CAPÍTULO II
El reconocimiento y su negación
LAS EVIDENCIAS DEL MENOSPRECIO, LAS HUELLAS DEL RECONOCIMIENTO
Las trazas del menosprecio, el reconocimiento y el simulacro se encuentran en los entresijos de las novelas de Coetzee quizá con más abundancia que en ningún otro escritor contemporáneo. Quisiera practicar aquí una suerte de búsqueda detectivesca de estas huellas, en el doble sentido que nos ha enseñado ya Derrida, al considerarlas como indicaciones veladas de hechos que aparecen detrás de su lenguaje codificado, señalizaciones que es necesario descifrar para orientarse en las rutas geopolíticas trazadas en las obras literarias. Pero también, huellas consideradas como claves de comprensión de un discurso oculto que está detrás del que se lee en primer plano, pistas reveladoras que abren el sentido de aquello que está dicho como discurso borroneado o sobre el que se re-escribe otro discurso que lo insinúa. Intentaré buscar, pues, en el palimpsesto literario de Coetzee, esta doble acepción implícita en el sentido de sus trazas: la dirección en la ubicación de sus sendas dentro del paraje geopolítico que les da vida, por un lado, y por el otro, la apertura y revelación de un trasfondo de discurso crítico que permanece agazapado en ellas, aunque activo en todo momento.
En esta labor de persecución y desentrañamiento, quiero tomar como primera orientación la propuesta de Axel Honneth sobre los procesos de reconocimiento, entendidos como criterios normativos de las condiciones de posibilidad hacía una sociedad más justa, más atenta a la estimación de las diferencias culturales y en franca oposición a despliegues morales, jurídicos y políticos hegemónicos o de imposición monocultural. Cabe adelantar que en las novelas de Coetzee encontramos, evidentemente, contraejemplos de dichos procesos, esto es, en la terminología de Honneth, formas de menosprecio que más bien conducen a toda clase de formas de injusticia social y de hegemonía e imposición. En un segundo paso, quiero proponer el desciframiento de las trazas de la violencia de la cultura política como sentido de trasfondo en las novelas de Coetzee, el discurso detrás de su discurso, y para ello me dejaré guiar por un faro completamente distinto al de Honneth, como es la crítica socio-política que puede extraerse de la idea de simulacro de Gilles Deleuze, llevada al plano de la resistencia política. Los dos faros orientadores de mi labor detectivesca se entrelazan justamente (y solamente, quizá) por su sentido crítico, y no respeto aquí ninguna escolástica cerrada que me demande hacer grandes piruetas para justificar el acercamiento teórico entre uno y otro (dicho esto para desencanto del lector purista, a quien sugiero abandone en este momento mi texto, a riesgo que de no hacerlo le provocaría un síncope y una rabieta de lectura).
Tomemos la historia de un personaje terrible de la primera novela que publica Coetzee, Informe Vietnam, como ejemplo de las evidencias de menosprecio en los tres sentidos que denuncia Honneth —humillación física, privación de derechos y exclusión social, degradación del valor social de la autorrealización—, y de los cuales hablaremos poco más adelante. Eugene Dawn, quien confiesa en la primera línea de la narración que “ése es su nombre, y no puede hacer nada al respecto” (nos enfrenta así a una frustración suya irremediable, de la que habrá que sospechar desde el inicio), prepara un informe para el ejército norteamericano en la guerra de Vietnam. El informe se refiere a la posible eficacia de nuevas estrategias de guerra propagandística en las zonas atacadas. El dictaminador de este informe, del que depende que sea considerado para su validación por altos mandos, es un tal Coetzee (una réplica ficcional con la que el mismo J. M. Coetzee se censura y se califica a sí mismo, tal vez…). Dawn teme y admira al mismo tiempo a Coetzee, elucubra formas de vencerlo en debates interminables sobre el valor de su informe, suda frío cuando se acerca la hora de verlo en su despacho, sabe que su inteligencia y su agudeza de espíritu no son un juego, ansía por encima de todo su aprobación (que no su reconocimiento, y esto es clave). Obsesivamente reúne documentos, fotografías, frases de propaganda para hacer más fuerte su argumento.
