la expulsión, y esta memoria teológico-literaria ayudó a dar forma a las posteriores sensibilidades religiosas judías[1].
Sin embargo, un detenido examen del acontecimiento histórico que aparentemente engendró el «segundo exilio» en el año 70 d.C., junto a un análisis del término hebreo golah (exilio) y de su connotación en el hebreo posterior, indica que la conciencia histórica nacional fue un mosaico de acontecimientos dispares y de elementos tradicionales. Solamente así pudo funcionar como un mito eficaz que proporcionó a los judíos modernos un camino hacia la identidad étnica. El ultraparadigma de la deportación fue esencial para la construcción de una memoria a largo plazo en la que un imaginario pueblo-raza exiliado podía ser descrito como descendiente directo de un anterior «pueblo de la Biblia». Como veremos, el mito del desarraigo y del exilio fue fomentado por la tradición cristiana de la que derivó a la tradición judía, y creció para ser la verdad grabada en la historia, tanto general como nacional.
El exilio del «pueblo» en el año 70 d.C.
Lo primero que hay que resaltar es que los romanos nunca deportaron a pueblos enteros. Se puede añadir que tampoco los asirios y babilonios desplazaron a poblaciones enteras de los países que conquistaron. No valía la pena desarraigar a la gente de la tierra, a los que producían los alimentos, a los que pagaban impuestos. Pero incluso la eficaz política de deportación practicada por el Imperio asirio, y más tarde por el babilónico –con la que sectores enteros de la elite administrativa y cultural fueron deportados–, no fue continuada por el Imperio romano. Aquí y allá en los países occidentales del Mediterráneo, las comunidades agrícolas locales fueron desplazadas para hacer sitio al establecimiento de soldados romanos, pero esta política excepcional no se aplicó en Oriente Próximo. Los gobernantes romanos podían ser completamente despiadados a la hora de reprimir rebeliones de poblaciones sometidas: ejecutaban a los combatientes, tomaban cautivos y los vendían como esclavos, y algunas veces enviaron al exilio a reyes y príncipes. Pero de ninguna manera deportaron a poblaciones enteras de los países del este que conquistaron; tampoco tenían medios para hacerlo, los camiones, trenes o grandes barcos disponibles en el mundo moderno[2].
Flavio Josefo, quien escribió la historia de la rebelión zelote del año 66 d.C., es casi la única fuente de este exilio, aparte de los hallazgos arqueológicos que se remontan a esa época, y su libro, Las guerras de los judíos, describe el trágico resultado de ese periodo de conflictos. La devastación no se extendió por todo el reino de Judea, sino que afectó principalmente a Jerusalén y a otras varias ciudades fortificadas. Josefo calculó que en el asedio de Jerusalén, y en la gran masacre que se produjo a continuación, murieron 1,1 millones de personas, otras 97.000 fueron hechas prisioneras y unos miles más murieron en otras ciudades[3].
Igual que todos los historiadores antiguos, Josefo tendía a exagerar sus cifras. Actualmente la mayoría de los investigadores consideran que prácticamente todas las cifras demográficas de la antigüedad están exageradas, y que una buena parte tiene un significado numerológico. Josefo afirma que antes del levantamiento se habían congregado en Jerusalén un gran número de peregrinos, pero la suposición de que murieran más de un millón de personas no es creíble. La población de la ciudad de Roma en la cumbre del Imperio, en el siglo ii d.C., puede haberse aproximado al tamaño de una mediana conurbación moderna[4], pero en el pequeño reino de Judea no existía una metrópolis semejante. Una estimación prudente sugiere que Jerusalén en aquella época pudo haber tenido una población de 60.000 a 70.000 habitantes.
Incluso si aceptamos la cifra poco realista de 70.000 prisioneros, ello sigue sin significar que, después de destruir el Templo, el malvado Tito expulsara al «pueblo judío». En Roma, el gran Arco de Tito muestra a soldados romanos llevando como botín el candelabro del Templo; no, como se enseña en las escuelas israelíes, a prisioneros judíos llevándoselo camino del exilio. En ninguna parte de la abundante documentación romana se menciona una deportación de Judea. Tampoco se ha encontrado ninguna huella de grandes poblaciones de refugiados por los bordes de Judea después del levantamiento, como habría habido si se hubiera producido una huida masiva.
