Europa, un salto a lo desconocido
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Europa, un salto a lo desconocido

Un viaje en el tiempo para conocer a los fundadores de la Unión Europea

Victoria Martín de la Torre

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Europa, un salto a lo desconocido

Un viaje en el tiempo para conocer a los fundadores de la Unión Europea

Victoria Martín de la Torre

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Escrito con un ágil estilo periodístico, este relato de no ficción recrea la década en la que tuvo lugar el nacimiento de las Comunidades Europeas (1948-1957), a través de algunos de los principales protagonistas de la construcción europea —Jean Monnet, Robert Schuman, Konrad Adenauer, Alcide De Gasperi y Paul-Henri Spaak, los llamados "Padres de Europa"—, que van cobrando vida en las páginas de este libro. Capítulo a capítulo el lector se va convirtiendo en testigo de su trayectoria vital, sus valores, sus relaciones personales, acuerdos y discusiones, todos ellos elementos claves para comprender cómo y por qué se tomaron en su momento decisiones que hoy afectan a cerca de 500 millones de europeos. Los hechos, datos y conversaciones aquí expuestos son fruto de un exhaustivo trabajo de investigación basado en las memorias de los Padres de Europa, los artículos de prensa de la época, los discursos públicos y los archivos históricos de las diferentes instituciones y, de forma particular, en una serie de entrevistas realizadas por la autora a personas que conocieron y trabajaron estrechamente con los protagonistas del libro.

