El libro negro del Ejército español
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El libro negro del Ejército español

Luis Gonzalo Segura

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El libro negro del Ejército español

Luis Gonzalo Segura

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El libro negro del Ejército español es el alegato público de un exteniente del Ejército de Tierra para demostrar todo aquello que lleva años denunciando y que la mayoría de la sociedad ha decidido ignorar: nuestras fuerzas armadas siguen siendo las de Franco, pero estandarizadas a niveles OTAN. Referencia tras referencia se podrá comprobar que existen patrones que demuestran de forma inequívoca la existencia de corrupción sistémica, abusos y acosos, privilegios anacrónicos, órganos de control cómplices y una cúpula militar negligente. Igualmente, quedará al descubierto la inoperante clase política, los medios de comunicación y periodistas censurados, y el lucro de las empresas y las entidades bancarias. La existencia hoy de estas fuerzas armadas demuestra inequívocamente que el relato de los últimos cuarenta años no es ni ha podido ser el que se sostiene oficialmente.Pero El libro negro del Ejército español es mucho más que eso. Es el grito desesperado de miles de militares maltratados y expulsados, condenados a morir o resultar heridos por negligencias, obligados a sostener el edificio de corruptelas, abusos, acosos y privilegios y, finalmente, sometidos a una precariedad laboral, a una total ausencia de libertades y derechos y a una absoluta alienación más propia de una secta o una mafia que de una institución moderna. Además, es la denuncia clara y sin matices de los últimos veinte años, de las guerras neocoloniales de Irak y Afganistán, de los disparates armamentísticos, de las puertas giratorias, del submarino que no flota y los carros de combate almacenados y despiezados por falta de combustible, del delirio más absoluto que la mayoría de los civiles pudiera imaginar.El libro negro del Ejército español es, en suma, el libro que nadie más quiso escribir.