No sabemos con exactitud el tamaño de la población de Judea antes de la rebelión de los zelotes y de la guerra contra Roma. Aquí tampoco sirven las cifras de Josefo; afirma, por ejemplo, que en Galilea había tres millones de habitantes. Sin embargo, las investigaciones arqueológicas realizadas en décadas recientes sugieren que en el siglo viii a.C., en toda la tierra de Canaán –es decir, en el poderoso reino de Israel y el pequeño reino de Judea– había unos 460.000 habitantes[5]. Magen Broshi, un arqueólogo israelí, calculó –sobre la base de la capacidad de producción de trigo del país que se extiende entre el mar y el río Jordán– que en su momento de mayor esplendor, durante el periodo bizantino en el siglo vi d.C., no podía haber mantenido a más de un millón de habitantes[6]. De ahí que sea razonable suponer que, en las vísperas del levantamiento zelote, la población del reino extendido de Judea estaba entre medio y un millón de personas. Antes de la revolución botánica y agroindustrial de los tiempos modernos, el número de habitantes no podía aumentar demasiado y las guerras, epidemias, sequías y los onerosos impuestos sólo podían reducir la población.
Las guerras de aniquilación contra los zelotes y su sublevación contra los romanos asestaron grandes mazazos al país, y la desmoralización de las elites culturales después de la destrucción del Templo debió de ser profunda. También es probable que la población de Jerusalén y de sus alrededores quedara disminuida por un tiempo. Pero, como ya se ha dicho, la población no fue expulsada y no tardó mucho en recuperarse económicamente. Los descubrimientos arqueológicos han demostrado que Josefo exageró la devastación y que a finales del siglo i d.C. varias ciudades habían recuperado su población. Además, la cultura religiosa judía estaba a punto de entrar en uno de sus periodos más admirables y fructíferos[7]. Desafortunadamente, hay poca información sobre los sistemas de relaciones políticas durante este periodo.
También tenemos poca información sobre la segunda revuelta monoteísta que en el siglo ii d.C. sacudió a la historia de Judea. La sublevacion que estalló en el año 132, durante el reinado del emperador Adriano y que popularmente se conoce como la rebelión de Bar Kokhba, está brevemente mencionada por el historiador romano Dión Casio y por Eusebio, obispo de Cesarea y autor de Historia eclesiástica. Ecos de este acontecimiento aparecen en textos religiosos judíos, así como en hallazgos arqueológicos. Pero lamentablemente en aquel tiempo no había un historiador de la talla de Josefo, por lo que cualquier reconstrucción de los acontecimientos sólo puede ser fragmentaria. Por ello, surge la pregunta: ¿el tradicional relato de la expulsión se debió a las traumáticas consecuencias de esa rebelión? Cuando describe la finalización de la rebelión, Dión Casio escribió:
Fueron arrasados 50 de sus más importantes reductos y 985 de sus pueblos más conocidos. Quinientos ochenta mil hombres encontraron la muerte en los diversos asaltos y batallas, y resulta difícil de saber el número de los que perecieron por hambre, enfermedades y fuego. Así, casi la totalidad de Judea quedó devastada[8].
La habitual exageración resulta evidente (las cifras utilizadas por los historiadores antiguos siempre parecen pedir la supresión de un cero), pero incluso este sombrío relato no habla de deportaciones. Jerusalén pasó a denominarse Aelia Capitolina, y los hombre circuncidados durante algún tiempo tuvieron prohibida la entrada en la ciudad. Durante tres años se impusieron severas restricciones sobre la población local, especialmente alrededor de la capital, y se intensificó la persecución religiosa. Los combatientes apresados probablemente fueron enviados fuera, y otros debieron huir de la región. Pero las masas judeas no marcharon al exilio en el año 135 d.C.[9].
El nombre de Provincia de Judea fue cambiado por el de Provincia Siria-Palestina (más tarde Palestina), pero en el siglo ii d.C. su población siguió siendo mayoritariamente judea y samaritana, y comenzó a florecer de...

Table of contents

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Prefacio a la edición inglesa
  5. Introducción. Las cargas de la memoria
  6. I. Construyendo naciones. Soberanía e igualdad
  7. II. La historia como mito. En el principio, Dios creó al pueblo
  8. III. La invención del exilio. Proselitismo y conversión
  9. IV. Reinos del silencio. En búsqueda del tiempo (judío) perdido
  10. V. La diferencia. Política de identidad en Israel
  11. Posfacio. ¿Un pueblo sin una tierra, una tierra sin un pueblo? Algunas respuestas a mis críticos
  12. Agradecimientos
  13. Otros títulos