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Information

Year
2017
ISBN
9788490552971

1950-1952:
LA COMUNIDAD EUROPEA DEL CARBÓN Y DEL ACERO

En el Consejo de Europa, en Estrasburgo
En el Consejo de Europa, en Estrasburgo. De izquierda a derecha: Robert Schuman, Alcide De Gasperi, Dirk Stikker, Paul Van Zeeland, Konrad Adenauer y Joseph Bech
(© Comisión Europea)
«Un salto a lo desconocido». El 10 de mayo varios diarios titulan con esa frase inocente pero certera de Schuman. Las cancillerías europeas amanecen revolucionadas. Ernest Bevin, estupefacto, pide explicaciones al embajador francés en Londres. En nombre de Italia, Sforza recibe calurosamente el plan. Los países del Benelux solicitan precisiones, pero la tónica es de aceptación. El gobierno de EE UU, informado a través de su secretario de Estado, Dean Acheson, hace una valoración positiva.
Por la tarde se dan cita en Londres los tres ministros aliados para hablar sobre el futuro de Alemania. Schuman asiste mucho más sereno que a reuniones anteriores, con la confianza de que el efecto del «plan Schuman» le permitirá llevar la iniciativa.
Nada más encontrarse, Bevin acusa a Acheson y a Schuman de urdir un «complot antibritánico». El norteamericano reconoce que conocía el plan, pero tan solo unas horas antes y de casualidad. Tenía que hacer escala en París en su ruta hacia Londres y, por cortesía, solicitó un encuentro informal con el ministro galo. Schuman no podía ocultarle el plan que iba a anunciar al día siguiente, así que, con el beneplácito de Monnet, se lo contó. De primeras, Acheson reaccionó con escepticismo, porque se imaginó un cartel contrario a la libre competencia, pero Monnet y Uri prepararon una nota técnica que en pocas horas disipó sus dudas.
Esa misma crítica de Acheson la recoge el día 10 la prensa británica. Algunos diarios publican informaciones distorsionadas, por lo que el Foreign Office pide aclaraciones y precisiones. Schuman y a Clappier están en permanente contacto con París para resolver las dudas, hasta que finalmente el propio Monnet viaja a la capital británica con su equipo —Hirsch y Uri— para dejar bien claro que su proyecto no es un cartel.
Los ingleses, pragmáticos, quieren ver hechos. ¿En qué consiste exactamente el plan, cómo se tomarán las decisiones? ¿Qué poderes tendrá la Alta Autoridad? Monnet admite que nada de esto se ha decidido. A Bevin le parece una entelequia y le sorprende que los gobiernos de Francia y de Alemania estén dispuestos a aventurarse en un proyecto tan vago y arriesgado. Pregunta a Monnet si Francia mantendrá su apoyo aunque el Reino Unido lo rechace. «Seguiremos adelante aunque seamos solo dos países, pero el Reino Unido podrá adherirse más adelante, cuando la Alta Autoridad ya esté en marcha», asegura.
Pero mientras Monnet charla con Bevin, Schuman atiende a los periodistas:
«¿Cuántos países hacen falta para realizar el plan?», quiere saber uno.
«Seguiremos adelante la negociación entre dos, si hace falta», aclara el ministro.
«¿Y qué papel puede tener el Reino Unido?».
«Si no hay participación a cien por cien, puede haber una asociación compatible con las estructuras y con las concepciones económicas inglesas», alega Schuman.
A Monnet le llevan los demonios. ¿Por qué ha tenido que decir eso? De ningún modo aceptaría Monnet que descafeinaran su plan. Hay que mantener las normas, y esperar a que los países estén preparados para aceptarlas. Rebajar las expectativas para ganarse a los ingleses sería un enorme error. Luego, en privado, intenta hablar con Schuman: «La experiencia me ha demostrado que no es un buen paso que los ingleses obtengan condiciones particulares y una situación especial en su relación con los otros, ni siquiera que puedan esperar beneficiarse». Schuman se disculpa, no sin advertirle que deberán ser flexibles si quieren que su plan llegue a buen puerto.
Como broche a esta reunión, el 15 de mayo los tres ministros anuncian que Alemania volverá a unirse progresivamente a la comunidad de los pueblos. Se le levantarán de manera gradual los controles. Las tropas de ocupación se irán retirando, con excepción de las que permanecerán en Alemania con el acuerdo de su gobierno para defender a la RFA si fuera necesario.
Al día siguiente, Adenauer se reúne en Petersberg con los tres comisarios. Percibe en ellos un cambio de actitud, más abierta y amistosa. La coordinación entre París y Bonn para anunciar de común acuerdo el Plan Schuman ha reforzado la confianza en Alemania. Pero las críticas se repiten en Bonn. A Schumacher, el líder del SPD, no le gusta el proyecto. Le parece vago: «El Plan Schuman es un marco. Ya veremos qué cuadro le meten».
Monnet viaja a Alemania para explicar en persona todos los detalles a Adenauer. Antes de llegar al palacio de Schaumburg, en el centro de Bonn, pasa por Petersberg para saludar al comisario americano, John McCloy, un buen amigo. Se conocieron unos años atrás, cuando McCloy trabajaba en el Ministerio de la Guerra en Washington y el francés intentaba convencer al gobierno norteamericano de que produjera los aviones y las armas necesarias para que los aliados vencieran la guerra. Ahora a Monnet le interesa conocer su opinión. Le explica que su intención es iniciar las conversaciones con Alemania de igual a igual, aunque todavía no haya recuperado toda su soberanía. El comisario lo ve con buenos ojos.
Asesorado por McCloy y en compañía de Bernard Clappier, Monnet acude a su primera reunión con el canciller. En su despacho de Schaumburg, Adenauer les espera con Herbert Blankenhorn, su asesor y hombre de total confianza en el gobierno y en la CDU. Al principio el canciller se muestra muy cauto y apenas esboza una sonrisa de cortesía al recibirlos. Monnet rompe el hielo:
«Queremos establecer las relaciones entre Francia y Alemania sobre una base enteramente nueva —asegura Monnet—, y convertir lo que nos divide, sobre todo las industrias de guerra, en un beneficio común que será también el beneficio de Europa. Ya no hay vencidos ni vencedores: no puede haber paz sin justicia, ni justicia sin igualdad».
El gesto de Adenauer se suaviza.
«La propuesta francesa es esencialmente política», continúa el francés. «Tiene incluso un aspecto, digamos, moral. En su esencia, contempla un objetivo muy sencillo que nuestro gobierno tratará de realizar sin preocuparse, en una primera fase, de las dificultades técnicas».
