Cómo conversar con un fascista
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Cómo conversar con un fascista

Un elogio del poder de la palabra y de cómo lo que decimos puede tener resultados tangibles

Marcia Tiburi

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Un elogio del poder de la palabra y de cómo lo que decimos puede tener resultados tangibles

Marcia Tiburi

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Un elogio del poder de la palabra y de cómo lo que decimos puede tener resultados tangiblesEn estos tiempos en el que los nervios y las emociones se encuentran a flor de piel, este libro surge con un propósito filosófico-político: pensar con los lectores sobre cuestiones de cultura política que se viven día a día, de un modo abierto, sin caer en la jerga académica. El argumento principal es cómo pensar en un método o una postura que se contraponga al discurso del odio y a sus reflejos en la sociedad y en las redes sociales. La realidad de la que parte es la brasileña, pero su alcance es global, porque hoy día el fascismo social se extiende por todo el mundo y se filtra en todas las capas sociales, sin que muchas veces seamos conscientes de ello.La autora, con un lenguaje directo, sencillo, en una lograda síntesis de profundidad y divulgación, propone el diálogo como forma de resistencia, un reconocimiento –y un elogio– del poder de la palabra y de cómo lo que decimos puede tener resultados tangibles.Un texto brillante, inteligente, bien argumentado (algo tan bienvenido en estos tiempos de opiniones gritadas que se hacen pasar por pensamiento), servido con una sugerente ironía.

