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Una excepción. 1964-2019

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Una excepción. 1964-2019

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Entre 1964 y 1968, un gobierno juzgado demasiado radical fue derrocado por un golpe militar, instalando una dictadura. Medio siglo después, entre 2016 y 2018, otro gobierno fue derrocado por un golpe parlamentario, instalando a un ferviente admirador de la dictadura en la presidencia. En el gobierno de Bolsonaro hay más ministros militares que en los gobiernos surgidos del golpe. La situación, obviamente no es la misma, y el régimen no es aquel, pero que la curva general de la historia en estos cincuenta años forma una parábola, una que da forma a la narrativa y al título que sigue, es clara. En estos años, Brasil ha sido también el teatro de un drama sociopolítico sin equivalente en ningún otro Estado importante. En todas partes –Europa, Estados Unidos, India, Rusia o China– la tendencia dominante fortaleció el control de los ricos sobre los pobres, del capital sobre el trabajo, y llevó a ampliar el abismo entre ambos. Sólo en Brasil hubo durante un tiempo un movimiento en la otra dirección. Los doce años de gobiernos de Lula da Silva y Dilma Rousseff, del Partido de los Trabajadores, hicieron de Brasil, por primera vez en su historia moderna, un país que importaba políticamente más allá de sus fronteras, como un ejemplo y una posible inspiración para otros. Con todo, los resultados de estas políticas no fueron suficientes. Las limitaciones de lo que se intentó y las debilidades de lo que se logró son parte del análisis de este libro, pero también sus éxitos.

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CAPÍTULO V
Bolsonaro
Enero de 2019
I
La teratología de la imaginación política contemporánea –ya suficientemente pródiga: Trump, Le Pen, Salvini, Orbán, Kac­zyńs­ki, ogros a montones– ha adquirido un nuevo monstruo. Elevándose por encima de su manada, el presidente electo de Brasil ha encomiado al más tristemente famoso torturador del país; ha declarado que su dictadura militar debería haber fusilado a 30.000 oponentes, le ha dicho a una diputada que era demasiado fea para merecer que la violaran; ha anunciado que preferiría que un hijo suyo muriera en un accidente de tráfico antes de que fuera homosexual; ha declarado la guerra a la selva tropical amazónica; y, dato no menor, el día después de ser elegido, prometió a sus seguidores borrar del mapa de la nación a los «marginales rojos». Para su futuro ministro de Justicia, Sérgio Moro –que no es un magistrado común: ha sido elogiado como un epítome de la independencia y la integridad judicial–, Jair Bolsonaro es un «moderado».
Según todas las apariencias, el veredicto de las urnas del pasado octubre pasado ha sido inequívoco: después de gobernar el país durante catorce años, el PT conducido por Lula y Dilma ha sido repudiado de manera generalizada y hasta su supervivencia misma puede hoy ponerse en duda. Encarcelado por Moro, el gobernante más popular de la historia brasileña espera otras sentencias adicionales. Su sucesora, desalojada del cargo al promediar su segundo mandato, es una virtual marginada social, relegada a un humillante cuarto puesto en una competición local por un escaño en el Senado. ¿Cómo llegó a producirse semejante vuelco? ¿Hasta qué punto es un acontecimiento contingente y en qué medida es una conclusión previsible? ¿Qué explica el radicalismo del resultado final? En comparación con la escala de agitación política que ha vivido Brasil en los últimos cinco años y la gravedad de sus posibles consecuencias, el histrionismo sobre el Brexit en el Reino Unido y los ataques de histeria contra Trump en Estados Unidos casi podrían considerarse «mucho ruido y pocas nueces».
