El talón de hierro
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El talón de hierro

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"El Talón de Hierro" está considerada como una de las más brillantes obras pertenecientes a la "literatura de anticipación"o "distópica", al ofrecer un enfoque visionario de lo que habrá de venir en un futuro, que el autor describe como un pasado ya superado, pero que sirve para criticar el capitalismo imperante.

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Information

Year
2011
eBook ISBN
9788446036067
Edition
1
Capítulo 1
Mi Águila
Una brisa suave de verano acaricia las secuoyas y mueve plácidamente el agua de Wild-Water que cubre el musgo de las piedras. Brillan las alas de las mariposas bajo la luz del sol y suena por doquier el zumbido monótono de las abejas. Sola, en medio de ese escenario tranquilo y amable, reflexiono, no sin cierta inquietud. Quizá sea esa paz, tan ajena a lo que se fragua ahora mismo en el mundo real, la que me inquieta. Todo parece tranquilo, pero es sólo la calma que precede a la tempestad. Aguzo el oído en espera temerosa del brusco estallido de la tormenta. ¡Que no llegue tan pronto! ¡Que se demore![1].
No es de extrañar mi inquietud. Pienso; no puedo dejar de pensar. He estado tan sumergida en el fragor de la lucha que ahora me siento agobiada ante este sosiego. Me resulta imposible apartar del pensamiento el torbellino de muerte y destrucción que se avecina. Siento aún en mis oídos los gritos de los afligidos, y puedo ver, de la misma forma en que lo viera en el pasado[2], las heridas y mutilaciones inferidas a esos cuerpos dulces y serenos, y las almas arrancadas violentamente de esos cuerpos y arrojadas contra Dios. ¿Es así como nosotros, pobres mortales, alcanzamos nuestros fines?, ¿recurriendo a la masacre y a la destrucción para conseguir la felicidad de una paz duradera en la tierra?
En esta soledad, cuando evito imaginar lo que de forma inminente va a sobrevenir, pienso en lo que no volverá a existir: en mi Águila; que batía incansable sus alas en el espacio etéreo, alzándose hacia lo que siempre consideró su sol, el ideal luminoso de la libertad humana. No puedo permanecer aquí sentada, esperando tranquilamente el gran suceso, su obra póstuma, la que él no podrá ya contemplar; la epopeya a la que dedicó todo su quehacer y por la que acabó entregando su vida[3].
Es por eso por lo que debo aprovechar esta espera angustiosa para escribir sobre mi esposo. Soy la única persona en el mundo que puede proyectar la suficiente luz sobre su personalidad, la que puede evitar que se difumine en las sombras un carácter tan noble. Era tal la grandeza de su alma que, cuando consigo mitigar el recuerdo de mi amor, el principal lamento es que no pueda estar aquí mañana para presenciar la nueva aurora. ¡No podemos fracasar! Su tenacidad y su meditado esfuerzo merecen el éxito. ¡Acabemos con el Talón de Hierro!, que se hunda y se libere la humanidad postrada, ¡que se levante al unísono la masa trabajadora del mundo entero! Nunca ha habido nada parecido en la historia de la humanidad. La solidaridad obrera está asegurada y habrá, por primera vez, una revolución internacional a lo largo y ancho del mundo[4].
Pensar en lo que se avecina desborda mi espíritu. Ha estado en mi mente día y noche de forma tan intensa que no abandona en ningún momento mi pensamiento: no puedo pensar en mi marido sin pensar en ello. Si él fue el alma de la acción, ¿cómo podría yo separar ambas cosas en mi mente?
Como ya he dicho, sólo yo puedo aportar la luz necesaria para desvelar plenamente su personalidad. Son harto conocidos sus tremendos esfuerzos y sus padecimientos en pro de la libertad; pero nadie como yo, que durante veinte años he compartido cada día con él, puede dar idea de su esfuerzo, de su paciencia, de su infinita devoción por esa causa, una devoción que hace sólo dos meses lo llevó a entregar su vida.