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La violencia hermenéutica y el problema filosófico del otro
Lo que podemos llamar “alteradas” es una cuestión de hermenéutica. Para decir quién es el otro, es preciso expresar algo sobre él. El problema es que el otro es siempre alguien o algo que, por principio, desconozco. Y esta relación de desconocimiento, que es también de extrañamiento, siempre puede verse apagada por la pretensión de verdad propia del principio de identidad con el cual aprender a pensar, por lo menos en lo que dice respecto a toda una cultura basada en la mentalidad occidental europea. Superar esta mentalidad no es un esfuerzo que simplemente dependa de un individuo u otro, sino de procesos históricos, de los que, ciertamente, forman parte los procesos intelectuales a través de los que debemos responsabilizarnos como constructores de teorías, como educadores y como simples individuos.
Ahora bien, lo que se puede decir del “otro” es apenas una interpretación, en el sentido de que una cosa es colocada ante un punto de vista. La distancia entre la cosa y el punto de vista normalmente se olvida o no es tenida en consideración por el “punto de vista”, que sólo es punto de vista por su propia posición en un sistema en que se disputa la “verdad”. Lo que se dice sobre el “otro” siempre es dicho por alguien que lo supone, al que podemos denominar con el término uno mismo. Ese “uno mismo” padece los límites del horizonte de comprensión en el cual se sitúa y, al situarse, sitúa al “otro”. El uno mismo es justamente aquel que surge en el límite de una comprensión que está relacionada con un otro para el que “uno mismo” no se dispone como “relativo”. Lo que “uno mismo” dice del otro puede derivar fácilmente de discursos de carácter prefabricado y precario por ser motivados por aspectos socio-culturales, como la moral y la religión, comprensión de clase e incluso deseos e intereses ocultos, inconscientes, no siempre conocidos.
Tzvetan Todorov, en La conquista de América, hace un análisis —la cuestión del otro— de conquistadores como Colón, Cortés y algunos más que, al llegar a las Américas, un mundo desconocido, lo interpretan según los límites inevitables de su propia perspectiva, la de la “mismidad”. Tales límites son, curiosamente, los del conocimiento del que son representantes, y se activan en la forma en que se establece la comunicación con el otro encontrado. La comunicación forma parte del deseo de saber, pero también implica una moral: desear relacionarse con el otro es lo que está en juego. Está en juego el hecho por el que se toma aquello que ya se vio, que se supone saber, como conocimiento verdadero absoluto, cuando es la creencia que permite interpretar al otro lo que se manifiesta. Este conocimiento/creencia, al mismo tiempo que lleva a una interpretación, en cierto modo perjudica el encuentro con la novedad, que sería inherente a un conocimiento —tan verdadero como posible— del otro desconocido. Si la interpretación parece inevitable, debe tenerse en cuenta que son inevitables sus límites. La relación entre uno mismo y el otro está trabajada a lo largo de la historia de la filosofía europea desde los presocráticos. En toda la tradición que deriva de Platón, el otro (heteron) es un principio de ser. En la moderna filosofía europea, la relación entre el uno mismo y el otro fue traducida en los términos del sujeto y del objeto. De un ser pensante y una cosa pensada.
La pregunta que nos podemos hacer es si sería posible pensar y actuar más allá de la relación entre sujeto y objeto. Theodor Adorno comenta, en un texto llamado justamente Sobre sujeto y objeto, que “el sujeto devora al objeto, al olvidar en qué medida es objeto él mismo”. En otras palabras, lo que el “sujeto” olvida es la mediación que hay entre él y lo que llama objeto. En este caso, está vigente un juego de debilidad y fuerza, una dialéctica entre las fuerzas objetivas y subjetivas que sustentan este sistema sujeto-objeto, en cuanto son garantizadas por él. Lo que llamamos “sujeto” también sufre la objetividad del discurso de otros “sujetos” que no perciben en qué medida ellos mismos son objetos. Adorno habló de la “primacía del objeto” para designar el hecho de que el sujeto se torna objeto, el hecho de que el objeto dice algo contra la intencionalidad del sujeto, contra su “conocimiento previo” del objeto. En palabras sencillas: objeto es aquello que resiste a lo que el sujeto quiere hacer de él, sin embargo, al mismo tiempo, objeto es, infelizmente, aquello que el sujeto hace del otro.
Podemos pensar esto desde el punto de vista de la estrategia de la reducción al cuerpo, análoga a la construcción de una identidad heteroconstruida. Ambas forman parte de la estrategia de la falacia práctica, que une discurso y acción en el proceso de encuadramiento, que es también un proceso de “marcación del otro” para mantenerlo en un lugar controlable. Tal es el lugar de la identidad. El individuo encontrado por Colón fue “marcado” por su visión del mundo al ser puesto puesto dentro de una identidad por encuadramiento. En ésta, su cuerpo fue cosificado. Y sobre él se preguntó si tendría alma, factor que podría de algún modo aproximarlo a la condición de hombre europeo.