Al mismo tiempo nos abre su vida íntima en la narración: con sus compañeros militares apenas habla, los desprecia por su tozudez, por su estrechez de miras, sabe que no lo entienden y que lo consideran un poco maniático. Con su mujer sostiene una relación sádica, altanera, manipuladora: le hace creer que la espera con ansiedad en casa cuando sabe que eso le traerá un trato cómodo y de cierta atención por unos días; pero la sodomiza en la cama, mientras ella llora; la somete a humillaciones verbales para luego ignorarla por días; la desprecia tildando su vida de mediocridad comodina cuando ella le dice que su trabajo lo está enloqueciendo; sospecha que lo engaña y se encarniza aún más en reflexiones delirantes que justifican sus sospechas. Con su hijo, un niño pequeño, sostiene una relación desinteresada, ausente, argumentando que ella lo ha echado a perder con sus cariños exagerados.
El informe resulta ser un texto escalofriante. No se trata de una descripción de hechos de propaganda de guerra, ni siquiera de una estrategia admisible militarmente de innovaciones en el uso de esta propaganda. Se trata del despliegue megalomaníaco de consideraciones segregacionistas y racistas sobre los vietnamitas, y de las consideraciones paralelas sobre los norteamericanos como los padres de la buena civilización ordenada, pura, dignos líderes del proyecto “Vida Nueva para Vietnam”, que el mismo Coetzee dirige. Las “recomendaciones” contenidas en el informe de Eugene Dawn son en realidad indicaciones de sojuzgamiento y denigración de los nativos a los que se combate, una verdadera apologética del poder hegemónico y la desintegración cultural perpetrados sin la menor culpa, una estrategia de disolución de la fuerza más mínima del enemigo, sea de resistencia militar o de su dignidad más elemental, que Maquiavelo mismo habría envidiado. El leitmotiv que mueve el informe entero se encuentra en una sola frase que fácilmente puede elevarse a consigna del narcisismo de Dawn: “En Vietnam solamente existe una regla: fragmentar, individualizar” (TP, 43).
El relato culmina con un hecho atroz, que ya se preveía desde una lectura psiquiátrica: ignorado por Coetzee, que ve claramente su desequilibrio mental, reprobado por sus colegas, temido por su mujer, Dawn rapta a su hijo y se esconde en el “Loco Motel” (en castellano en el original). Ahí intentará comportarse según sus últimos delirios fallidos de omnipotencia, intentará comportarse como el padre amoroso, volcado sobre su hijo, que nunca fue. A los pocos días está harto de los lloriqueos del niño, que quiere ir a su casa y no entiende lo que ocurre. Cuando llega la esposa acompañada de la policía, él se apertrecha en la habitación del hotel, abrazando al niño con una mano, sosteniendo un cuchillo con la otra. Los intentos por razonar con él fallan por completo, él sabe que ha perdido la batalla. Cuando la policía irrumpe por la fuerza e intenta arrancarle al niño de los brazos, él utiliza el cuchillo y cae de lleno en la locura. Las últimas páginas de la novela, dedicadas a la estancia de Dawn en un hospital psiquiátrico, recogen los residuos aún incandescentes de su locura: aunque su comportamiento es ejemplar a los ojos de médicos y enfermeros, persiste su táctica de engaño, de ventaja y odio sobre los otros, a los que aún considera inferiores. No obstante, esta táctica se ve contaminada por la conciencia de algo insuperable: su propia culpa, que no se explica, que no puede soportar. Por esto termina diciendo: “Tengo grandes esperanzas de averiguar de quién soy culpa” (TP, 76).
Vuelvo a la inicial pesquisa de las trazas de menosprecio bajo la luz de Honneth. Puede establecerse un nexo heurístico entre esta narración inquietante y la idea clave del contraste entre procesos sociales de menosprecio y de reconocimiento, es decir, entre los procesos de reificación del mundo y los que, vía el reconocimiento del otro, llevan a una apertura comprensiva no reificada del mundo. Eugene Dawn aparece en esta narración como el prototipo del agente reificador del mundo en el sentido honnethiano, como el gestor del discurso ideológico en donde prevalece el yo frente a su mundo, y desde esta prevalencia se auto-otorga el derecho de descalificar a los otros, de planear estrategias de sojuzgamiento, manipulación y humillación sistemáticas, poniendo en marcha lo que en una larga tradición la Escuela de Fráncfort ha llamado razón instrumental.
