La fe única y la multiplicidad de misterios
EUGEN BISER
La versión musical más poderosa y al mismo tiempo más íntima de la profesión de fe cristiana, el credo de la Missa Solemnis, de Beethoven, desemboca, como es sabido, en una fuga grandiosa, que a la manera de cúpula majestuosa corona el edificio sostenido por las columnas de los artículos de la fe70. Cada una de las voces repite constantemente Et vitam venturi saeculi, para juntarse en una trama sonora, en la cual confluyen todos los hilos y el movimiento del conjunto como en un gusto anticipado de la eternidad cantada. Involuntariamente recordamos la visión de la rosa celeste de Dante, en la parte final de su Divina Comedia, donde también el movimiento del conjunto confluye hacia el centro del misterio del Dios trino, abriéndose este centro a la totalidad de las criaturas redimidas, de suerte que, a pesar de lo ingente de las dimensiones, aparece como una rosa florecida, deslumbrante por el resplandor del amor eterno:
No hay aquí ni cerca ni lejos;
Pues donde Dios directamente gobierna,
La ley natural queda en silencio.
(Paraíso, XXX, 121 y ss.)71.
A pesar de la libertad con que, en el pasaje mencionado, trata Beethoven el texto litúrgico, no se tiene la impresión de que le haga violencia. Más bien, se saca la impresión contraria, a saber, que en esta fuga final despunta algo que está en la base de la fe sin expresarse formalmente, y que por eso espera ser formulado. Y esto afecta a la conexión del conjunto; podríamos decir también, al sentido unitario que domina la totalidad. Evidentemente, a muchos no se les plantea la cuestión de una forma expresa. Se contentan con declarar su fe con uno cualquiera de los doce artículos de la confesión. Sólo de paso puede que se pregunten por qué son precisamente doce artículos, y no más ni menos, y si los doce tienen el mismo valor o si no hay que distinguir también enunciados centrales de otros menos importantes, e incluso acaso supererogatorios. Pero, fuera de esa ligera inquietud, los artículos de la fe son para ellos como perlas que se enfilan a manera de cadena en el credo, y que no tienen en común otra cosa que la semejanza de unas con otras por el brillo y el tamaño.
Mas en esto consiste precisamente el problema que, expresa o implícitamente, se plantea al final de la profesión de fe. Lo que en el caso de la cadena de perlas es evidente, hay que demostrarlo aquí primero. En efecto, por su enunciado, que unas veces habla de la creación y luego de la vida eterna, otras de encarnación y luego de cruz y resurrección, las afirmaciones no se parecen en absoluto. Considerando su aparente desemejanza, no se integran luego tampoco en un todo. Sin embargo, la fe cristiana vive de la simplicidad de su contenido y de su realización72. Solamente la simplicidad interna le confiere su fuerza de penetración y la capacidad de pasar de mera categoría a norma concreta de la acción cristiana. Por eso vive del conocimiento de su sentido unitario. Justamente la multiplicidad de las proposiciones particulares de la fe lleva a preguntar implícita, pero insoslayablemente, por ella. Por eso con el sello del «amén» al final de la profesión de fe no se consigue nada, de no entenderlo al mismo tiempo como invitación a deducir de la multitud de los artículos de la fe su sentido único.
Esto no puede ni maravillarnos, ni aterrarnos. Los dones de Dios se caracterizan porque se nos presentan como tarea. Estamos demasiado habituados a mirar estos dones como relativos a la práctica cristiana de la vida, y no como tareas del pensamiento. Mas, ¿por qué no habrían de ser también tareas del pensamiento, cuando se trata de captar por la fe la verdad de Dios? ¿No dice el Jesús de Juan en uno de los pasajes más bellos del discurso de despedida: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su Señor; pero os digo amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15)? ¿No es esto la invitación más apremiante que se pueda concebir a nuestra inteligencia; la exhortación a seguir a Jesús no sólo en la práctica de la vida, sino también intelectualmente? Además, la Iglesia docente, en una declaración del concilio Vaticano I, de 1870, nos ha dado una importante indicación a este respecto. Es verdad que niega la posibilidad de una auténtica intuición de los misterios revelados por Dios. Sin embargo, la investigación piadosa de la razón iluminada por la fe no permanece infructuosa, si nos enseña siquiera a prestar atención a la relación de los misterios entre sí y con el fin último del hombre73. La idea se debe a una propuesta adicional del obispo de Bressanone, Gasser, que fue recogida finalmente en la proposición doctrinal, votada en la tercera sesión del Concilio74. Vale la pena considerarlo, en orden a una comprensión profunda de la fe, no sólo en la teología, sino también en la opinión pública de los creyentes.