Trataré de explicar de forma sencilla cómo Ernest Everhard llegó hasta mí, cómo nos encontramos por primera vez, su influjo para que llegara a convertirme en una parte de él, y los cambios prodigiosos que operó en mi vida. De esta forma, a través de mis palabras, será posible verlo como yo lo vi y comprenderlo como yo llegué a hacerlo. Sólo omitiré algunos secretos demasiado íntimos para revelarlos aquí.
Lo conocí en febrero de 1912, cuando mi padre lo invitó[5] a una cena en Berkeley. No puedo decir que mi primera impresión fuera muy favorable. Era uno más entre los muchos invitados, y mientras esperábamos en la sala de recepción a que llegaran los demás, mostraba una apariencia un tanto extravagante. Era la «noche de los predicadores», tal como la llamaba familiarmente mi padre, y Ernest no pintaba nada en medio de esos clérigos.
En primer lugar, sus ropas no le sentaban nada bien. Vestía un traje oscuro de confección que se ajustaba a su cuerpo con cierta dificultad. En realidad, no le hubiera sentado bien ningún traje que no le hubieran hecho a su medida. Y esa noche pude ver por primera vez cómo resaltaban sus músculos debajo del abrigo. Tenía un cuello ancho y firme, como el de un campeón de boxeo[6]. «Bueno», pensé, «así que éste es el filósofo social, ex herrador de caballos, que mi padre ha descubierto. Realmente, por su aspecto, no puede negar su antigua profesión». Me pareció un prodigioso Blind Tom[7] de la clase obrera.
Y fue entonces cuando estrechó mi mano. Fue un apretón firme y resuelto mientras sus ojos oscuros me miraban con aire audaz, demasiado atrevido, pensé. Yo entonces vivía encerrada en un entorno arraigadamente clasista y conservador. Si esa audacia se la hubiera permitido un hombre de mi clase social, hubiera sido una acción imperdonable. Reconozco que no pude evitar apartar mi mirada de él, y me sentí muy aliviada cuando me alejé para saludar al obispo Morehouse, por quien sentía gran aprecio; un hombre amable y serio de mediana edad, un erudito que en su apariencia y bondad me recordaba a Cristo.
Pero este atrevimiento, que entonces me pareció presuntuoso y atrevido, era en realidad una característica vital de la personalidad de Ernest Everhard. Era sencillo, directo, no temía a nadie ni a nada, y evitaba perder el tiempo en los convencionalismos sociales. «Tú me gustabas –me comentó muy posteriormente–; y por qué no iba a alegrar mis ojos con una visión tan agradable.» Ya he comentado que él no sentía temor por nada. Era un aristócrata nato a pesar de moverse en un terreno tan contrario al de ese estamento. Era un superhombre, era la espléndida bestia rubia descrita por Nietzsche[8], y era además, un ardiente demócrata.
Dedicada a atender al resto de los invitados, y quizá por la desfavorable impresión que me había causado, me olvidé del filósofo de la clase obrera, aunque a lo largo de la cena reparé una o dos veces en él, especialmente en el brillo de sus ojos cuando prestaba atención a los comentarios de alguno de los clérigos. «Parece un hombre divertido», pensé, y comencé a perdonar el desaliño de su vestimenta. La noche avanzaba, la cena llegaba a su fin y él no decía ni una palabra, mientras que los ministros hablaban continuamente sobre la Iglesia y sus relaciones con la clase obrera, magnificando lo que ésta había hecho y seguía haciendo por los trabajadores. Noté que mi padre parecía molesto por el mutismo de Ernest. Aprovechando una pausa en la charla, mi padre lo invitó a que hiciera algún comentario, pero Ernest se encogió de hombros y respondió lacónico «No tengo nada que decir», mientras seguía masticando almendras tostadas.
Mi padre no cedió, y esperó una pausa para comentar:
—Tenemos aquí entre nosotros a un miembro de la clase trabajadora. Estoy seguro de que podría enfocar estas cuestiones bajo un punto de vista diferente, quizá de una forma más novedosa. Señores, tengo el placer de presentarles al señor Everhard.
Todos parecieron mostrar un amable interés, y pidieron a Ernest que expusiera sus puntos de vista. La atención de los invitados, exageradamente cortés y tolerante, le debió de parecer simple condescendencia. Lo miré y creí descubrir que no lo estaba pasando mal, incluso que se estaba divirtiendo. Lanzó una mirada lenta sobre los invitados y pude adivinar una sonrisa chispeando en sus ojos.