Cuando Monnet acaba de hablar, Adenauer le dice emocionado: «Yo tampoco soy un técnico, ni hablo ahora como político. Veo, como usted, esta gran empresa bajo su aspecto más elevado: pertenece al orden de la moral. Es la responsabilidad moral que tenemos hacia nuestros pueblos, y no la responsabilidad técnica, la que debemos poner en práctica para materializar una esperanza de este calibre. El recibimiento en Alemania ha sido entusiasta. Tampoco nosotros nos quedaremos en los detalles. Hace 25 años que esperaba esta iniciativa. Al asociarnos, ni mi gobierno y ni mi país albergan segundas intenciones, ni una pretensión hegemónica. Desde 1933, la historia nos ha enseñado cuán vanas son esas preocupaciones. Alemania sabe que su suerte está ligada a la suerte de Europa occidental».
Los presentes se comprometen a mantener un diálogo directo y fluido. Clappier se excusa durante cinco minutos para hacer una llamada telefónica. A su regreso les comunica que, tras hablar con Schuman, puede confirmar que Monnet será el interlocutor del gobierno francés. Adenauer dice que él encontrará un «Monnet alemán».
«Señor Monnet —le dice al despedirse—, considero que la realización de la propuesta francesa es la tarea más importante que me espera. Si logro llevarla a buen término, creo que no habré desperdiciado mi vida».
El canciller facilita que, bajo una absoluta confidencialidad, el francés participe en el proceso de selección de su homólogo alemán. Para Monnet es fundamental dar con la persona adecuada, y por eso se permite desaconsejar al primer candidato elegido por Adenauer. En la entrevista personal con Monnet, el candidato habló del carbón, el acero y las minas del Ruhr. El francés quiere a alguien que se entusiasme al hablar de Europa, de la paz y del futuro. No importan tanto los conocimientos técnicos. La clave es que sea una persona flexible, imaginativa y abierta al cambio. Al final ese hombre es un profesor universitario, Walter Hallstein, con el que Adenauer viajó al congreso de La Haya.
Verano de 1950. Francia
Francia, Alemania, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo se unen al proyecto desde el principio, y sus delegados llegan el 20 de junio a París para las negociaciones. Las sesiones de trabajo comienzan al día siguiente.
Al presentarles su plan, Monnet se refiere a la nueva organización por primera vez como una «comunidad europea». Será un organismo sui generis, como no ha existido hasta ahora, y su núcleo gestor será la Alta Autoridad. La producción del carbón y del acero proporcionará unos ingresos directos a la comunidad para disponer de recursos propios y no depender de las aportaciones de los Estados.
El grupo trabaja en su pequeña zona designada para «los europeos» en la rue de Martignac. Aislados y sometidos a un intenso ritmo de trabajo, Monnet espera que nazca entre los delegados un espíritu de equipo, y si es posible una amistad. Aunque en ocasiones la comunicación se hace un poco ardua, Monnet insiste en rechazar la presencia de intérpretes. Lo más importante es que pasen de ver la solución a un problema como una victoria sobre los demás a buscar la solución ganadora para todos. A veces es solo cuestión de imaginación. En torno a una buena mesa, comparten sus historias personales, hablan de sus familias e, inevitablemente, de cómo pasaron la guerra.
Al llegar a casa, Monnet describe entusiasmado a Silvia la personalidad de cada uno de los negociadores. Está convencido de que juntos cambiarán el destino de Europa. Sobre todo ha encajado bien con el alemán, Hallstein. «Se nota que ha captado desde el principio que esto no es una cuestión económica, sino una unión de espíritus. Es un gran apoyo para mí en el grupo». A Silvia le encantaría conocerlos, y le sugiere que vayan todos el fin de semana a su casa.
El domingo pasan el día en Houjarray junto a Jean, Silvia y las niñas. Tras un agradable paseo por la campiña y un aperitivo en el jardín, almuerzan un sencillo menú italiano, regado de vino francés y de la conversación de Monnet, que relata sus aventuras de juventud. En la sobremesa, la animada charla se corta en seco al escuchar las noticias en la radio: ha estallado la guerra de Corea. El frágil equilibrio de paz alcanzado tras la II Guerra Mundial se tambalea. Más que nunca es preciso avanzar en la unidad de Europa. Si Estados Unidos entra en guerra contra la Unión Soviética, dispondrá de menos recursos y tendrá que retirar sus tropas del Viejo Continente. Con la incertidumbre de qué pasará durante esos días, Monnet despide a sus colegas negociadores hasta dentro de un par de semanas.
Retoman los trabajos el 12 de julio, y para desmayo del francés se presentan todos con órdenes nuevas. Sus gobiernos los han «reprogramado» con los intereses nacionales en este receso. Para reconducir las negociaciones organizan grupos de trabajo por sectores. Además, con objeto de integrar todas las sensibilidades, crean un nuevo organismo: el Consejo de Ministros, en que estarán representados los gobiernos de los países miembros. Además del Consejo y de la Alta Autoridad, completan la arquitectura institucional una Asamblea parlamentaria y un Tribunal de Justicia.
Este equipo negociador inicial ha cumplido su misión, pues de la siguiente fase, redactar las bases legales, se encargarán expertos juristas. Como despedida, Monnet invita a Schuman a que dirija unas palabras a los delegados. El ministro, que ha evitado inmiscuirse en sus discusiones para no menoscabar su independencia, se sienta a la mesa excusándose por ser «un intruso». Precisamente de eso les quiere hablar: de la necesidad de que la Alta Autoridad sea independiente de todo interés económico y político, incluso de intereses nacionales. Toda persona que trabaje para la Alta Autoridad deberá dejar en casa cualquier sentimiento nacionalista para buscar, en el sentido más altruista, el bien general. Solo así nacerá de hecho una comunidad [12].
A pesar de los buenos resultados de las negociaciones, el temor a una tercera guerra mundial atenaza los espíritus y siembra incertidumbre sobre el futuro de Europa. Schuman y Monnet están decididos a continuar, y los avatares de un verano caliente acaban favoreciendo sus intereses: una crisis tumba el gobierno de Bidault y le sustituye otro con René Pleven a la cabeza.
Monnet conoce al nuevo presidente desde hace mucho, incluso desde antes que a Silvia, pues precisamente un joven Pleven estaba invitado a aquella memorable cena de negocios en la que Jean se enamoró. Desde entonces son amigos, y Monnet goza de la total confianza de Pleven. Es más, el jefe del ejecutivo le consulta sobre aspectos económicos y también de política exterior. Los contactos y amistades internacionales de Monnet van a resultar de gran utilidad al nuevo gobierno.
Siguiendo directrices marcadas desde Washington, el comisario McCloy comienza a decir —primero en privado y luego en público—, que Alemania ha de tener capacidad para defend...

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