En la deliberación del Concilio se habla de un «nexo de los misterios»; por tanto, de una conexión razonable de los diversos contenidos de la fe. Esto puede concebirse tanto objetiva como formalmente. La segunda posibilidad está particularmente cercana a la mentalidad actual, orientada hacia las estructuras. Así, el estructuralista francés Claude Lévi-Strauss, basándose en las semejanzas generales de estructura que llamaron su atención en el estudio de las formas primitivas de sociedad, postula una conexión entre relaciones de afinidad y reglas gramaticales75. Pues bien, también los artículos particulares de la fe presentan semejanzas estructurales insospechadas. En esta búsqueda viene a ayudarnos nuevamente la intuición del artista. En su versión del credo, Beethoven ha subrayado precisamente este aspecto. Subraya con energía las afinidades estructurales. Así lo muestra ya la sucesión sonora descendente que entona la palabra clave «Credo». De una forma más amplia e intensa, se repite en el motivo que sirve de transición a la confesión de la encarnación de Cristo, en el impresionante descenso del Descendit de caelis. Sirviéndose de un simple símbolo musical, destaca así una conexión fundamental76. Nuestro credo no existiría si no se hubiera abierto el cielo y Dios no hubiera descendido a nosotros. La fe en Cristo vive precisamente de esta autocomunicación condescendiente de Dios. Y vive en tal grado, que queda incluida en la ley formal de esa comunicación. Por eso la fe, vista cristianamente, no es un empeño de tomar por asalto el cielo, ni un ataque osado al misterio divino sino la simple convivencia con Dios, el cual, para estar cerca de nosotros y hacérsenos comprensible, se ha convertido en el Nuestro, en «Dios con nosotros».
La fe es el abandono, humilde y agradecido, a esta autodemostración del amor de Dios. Pues en las cosas divinas, a pesar de toda nuestra capacidad creadora, no somos más que discípulos e imitadores; de suerte que, según lo expresó un pensador de la antigüedad cristiana que ha permanecido anónimo, la suma sabiduría consiste en sentir lo divino y en experimentarlo apasionadamente. En una época dominada, e incluso muchas veces poseída, por el afán de producir, es conveniente recordarlo y eximir al problema de la fe de la presión de la mentalidad productiva. Pues precisamente al hombre atormentado por esa presión productiva le resulta útil saber que en la cuestión suprema de su vida, el problema de Dios, más que exigir, es recibido y guiado, y que en la realización de la fe lo que en primer lugar interesa es dejar guiar por Dios sencillamente.
Pero el movimiento de descendimiento divino, subrayado por el símbolo musical del Descendit de caelis, no sólo mira a la palabra inicial de la profesión de fe, del credo, sino también hacia delante, a su continuación. A diferencia del credo de la liturgia de la misa, la profesión de fe apostólica menciona a continuación un paso ulterior del Redentor en su camino de anonadamiento: su descendimiento a los infiernos, según la expresión usada hoy corrientemente, o su bajada al reino de la muerte77. Aquí la afinidad estructural salta a la vista, de tal manera que no es preciso destacarla. Guiado por la ley del amor eterno, al Redentor no le fue suficiente solidarizarse con la humanidad entera en el misterio de su encarnación y ser un hombre entre los hombres. Su voluntad de amor abarca también a los que no han alcanzado el nivel de la humanidad integral o lo han perdido. La imaginación cristiana ha concebido una especie de contramundo, un mundo subterráneo a estilo del Hades, poblado por un ejército incontable de seres retenidos en la prisión de la muerte, para poner de manifiesto el impacto de la voluntad salvífica divina hasta en los límites extremos de lo humano y de lo ya no humano. Encontramos este pensamiento en primer término cuando nos representamos que este ámbito de la humanidad fragmentaria, fraccionaria e incompletamente realizada, se extiende a través de nuestro propio mundo vital. Así como Jesús no se detuvo ante la mesa de los pecadores, tampoco la voluntad de su amor se detiene ante esto. Aquí, en medio de nosotros, viven muchas figuras del Hades, hombres escindidos y alejados de sí mismos, por debajo de su propio nivel, aprisionados en modelos alienantes lo mismo que allá abajo donde las buscaba la fantasía de los fieles de tiempos antiguos. Y necesitan del amor auxiliador de Jesús, que les ayude a ser ellos mismos, no menos que aquéllos.
Pero la línea descendente de la profesión de fe nos lleva también por otro motivo a esta extrema profundidad. La carta a los Efesios lo menciona, invitándonos a reflexionar: «Eso de subir, ¿qué significa sino que primero bajó a estas partes bajas de la tierra? El mismo que bajó es el que subió sobre todos los cielos para llenarlo todo» (4,9 y s.). Quiere esto decir que aquí, en la profundidad suprema, se realiza el cambio absoluto, por el cual la condescendencia se transforma en triunfo, el anonadamiento en glorificación, la muerte en cruz en la victoria pascual. A toque de trompeta, lo anuncia el Et resurrexit del credo de Beethoven, el cual, acto seguido, pasa al motivo ascendente del artículo siguiente, que confiesa la ascensión del Señor y su entronización a la derecha del Padre. A manera de reflejo, responde esta estructura a la línea descendente con que la música había subrayado el movimiento salvífico del amor divino, y ya a...