Este alejamiento por la diferencia define que a quien se llamó “indio” fue identificado en una diferencia en relación con la identidad europea. Su cuerpo fue instrumento usado en la demarcación del “otro”. En este caso, se retira al otro su derecho valiéndose de la reducción a la identidad, que es, al mismo tiempo, una condena al gueto: “uno mismo” dice al “otro,” sea el indio, el mendigo, el pobre, la prostituta, los niños, las mujeres, lo que él quisiera decir desde el punto de vista de su “identidad”, de su “mismidad” y de lo que “mi identidad” quisiera decir de la “alteridad” forjada. Este “decir” define un lugar que debe ser ocupado, un lugar donde el individuo es puesto, como aprisionado en una cárcel cuyas cadenas sólo son aparentemente simbólicas al compararlas con su carácter concreto. Pues es la particularidad del otro, su condición de persona viva orientada en su propia forma de vida establecida en contextos culturales, la que es negada por propia identidad proyectada en el otro. La no identidad es lo que en el otro no se reduce, ni siquiera a la alteridad. Es lo que no se encaja en las heterodeterminaciones y en el propio acto de conceptualizar. En Sobre sujeto y objeto, Adorno habla del “hombre singular vivo” (der lebendige Einzelmensch), que sería la encarnación del homo oeconomicus. Podemos decir que éste es la figura de la medida trascendental que instaura la “identidad”. Ésta implica la necesidad de “medidas”. El interés de Colón es todo “capital”, en el sentido de ser religioso y capitalista, de establecer una “verdad” que sirve de medida.
En el análisis de Adorno, homo economicus es mucho más un sujeto trascendental que un individuo vivo, mientras es víctima del abstracto modelo de intercambio. Alguien que, como individuo desconocido ante Colón, fue introducido a la fuerza en la categoría usada por el sujeto trascendental: “indio”. Esto quiere decir que el individuo empírico es “deformado” por la abstracción de un sujeto trascendental que lo antecede. Es codificado por un concepto que lo sustenta y que está, él mismo, previamente codificado. El cuerpo del hombre indígena juzgado a partir de la existencia de un alma, encontrando de esta forma la legitimación legítima para ser esclavizado, forma parte de la historia del “cuerpo explorado”. Esto quiere decir que la separación entre empírico (un cuerpo solamente cuerpo) y trascendental (un cuerpo que tendría alma) ya es una elaboración del pensamiento europeo tradicional, cuyo objetivo es promover la dominación por la sumisión de lo concreto a lo trascendental, siendo que lo trascendental es la idea y el discurso que la vehicula, sea de Colón, sea de los periodistas de hoy día.
La única salida de este juego de sumisión de lo concreto a lo trascendental es afrontar la construcción de lo trascendental, forzar lo trascendental desde lo concreto, y sus aplicaciones por un camino crítico. Esto implica la consciencia de la construcción del sujeto y de la separación interna del sujeto: en este caso, es preciso tener en cuenta que, por un lado, la separación entre sujeto trascendental y empírico es verdadera. Dice Adorno que “el conocimiento de la separación real consigue siempre expresar lo escindido de la condición humana, algo que surgió por la fuerza”, pero, por otro lado, ésta es falsa: “la separación no puede ser hipostasiada o transformada en invariante”. Esto quiere decir, en términos concretos, que la autoconsciencia indígena entra en la historia como contraconciencia, sabiendo que el diálogo es imposible, pues su otro no quiere dialogar. Recordando a Homi Bhabha, al hablar de la artista afroamericana Renée Green, está en juego “la necesidad de comprender la diferencia cultural como producción de identidades minoritarias que se ‘defienden’ —que en sí ya se hallan divididas— en el acto de articular un cuerpo colectivo”. Sólo que esta división es consciencia de la división. Una contraconciencia inesperada para la conciencia dominante.
Impidiendo el “conocimiento” del otro, en la visión de Todorov acerca de los invasores, está el sistema de creencias, de la verdad religiosa y metafísica que representan, pero también el interés económico, el “oro” que vienen a buscar en estas tierras distantes. Hay un interés general, se puede decir, coronado por un argumento de “autoridad” que hace que los viajeros manejasen su creencia como si supiesen lo que van a encontrar delante. No se trata, para estos aprovechados europeos, de buscar la verdad, sino de encontrar, como afirmó Todorov, “confirmaciones de una verdad conocida de antemano”.[1] Tales hombres, al viajar en aquella época, iniciaron en nombre de su saber —un saber supuesto por ellos mismos y su cultura— “un proceso de colonización y destrucción de los otros”.[2] El saber era la disculpa para la violencia que realizarían en nombre de la corona de su país, del dios de su religión y, para resumir, de la verdad de su punto de vista. Colón fue, como todo conservador, un sujeto autoritario en cuyo fondo se sustentaba el sujeto de la “certeza”, para quien el “otro” está siempre sometido a la verdad previa de su sistema de creencias y, cómo no, del discurso y de las acciones que sustenta.
Todorov insiste en el límite de la visión del mundo de los conquistadores. En el caso de Colón, como límite del propio lenguaje. Por eso, éste seguirá siendo analfabeto de las lenguas locales y, al mismo tiempo, usará el acto del “nombrar” como una forma de tomar posesión del mundo que lo rodea. En los objetos —y en las personas tomadas como objetos— pone los nombres que trae consigo, sin entender que la comunicación humana, en el sentido de aventurarse en el punto de vista del otro, o por lo menos en el diálogo, podría ser valiosa en su viaje. Pero Colón era un hombre de discurso y no de diálogo. Usaba el lenguaje como dominación dentro de sus límites epistemológicos. Como bien anota Todorov, no tendría éxito en la comunicación porque no estaba interesado en ella. Y eso, al fin y al cabo, porque, según su punto de vista, los indios eran apenas “objetos vivos”. Cortés, por su parte, según Todorov, no fue tan limitado como Colón, pues buscó, tras su llegada, un intérprete. Esto no cambiaría su punto de vista, pues este encuentro con el otro lo vuelve aún más apto para la ansiada conquista. Tampoco verá en aquellos con los que se depara sujetos iguales a él.