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1. Negligencias (I): Yak-42, cuando el enemigo está en casa
El 26 de mayo de 2003 la falacia se quebraba al reventarse la crisma contra las montañas de Trebisonda. Dos días después, sesenta y dos banderas de España envolvían los féretros de los cuerpos de los militares fallecidos. Nadie lo sabía aún, pero las cajas contenían pedazos de carne que habían sido identificados apresuradamente en el cumplimiento marcial de las órdenes. La vejación fue tan absoluta que los familiares se deshacían de dolor mientras velaban unos cuerpos que no eran enteramente de sus familiares, porque en los casos más afortunados solo unos pedazos eran de sus hijos, maridos, padres. Quebrados en vida, casi zombis, acudieron al funeral. Un funeral de Estado. A esas horas, unos cuantos sabían lo que ha pasado y muchos más lo intuían, pero todos o casi todos callaron.
El 28 de mayo, en esa explanada de la Base Aérea de Torrejón de Ardoz, se fotografió a nuestras Fuerzas Armadas. La fotografía más nítida de nuestro Ejército en los últimos veinte años, quizá cuarenta. Todos y cada uno de los males quedaron reflejados en esa instantánea. Aunque realmente fuera un vídeo. A día de hoy, incluso un recuerdo social. De alguna forma, incomprensible todavía, la sociedad recuerda aquel entierro. La solemnidad del mismo. La Familia Real sentada en un estrado, la cúpula militar detrás, los compañeros portando los féretros, las banderas alineadas en una perfecta última formación militar, los familiares de riguroso luto, el sol ardiendo como si quisiera gritarle a todos los presentes lo que sabía con una luz casi cegadora sobre los culpables. Y sobre los que no lo eran, para que despertaran de una vez por todas.
Luego besos, abrazos, llantos hirientes que rompen en pedazos la sensibilidad del más curtido de los militares, gritos desesperados ante lo incomprensible de una muerte tan desgraciada y pensamientos lúgubres. Todos o casi todos tenían en mente los cochambrosos aviones en los que volaban los fallecidos. Un mal presagio que corroía por dentro a muchos de los presentes y que se extendió como una epidemia. Y, sin embargo, promesas, honor, solidaridad.
Días después, todo se rompería como si el avión se hubiera estrellado de nuevo, esta vez empotrándose contra la cúpula militar, el ministerio de Defensa, el jefe de las Fuerzas Armadas y las Fuerzas Armadas en su totalidad. La cúpula militar, señalada su culpabilidad, no quiso jamás asumir su responsabilidad. El ministerio de Defensa, con su ministro de Defensa, no menos culpable, tampoco quiso asumir su inefable contribución a la muerte. El Rey y el Príncipe de Asturias, jefes y compañeros de los caídos, solo fueron actores. Y de los malos. Aquello solo fue un acto de protocolo, como cuando acuden a un evento deportivo y gritan a favor del equipo español, aunque ni siquiera les guste el deporte en cuestión y menos aún el equipo que ese día tengan que representar. Aquel día, actuaron como tantas otras veces, como les han enseñado. Los militares, los que lloraban a sus compañeros, tampoco fueron mejores después de aquel día y después de esos llantos sentidos, porque se olvidaron de los familiares. Una cosa es la palmada en la espalda y la otra arriesgar el trabajo por defender a un compañero. No fastidies, tampoco es para tanto. Y así, poco después, los familiares de las víctimas comenzarían su lucha contra un Régimen que solo quería aplastarles. Una lucha en la que nadie, nadie de los que estuvieron ese día en el entierro, ninguno de los que lo lamentó profundamente, tuvo el más mínimo gesto de aliento. Compañerismo, lealtad y honor fueron arrojados al cubo de la basura en beneficio del salario a final de mes. Por todo ello, los cadáveres despedazados de 75 personas en las montañas de Trebisonda terminaron por convertirse, desgraciadamente, en el retrato más fidedigno de las Fuerzas Armadas. Un retrato que muy pocos quieren contemplar y en el que menos aún se quieren contemplar. Y, sin embargo, difícilmente podría haber sido más divulgado y los actores más retratados.
El accidente del Yak-42 causó la muerte de 62 militares españoles (uno de ellos guardia civil) y trece tripulantes (doce ucranianos y un bielorruso, los cuales parece como si no hubieran fallecido; ya no es que la muerte tenga diferente valor según en qué parte del mundo se produzca, es que hasta produciéndose en el mismo siniestro ni siquiera se contabiliza). En total, el 26 de mayo de 2003 fallecieron 75 personas en las cercanías del aeropuerto de Trebisonda[1], porque hasta los ucranianos y bielorrusos tengo entendido que lo son. Se trata, sin duda, de la mayor catástrofe de las fuerzas armadas españolas en la historia moderna y, sobre todo, un caso que por su propia naturaleza y la enorme repercusión que produjo desnudó por completo el entramado militar y todos aquellos entramados que convivían con él en simbiosis, en perfecto equilibrio, dentro de un ecosistema putrefacto: desde la cúpula castrense hasta el ministerio de Defensa, desde la Sanidad hasta la Justicia Militar, desde la clase política hasta la periodística, desde la académica hasta la intelectualidad… y, por supuesto, la monarquía, que también es la jefatura de las fuerzas armadas. Absolutamente todo el entramado militar y la connivencia con él quedó en evidencia en este caso, hasta tal punto que desde entonces nadie puede negar que no sabía lo que acontecía, nadie puede afirmar (como muchos hicieron entonces, después y/o hacen en la actualidad) que nuestra milicia es un ejército moderno que ha superado la cochambre franquista. Nuestro ejército, guste o no, se admita o no, es el ejército moldeado por Franco, no cabe duda, aunque adaptado a los estándares OTAN. Y esa es la triste realidad que iremos constatando a medida que avancemos capítulos y catástrofes, a medida que mostremos una y otra fotografía, a medida que las pruebas nos señalen el crimen y los criminales.