La política brasileña tiene un carácter de estilo italiano: intrincada y serpenteante. Pero sin comprenderla, es poco lo que podemos interpretar de lo que ha sucedido en el país. Cuando Lula dejó la presidencia en 2010 –en Brasil, los presidentes solo pueden ejercer dos mandatos sucesivos, pero nada les impide ser reelegidos en procesos electorales posteriores–, la economía registraba un crecimiento del 7,5 por 100, la pobreza se había reducido a la mitad, las nuevas universidades se habían multiplicado, la inflación era baja, el presupuesto y las arcas públicas tenían superávit y Lula mismo gozaba de un índice de aprobación del 80 por 100. Eligió para que lo sucediera a su jefa de gabinete, Dilma Rousseff, quien en la década de los sesenta había luchado clandestinamente contra la dictadura militar del periodo y que nunca antes se había postulado ni había ejercido ningún cargo electoral. Con Lula a su lado, se deslizó hacia la victoria con una mayoría del 56 por 100 y se convirtió así en la primera mujer presidente de Brasil. Inicialmente mejor recibida por la clase media, que detestaba a Lula, Dilma gozó de amplia estima durante dos años en los que se mostró relajada y competente. Pero la herencia recibida era menos halagüeña de lo que parecía. Económicamente, los altos precios de las materias primas habían sostenido firmemente el éxito del gobierno de Lula, sin alterar los índices de inversión ni el crecimiento de la productividad históricamente bajos. Prácticamente, en cuanto Dilma asumió el cargo, en 2011, esos indicadores comenzaron a caer y, en 2012, el crecimiento se desplomó abruptamente al 1,9 por 100. En 2013, la Reserva Federal anunció que dejaría de comprar bonos, lo que disparó un ajuste en los mercados de capitales conocido como taper tantrum y arrastró los recursos monetarios extranjeros fuera del país. La balanza de pagos se deterioró. La inflación se elevó. Los años de prosperidad alcista habían terminado.
Además, políticamente el gobierno del PT cargaba con una hipoteca desde el principio. Después de la redemocratización del país a finales de la década de los ochenta, tres partidos dominaban el escenario: en el centro, a la derecha, el PSDB con la máscara «socialdemócrata», hogar de grandes negocios y de la clase media; en el medio, el teóricamente «democrático» PMDB, una red ampliamente extendida de clientelismo en los pueblos rurales y del interior, que sostenían sus feudos locales con concesiones federales o provinciales; a la izquierda, el PT, el único partido que era algo más que una colección de notables regionales y sus subalternos. Sin embargo, junto con ese trío, proliferaba, con el sistema de representación proporcional de lista abierta en distritos muy amplios, una plétora de partidos más pequeños sin ninguna orientación ideológica que no son sino artilugios para extraer fondos públicos y favores de sus líderes. En tales condiciones ningún presidente ha liderado nunca un partido que contara con más de un cuarto de los escaños en un Congreso que debe aprobar toda legislación significativa, lo que obliga al gobierno a hacer coaliciones y a distribuir lucrativas prebendas para lograrlas.
Durante veinte años, la presidencia estuvo a cargo de solo dos partidos: el PSDB y el PT. El primero, comprometido a dar al país lo que llamó un saludable «shock de capitalismo», no tuvo dificultades para encontrar aliados en las oligarquías tradicionales del noreste y los eternos depredadores del PMDB. Estos era los aliados naturales de un régimen conservador liberal. Cuando Lula llegó al poder, el PT no quería depender de ellos y se puso a construir, en cambio, una mayoría en el Congreso con un cúmulo de partidos más pequeños, uno más venal que el otro. Para evitar que ocuparan puestos decisivos en los ministerios, se estipuló un precio habitual a cambio de apoyo: el gobierno desembolsaba pagos mensuales al contado bajo cuerda. Cuando en 2005 este sistema, conocido como mensalão, quedó al descubierto, por un tiempo pareció que bastaría para derribar el gobierno. Pero Lula continuaba siendo popular entre los pobres y le bastó deshacerse de algunos asesores clave y optar por pactos más convencionales con el PMDB que le aseguraran las mayorías en el Congreso para sobrevivir al revuelo en su contra y, cuando llegó el momento, fue triunfalmente reelegido. Ya durante el segundo mandato, el PMDB era un puntal estable de su administración que, a cambio, gozaba de una franja de satisfactorios nombramientos, desde ministerios para abajo, en la maquinaria del gobierno central y en los gobiernos locales. Cuando terminó su mandato, Lula eligió al presidente de la Cámara baja, Michel Temer, una personificación de los procedimientos y la actitud del partido, para que fuera el vicepresidente de Dilma unciendo así a un veterano del reparto reservado y las intrigas de pasillo con una neófita de la política.