—No estoy muy versado en los protocolos de las controversias eclesiásticas –comenzó, aparentando cierto embarazo e indecisión.
—Continúe –lo alentaron todos. El doctor Hammerfield añadió–: No nos importa que sus opiniones sean acertadas o no. Lo importante es que sean sinceras.
—Entonces, ¿para ustedes sinceridad y verdad son categorías diferentes? –replicó Ernest con una risa breve.
El doctor Hammerfield pareció algo desconcertado con la replica, pero continuó enseguida:
—Todos podemos equivocarnos, joven, incluso los más preparados.
La actitud de Ernest cambió bruscamente, pareció transformado en otro hombre.
—De acuerdo –prosiguió–; para empezar, permítanme decirles que están todos ustedes equivocados. Ustedes no saben nada, nada de nada sobre la clase trabajadora. Su sociología es tan falsa e inútil como la metodología de sus razonamientos.
Más impactante que sus palabras fue el tono con que las expresó. Yo me estremecí ante el sonido de su voz. Era tan decidida como su mirada. Fue una llamada clara y potente que sacudió mi ser. Todos se irguieron en sus asientos, y cesó como por ensalmo la monotonía y somnolencia imperante hasta ese momento.
—¿Cuáles son, para usted, joven, esos errores profundos que invalidan nuestros razonamientos? –replicó el doctor Hammerfield con manifiesta irritación en el tono y en sus gestos.
—Ustedes son metafísicos, y no podrán llegar a ninguna parte a través de la metafísica, porque cualquier aseveración metafísica puede ser negada, sin más, por otra consideración metafísica. Son ustedes unos anarquistas del pensamiento. Tienen todos ustedes una concepción idealizada del mundo. Viven en un cosmos que han creado a medida de sus fantasías y de sus deseos. No saben en qué mundo viven. Su pensamiento está muy lejos de la realidad, consiste únicamente en quimeras y razonamientos aberrantes.
»¿Saben lo que me recordaban cuando les oía hablar y hablar? Me recordaban al mundo escolástico medieval, cuando los monjes debatían fervorosamente la importante cuestión de cuántos ángeles podían danzar sobre la punta de un alfiler. Porque, queridos señores, están ustedes tan lejos de la vida intelectual del siglo xx como los primitivos chamanes indios que hace diez mil años realizaban curaciones mágicas.
A medida que hablaba, Ernest se mostraba más y más apasionado, brillaba su rostro, chispeaban sus ojos y su mentón se proyectaba hacia delante mostrando su firmeza. Era su forma de ser, esa actitud con la que conseguía siempre desarmar a sus interlocutores. Sus palabras solían caer como mazazos sobre ellos, haciéndoles olvidar las formas más corteses de sus discursos. Y es lo que sucedió aquella vez. El obispo Morehouse se irguió, prestando toda su atención a Ernest, mientras la cara del doctor Hammerfield enrojecía manifestando su ira y exasperación. Todos mostraban sensaciones de desconcierto, aunque algunos sonrieran con aires de suficiencia condescendiente. Yo me encontraba muy a gusto, aunque miraba de soslayo a mi padre con la aprensión de que en algún momento fuera a mostrar su entusiasmo an...

Table of contents

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Estudio preliminar
  5. Bibliografía
  6. El Talón de Hierro
  7. Prólogo
  8. 1. Mi Águila
  9. 2. Los desafíos
  10. 3. El brazo de Jackson
  11. 4. Esclavos de la máquina
  12. 5. Los filómatas
  13. 6. Premoniciones
  14. 7. La visión del obispo
  15. 8. Los destructores de máquinas
  16. 9. Las matemáticas de un sueño
  17. 10. El torbellino
  18. 11. La gran aventura
  19. 12. El obispo
  20. 13. La huelga general
  21. 14. El principio del fin
  22. 15. Los últimos días
  23. 16. El final
  24. 17. La librea escarlata
  25. 18. A la sombra de Sonoma
  26. 19. Transformación
  27. 20. El oligarca perdido
  28. 21. El rugido de la bestia del abismo
  29. 22. La Comuna de Chicago
  30. 23. La gente del abismo
  31. 24. Pesadilla
  32. 25. Los terroristas