Para Todorov, no obstante, Cortés vencerá a los aztecas no sólo por su fuerza, sino porque los aztecas “perdieron el control de la comunicación” y así se volvieron cada vez más débiles. En el fondo, lo que les sucedió es que perdieron la capacidad de interpretar el advenimiento del enemigo, perdieron la relación con la profecía, la capacidad de interpretar los hechos; por decirlo de otro modo, como si hubiesen perdido su propio punto de vista, aplastados por el punto de vista del enemigo. La historia es también, podemos decir, una lucha de discursos y de perspectivas. En la guerra de perspectivas, los europeos fueron los más fuertes porque eran los más violentos. Practicaron la violencia hermenéutica, la del punto de vista que aplasta al otro, que no lo reconoce. Es decir, no proyectaron su visión del mundo sobre el enemigo, mientras que el enemigo proyectó la suya sobre ellos, debilitándolos. Más objeto que destinatario de un discurso, el otro no pasaba de mera cosa a ser sobrepasada en sentido literal. Si la guerra depende siempre de una disputa en torno a las verdades, y las verdades implican proyecciones, ante el enemigo, los aztecas perdieron su relación con los dioses, pero sobre todo el arma del lenguaje y la capacidad de ejercer violencia por medio de éste. Fueron vencidos en ese procedimiento de la identificación que se confunde con la proyección. Lo que podemos decir, intentando mirar por el lado de la falta constitutiva de estas antirrelaciones, pues son relaciones de dominación, es que todos los conquistadores triunfaron por usar el lenguaje de un modo no dialógico. Evitaron el diálogo, sustentando siempre, de un modo o de otro, su supuesta e impuesta razón cargada de verdades previas. Si es un hecho que la falta de comunicación es ausencia de capacidad para el diálogo, en este caso la derrota de los aztecas tenía que ver con que “la renuncia al lenguaje es el reconocimiento de una derrota”, como afirma Todorov, pero sólo porque no existía la propuesta de diálogo por parte del opresor. El poder del presagio, del augurio, en una sociedad superdeterminada, como figura en el libro de Todorov, fue fundamental, pero sirvió apenas para aniquilar cualquier oportunidad de otro papel del lenguaje.
El hecho por el que Moctezuma y sus rapaces adversarios españoles no tenían como “conversar” fue decisivo. La oportunidad de esta conversación jamás existió en el proceso de la conquista, la colonización y la catequesis. Es así porque el principio de identidad no se pauta en el diálogo, sino en la violencia hermenéutica: toda alteridad debe ser reducida a la interpretación del punto de vista del uno mismo. Lo que los autores de la carta en cuestión en este texto hicieron fue denunciar la ausencia de diálogo y el asesinato, “que es su efecto más extremo”.
Con la violencia hermenéutica se evita el asombro, la extrañeza como cualidad positiva del otro. Éste queda reducido a lo exótico. Es una cuestión contemporánea brasileña lo que, en Todorov, es la constatación en cuanto a los textos de los conquistadores: la inexistencia de “un sentimiento radical de extrañeza” en el “descubrimiento de los otros continentes y de los otros hombres”. Es importante ver que, en lo tocante a esta cuestión, no partimos del mismo lugar. En el Brasil actual, la percepción popular sobre los pueblos nativos se reduce, en su vertiente, digamos, más positiva, al exotismo y la curiosidad, y a la desatención y al odio en la más negativa.
Además, hay un aspecto que nos importa. Todorov escoge trabajar en este texto con la idea de un “otro exterior”, aquel con el que los conquistadores españoles no se relacionaban inmediatamente y para cuya relación la forma en que comprendían la función del lenguaje no ofrecía correspondencia. Si la cuestión de la “percepción que los españoles tenían de los indios”, nos permite pensar lato sensu la visión que no indios tienen de indios hasta hoy, es porque percibimos que la misma falta de diálogo sigue estando presente. La falta de diálogo es el síntoma no sólo de la ausencia de reconocimiento, sino de una proyección violenta de una verdad sobre el otro en la que el papel del lenguaje no es el de la comunicación, sino el del mero discurso en nombre de una verdad única. Que esta verdad sea proyectada por un sistema de creencias previo puede sonar como una declaración de estupidez a quien reflexiona con cuidado, pero, si pensamos que la inteligencia es una categoría moral, precisamos ir un poco más allá entendiendo que hay maldad —no sólo ingenuidad— en el procedimiento de aquel que niega al otro. Y que la base del uso del lenguaje es siempre ética o antiética.
El otro es siempre una categoría relativa. Es el otro que viene a constituir al uno mismo, al tiempo que puede ser destruido por él. El sentido profundo de la política, así como de la ética y de toda comprensión de la subjetividad en términos filosóficos o psicológicos, depende del entendimiento del sentido de las relaciones instauradas por el lenguaje, con las que podemos proyectar nuestras verdades sobre el otro o comunicarnos sin violencia con éste. La relación que desarrollamos con el otro exterior del que habla Todorov explica algo de nosotros mismos, mientras estamos posicionados en el lugar del “uno mismo”.
Nosotros mismos podemos, por tanto, ocupar ese lugar del otro. Tendemos a tener una relación de exotismo con este otro que, en nuestra comprensión, es decir, en el espacio en el que elaboramos nuestras interpretaciones, está del lado de fuera. Lo exótico es siempre extranjero, aquello que, en nuestro hábito mental-cultural, en el saber general, intentamos siempre traer al interior de aquello que ya conocemos. He ahí el daño que el “principio de identidad” —esa manía de reducir lo extraño a lo común— causa en nuestro propio proceso de conocimiento. Su resultado es una especie de traición en la que lo propio se torna enemigo del otro. He ahí la mentira del conocimiento, que sólo se elimina por la comprensión del espacio “ent...

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