El legado económico detonó primero. Ya en 2013, la relación de las clases medias con el gobierno se había agriado y el aumento de los precios estaba causando tensión popular en las grandes ciudades. Lula había inyectado dinero entre los pobres –aumentó el salario mínimo, ofreció créditos más baratos, hizo transferencias de dinero en asignaciones directas– para incentivar el consumo privado en vez de invertir en servicios públicos, la mayor parte de los cuales funcionaba mal. Ese invierno, en São Paulo, el aumento del precio de los billetes del transporte público encendió varias protestas lideradas por jóvenes activistas de izquierda. La enérgica represión policial las transformó en manifestaciones callejeras masivas que se extendieron por todo Brasil. Con la participación cada vez mayor de participantes de derecha y respaldadas por los poderosos medios del establishment, las protestas transmutaron rápidamente en furiosas demostraciones de condena contra los políticos en general y el PT en particular. En apenas dos semanas, los índices de aprobación de Dilma cayeron del 57 al 30 por 100. Durante los meses siguientes, recortando gastos y tomando algunas medidas de bienestar social que no significaban un gran desembolso, el gobierno logró recuperar algo de terreno. Pero durante el verano de 2014, minas antipersona que permanecían enterradas en el pasado político comenzaron a estallar. Grabaciones de teléfonos intervenidos por la policía federal sobre operaciones de blanqueo de dinero en un lavadero de automóviles –Lava Jato– revelaron la corrupción ampliamente extendida en la gigantesca empresa estatal de petróleo Petrobras, que en aquel momento exhibía una de las mejores valoraciones de acciones del mundo. Una serie de filtraciones de la investigación, que los medios difundían en un crescendo atronador, indicaban la conexión del PT con estas actividades corruptas que se remontaban a los tiempos de Lula. Estas noticias resonaron en la atmósfera ya pesadamente cargada con el juicio oral de finales de 2012 –siete años después de que se formalizaran las acusaciones– en el que se juzgaba a los principales actores del Partido en el caso del mensalão.
De manera que cuando Dilma se presentó para ser reelegida en 2014, tuvo que enfrentarse a una oposición mucho más agresiva que la que encontró en 2010. Como entonces, fue el candidato del PSDB quien obtuvo los votos para competir con ella en la segunda vuelta. Esta vez, su oponente fue un vástago de la clase política tradicional de Minas Gerais, Aécio Neves, el nieto calavera del político que habría ocupado la primera presidencia posmilitar en 1985 si no hubiera muerto antes de asumir el cargo. Confiado en su victoria, Neves atacó ferozmente a Dilma acusándola de incompetente, derrochona y sospechosa de haber cometido varios delitos y estuvo cerca de vencerla. Por su parte, Dilma hizo una campaña combativa aunque torpe y tuvo una actuación pobre en el debate; con todo, obtuvo una estrecha mayoría prometiendo que nunca aceptaría la austeridad que, según sus acusaciones, su oponente planeaba imponerle a la población. Ya antes de tomar posesión de su segundo mandato, Dilma estaba en dificultades. Probablemente pensando en repetir el gambito de apertura de Lula en su primera presidencia, cuando comenzó su mandato aplicando una ortodoxia económica estricta para tranquilizar a los mercados y solo expandió el gasto social una vez que hubo consolidado las finanzas públicas, Rousseff eligió como ministro de Hacienda a un ejecutivo bancario formado en Chicago con el propósito de señalar una nueva frugalidad y traicionó las promesas de campaña con un recorte convencional que golpeó los bolsillos de los sectores populares. Habiendo alejado a sus aliados de la izquierda, se enfrentó con los que tenía a la derecha tratando de impedir que el PMDB reclamara la poderosa posición que alguna vez había ocupado Temer –presidente de la Cámara de Diputados– de cuya cooperación generalmente depende la aprobación de las leyes; pero el victorioso candidato del partido, Eduardo Cunha, sinónimo de implacable astucia y falta de escrúpulos, la derrotó rotundamente. El PT, que solo había conseguido el 13 por 100 de los votos para el Congreso, quedó en una situación de extrema vulnerabilidad en la legislatura.
Mientras tanto, el PSDB no había tomado la derrota de su candidato a presidente sin protestar. Furioso, al verse despojado de un triunfo con el que ya contaba, Aécio presentó una acusación de gastos ilegales contra la fórmula ganadora ante el Tribunal Superior Electoral, con la esperanza de que anulara el resultado y llamara nuevamente a elecciones, sabiendo que –dada la desilusión popular por el rumbo económico seguido por Dilma–, en ese caso, podía estar seguro de su éxito. Pero el PSDB, un conglomerado de notables ricachones donde otros tenían sus propias ambiciones, no coincidía con la idea de Neves. El candidato del partido perdedor a la presidencia en 2002 y en 2010, José Serra, que entonces era senador por São Paulo, vio un camino distinto para desalojar a Dilma, un camino que podía ampliar el apoyo de quienes querían derrocarla y extraer beneficios personales en la jugada. La desventaja de la estrategia de Aécio fue que no solo amenazó a Rousseff, sino también a Temer. Y ese detalle no atraía en absoluto al PMDB. Serra era amigo de Temer: ambos habían sido socios políticos durante largo tiempo en São Paulo. Era mejor lanzar los procedimientos de impugnación contra Dilma en el Congreso, donde se esperaba que Cunha les diera una sesión favorable. Si tenían éxito, Temer pasaría automáticamente a ser presidente y daría a Serra –que haría las veces de su primer ministro– la plataforma de lanzamiento ideal para sucederlo y superar a Aécio en la carrera por la presidencia.