Para establecer una correcta comparativa, dado que la mayoría tenemos muy presente el accidente del Yak-42, o al menos una ligera idea de lo que fue, sería necesario evocar algún retrato del Ejército de Franco para poder establecer elementos en común con este. En una muy interesante publicación de José Ignacio Domínguez[2], exmiembro de la UMD, se narra cómo a finales de los años setenta nuestro ejército no estaba preparado para actuar en un conflicto armado y los vetustos aviones de transporte Junker 52 eran usados como bombardeos atándoles granadas de mano a bidones de gasolina que se lanzaban desde la puerta de los aviones. Ese era nuestro ejército a finales de los setenta.
Con esa mentalidad y ese equipamiento no es difícil intuir que la siniestralidad fuese habitual. En total, de los pilotos surgidos de la Academia General Militar del Aire entre 1949 y 1978 fallecieron 227 de ellos, lo que constituyó un macabro récord. Sumando estos accidentes a los que sufrieron los militares de complemento y aquellos que procedían de la guerra, la siniestralidad durante aquellos años se situaba en un accidente al mes. Las cifras son escalofriantes: de la primera promoción fallecieron 31 de 141, un 21,9%; de la segunda, 27 de 135, un 20%; de la tercera, 11 de 70, un 15,7%; de la quinta, 11 de 54, un 20,3%; de la novena, 13 de 79, un 16,4%; o de la decimotercera, 14 de 84, un 16,6%. Se trata, por darle un contexto a las mismas, de tasas de mortalidad similares a las que se produjeron en la Batalla de Inglaterra con el derribo de los RAF (fallecieron 29 de los 143 pilotos polacos que participaron en ella, el 20,2%). Las Fuerzas Armadas Españolas (FAS), lamentablemente, estaban tan acostumbradas a perder guerras que nunca dejaron de hacerlo, ni siquiera cuando ya no las libraban. Sin un solo enemigo, nuestros militares caían una y otra vez ante el silencio y el sometimiento generalizado, ante lo demandado por la disciplina, algo que, con el paso de los meses, los años y las décadas terminó por convertir la muerte por negligencia en el mundo militar, en la cotidianeidad. Era y es normal ser militar y morir porque sí, no porque el deber lo demande o por el bien de la ciudadanía, no, sino porque cuatro golfos se llevan el dinero, porque toca o porque le sale de los cojones al desgraciado de turno. Ese, el ejército de Franco moldeado durante casi cuarenta años, es el embrión del Yak-42, de los inhibidores, de los blindados, de las minas en mal estado, de los helicópteros del SAR y de muchos muertos que han quedado sepultados bajo el epígrafe de accidente de coche o camión, o submarinismo o maniobras o similar. Y eso es algo que se debe acabar, pero para acabar con ello debemos conocer en profundidad nuestras fuerzas armadas, entender que son nuestras, por qué no están a nuestro servicio y por qué deben ser transparentes, eficaces y, por supuesto, lo más seguras posible. Morir, sí, cuando corresponda y al servicio de la ciudadanía, pero no por la cazurrada o la cacicada de turno.
Así pues, nuestro ejército y nuestros militares fueron educados durante el franquismo en la muerte absurda por negligencia. Un ejército con un accidente aéreo mortal al mes es un ejército en el que la negligencia forma parte del día a día y termina por convertirse en un valor más del mismo, en algo tan intrínsecamente ligado a él que parece imposible ser militar sin morir como y por un desgraciado (imaginemos los accidentes no mortales o las incidencias producidas; imaginemos lo que sería cualquiera de los otros dos ejércitos, Tierra y Armada, mucho más atrasados tecnológicamente; e imaginemos cualquier otro estamento de menor categoría social en las fuerzas armadas que los pilotos, como los reclutas). Ese es el motivo, la normalización de la muerte, junto a la censura que entonces había y que todavía perdura hoy en una forma más moderna y sutil, lo que impidió cambiar el modelo, el cual ha perdurado hasta nuestros días. Hoy, nuestros militares siguen pereciendo en mayor medida por negligencias que por la acción del enemigo y hoy nuestros medios de comunicación siguen siendo igual de herméticos a la hora de plantear el problema que lo eran durante el franquismo (en misiones internacionales menos del 30% de los militares han fallecido por acción del enemigo, y nueve de los últimos diez expertos en explosivos lo hicieron por minas en mal estado y no por los explosivos del enemigo). Tal vez, porque unos y otros, porque la sociedad en general sigue siendo sustancialmente la misma. Somos una sociedad comandada por franquistas demócratas y, por tanto, somos una democracia franquista. O lo que sea.
En el caso del Yak-42 hay que destacar en primer lugar la corrupción y la negligencia en la contratación de las aeronaves, elementos claramente franquistas (y anteriores), lo cual implicó de manera directa tanto al entonces ministro de Defensa, Federico Trillo, como a la mayoría de altos mandos de la cúpula militar (de forma masiva, ya lo veremos, no fue una cuestión de diez mandos tal y como afirmaba José Bono). Se ha sabido con posterioridad que tan solo algo más de 36.000 de los aproximadamente 150.000 euros dispuestos para la contratación de las aeronaves terminó en la empresa contratada (UM Air)[3], el resto se perdió por el camino en lo que el exministro Trillo llamó desvergonzadamente «cadena de confianza» (NAMSA, empresa de la OTAN, subcontrató a Chapman Freeborn; esta, a Volga-Dnepr, Irlanda; esta, a Adriyatik Ltd., Turquía; y esta, a JTR, Líbano)[4]. Una vez producida la catástrofe, esta se seguía atribuyendo miserablemente a un «fallo humano» por la «mala visibilidad» y la «fuerte lluvia»[5]. Como de costumbre, porque para el ministerio de Defensa y la cúpula militar los culpables siempre o casi siempre son los muertos, la meteorología, el infortunio o la divinidad, pero nunca ellos. Lo peor de todo es que nadie supo quién se había enriquecido con la chapuza, ni tan siquiera lo sabemos quince años después, y eso que no se trató de un vuelo, sino de un total de 44 entre febrero de 2002 y mayo de 2003[6] (el montante total suma unos 4,4 millones de euros; aunque otras versiones hablan de 43 vuelos y 8,2 millones de euros)[7]. Cuestiones que la policía judicial, la fiscalía militar y la justicia castrense (y también ordinaria) no han querido investigar en ningún momento. Hay que reseñar, veremos qué sucede en la mayoría de los casos de corrupción, que los órganos de control no fueron capaces de detectar la corruptela a pesar de repetirse en 44 ocasiones y solo los muertos sacaron a la luz un caso ...

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