En la tesis de Honneth, la ganancia o descomposición de habilidades cognoscitivas, y con ello la ganancia o descomposición de una personalidad integrada, depende del desarrollo de procesos de reconocimiento. De modo que si estos procesos desaparecen, o se ven impedidos o distorsionados, pueden buscarse las causas de origen en un nivel epistemológico de deformación de habilidades cognoscitivas, pero también en un nivel psicológico de deformación de una personalidad sana. Dicho de otra manera: estas causas pueden buscarse en fallas en los procesos de conocimiento y, de igual manera, con la misma fuerza de determinación, en alteraciones de la conducta y la personalidad en el ámbito de las patologías sociales explicadas como “faltas de respeto” (disrespect) que afectan el todo de esa identidad personal. Estas deformaciones son a lo que llama Honneth en términos generales “olvido del reconocimiento”, y llevan a una distorsión generalizada y peligrosa del mundo entero del sujeto que lo sufre, esto es, a una reificación de su mundo en donde todo se ve como manipulable, instrumentalizable y desechable, porque carece, para los sujetos que sufren estos procesos de desviación, de ese carácter emotivo con el que identificamos que algo o alguien debe ser respetado o es susceptible de algún tipo de estimación porque no es meramente un objeto insensible.
Puede pensarse, pues, la patética historia de Eugene Dawn como un empeño narcisista, sostenido en el tiempo obsesivamente, en pos de un reconocimiento desviado, patológico, reificador de su mundo; no el reconocimiento en el sentido fuerte hegeliano, que es base de la postura defendida por Honneth, en donde se juega el estatus completo del individuo (su estatus social y por ello o con ello, su estatus ontológico) en una lucha por obtenerlo, sino un reconocimiento que podemos llamar “reconocimiento débil”, el cual se empeña paradójicamente en la grandilocuente exigencia de ser elogiado, temido o vanagloriado, pero no reconocido en el sentido ético-ontológico de Hegel, que recupera Honneth.
Una de las ideas más interesantes que se puede encontrar en el puente trazado entre “El proyecto Vietnam” de Coetzee y la propuesta de Axel Honneth sobre los procesos de reconocimiento considerados como vías de solución de conflictos sociales, es la que se refiere a la exageración de las potencias del yo, aislado en su operación reificante del mundo, que lleva paradójicamente a una impotencia real cuando se las ve con el mundo concreto que quería reificar.
Para percibir el mundo como una colección reificada de objetos manipulables sin “espíritu”, se requiere de una extraordinaria ilusión de omnipotencia por parte del yo que se opone a este mundo, una ilusión narcisista llevada a su extremo en un fenómeno cuasi alucinatorio en el que el sujeto ve más de lo que ocurre realmente en el mundo. Ve más en el sentido de que cree que ahí ocurren cosas que reclaman su conquista, el despliegue de su poder sin bridas. Cosas y personas en efecto están ahí reclamando ser objetos de su dominio; por ejemplo, para el protagonista de la novela, su mujer, su hijo y los vietnamitas, a quienes es menester imponer la ley del buen padre conquistador (los Estados Unidos, que en su delirio él encarna), aparecen en su percepción como en un mismo plano de señas, una madeja de guiños que le indican desplegar sus habilidades de yo dominante. Este dominio es un despliegue de potencias de sexualidad humillante con su mujer, a quien somete a actos que él cree que le provocan un gran placer. Tómese como ejemplo perturbador el siguiente pasaje del discurso auto-justificatorio de Eugene Dawn cuando imagina qué cosas le diría a su mujer, Marilyn, en el momento en que ella desconfía de él, creyendo que guarda un secreto perverso y, temiéndole, lo rechaza:
No hay ningún secreto, le diría yo, todo está en la superficie y resulta visible para quienes tienen ojos en la cara. Cuando descubras que ya no puedes besarme, le diría, habla con señales, y dime que soy carroña y que te da asco tocarme con la boca. Por mi parte, cuando yo provoco convulsiones en tu cuerpo con mi picana eléctrica, únicamente estoy encontrando una forma más franca de tocar mis centros de poder que la insatisfactoria conexión genital. (Ella llora cuando lo hago, pero yo sé que le encanta. La gente toda es igual). No tengo secretos para ti, le digo, ni tú tampoco para mí. (TP, 25)
Lo que es más amiedante de este despliegue patológico de la intimidad sexual de Dawn, de este carácter sádico del dominio sobre su mujer, es su extensión casi “natural”, diríam...