Comprensiblemente, Temer se entusiasmó con este esquema y, subrepticiamente, ambos coordinaron los movimientos para ponerlo en práctica. Detrás de ellos se ocultaba, aunque más discretamente, el veterano estadista del PSDB, Fernando Henrique Cardoso, gran amigo y consejero de Serra a quien Aécio nunca le había caído bien. Solo faltaba idear un pretexto para impulsar el impeachment. Había consenso en cuanto a una cuestión técnica puntual: Dilma había violado la ley aplazando pagos de las cuentas públicas para hacerlas parecer más sólidas con propósitos electorales. Poco importaba que aquella hubiera sido una práctica muy arraigada, común a los gobiernos anteriores, pues, a mediados de 2015, el paisaje político había quedado totalmente transformado por un terremoto que sepultó las maniobras de Brasilia.
Desde el comienzo, las investigaciones del Lava Jato habían caído bajo la jurisdicción del estado del primer inculpado atrapado de nivel medio, el doleiro (cambista en el mercado negro) Alberto Youssef perteneciente a la atípica clase media provinciana de Paraná, en el sur de Brasil. Allí, Moro, nativo del lugar que había hecho sus primeros pinitos como asistente en el juicio por el mensalão, era el presidente del tribunal de su capital, Curitiba. Su modelo de operación, como lo dejó claro en un artículo publicado una década antes de que empezara el escándalo del Lava Jato, sería el de los procesos contra la corrupción Mani pulite instruidos, a comienzos de la década de los noventa, por un equipo de magistrados de Milán que destruyeron los partidos gobernantes de Italia y pusieron fin a la Primera República. Moro señaló dos características de la campaña de los italianos que le parecieron particularmente elogiables: el uso de la detención preventiva para asegurar las delaciones; y las filtraciones calibradas a la prensa sobre las investigaciones en curso para instar a la opinión pública a ejercer presión sobre objetivos y tribunales. La dramatización en los medios importaba más que la presunción de inocencia que, según explicó Moro, estaba sujeta a consideraciones pragmáticas[1]. A cargo del Lava Jato, Moro resultó un excepcional promotor teatral. Las sucesivas operaciones –allanamientos, redadas, implicados esposados, confesiones– gozaron del máximo de publicidad, con chivatazos a la prensa y la televisión, y cada una fue cuidadosamente identificada con un número (hasta el momento ha habido cincuenta y siete, que suman más de mil años de sentencias en prisión) y, habitualmente, con un nombre en código calculado para tener un efecto operístico y tomado del imaginario cinematográfico, clásico o bíblico: Bidone, Dolce vita, Casablanca, Nessun dorma, Erga omnes, Aletheia, Juicio final, Déjà vu, Omertà, Abismo, etc. Los italianos se enorgullecen de tener una aptitud natural para el espectáculo, pero la habilidad de Moro en la materia, consiguió hacer quedar a sus mentores milaneses como tímidos aprendices.
Durante un año, las operaciones del Lava Jato se concentraron sobre todo en los exdirectivos de Petrobras, encargados de recibir y dispensar cuantiosos sobornos. Luego, en los primeros meses de 2015, derribaron al primer cuadro prominente del PT, su tesorero João Vaccari Neto, arrestado en abril. Pocas semanas más tarde, los directores de las dos mayores empresas de construcción del país, Odebrecht y Andrade Gutierrez, ambas conglomerados continentales que operan en diversos puntos de América Latina, fueron llevados a juicio. Por entonces, las manifestaciones a favor de Moro que clamaban castigo al PT y la destitución de Rousseff, se hacían cada vez más numerosas y sitiaban el Congreso, donde Cunha –quien aún pertenecía formalmente a la coalición gobernante– preparaba poco a poco el terreno para incluir la destitución en el orden del día. Aislada y debilitada, Dilma aceptó el consejo de sus «ministros d...

Table of contents

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Dedicatoria
  5. Prólogo
  6. Agradecimientos
  7. I. La puesta en marcha (1994)
  8. II. Fernando Henrique (2002)
  9. III. Lula (2011)
  10. IV. Dilma (2016)
  11. V. Bolsonaro (Enero de 2019)
  12. VI. Parábola (Julio de 2019)