1. «El eterno misterio de nuestro ser» Las exigencias inextirpables del hombre han sido magistralmente identificadas por san Agustín en su famosa frase sobre la inquietud que constituye el corazón del hombre: «Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto, hasta que no repose en Ti»5. Este deseo constitutivo del corazón humano, que ha impulsado siempre al hombre a buscar la plenitud de su ser, ha sufrido el influjo de los avatares históricos y ha visto reducida su capacidad de adhesión. Cuanto más observamos la realidad histórica de nuestros días más evidente resulta la actualidad de una imagen con la que Luigi Giussani, en los años ochenta, describía proféticamente la situación en que se encuentra el hombre hoy: «Es como si los jóvenes hubieran sido alcanzados [...] por las radiaciones de Chernobyl: el organismo es estructuralmente el mismo de antes, pero dinámicamente ya no es el mismo. [...] Uno se vuelve como abstracto en la relación consigo mismo, como si estuviéramos descargados afectivamente (sin energía afectiva para adherirse a la realidad), como unas pilas que en vez de durar seis horas duraran seis minutos»6. Desde entonces diversos autores de todas las tendencias ideológicas han descrito este drama que, en los jóvenes, resulta especialmente evidente.
En un artículo aparecido hace algunos años en la Repubblica sobre las generaciones de jóvenes actuales, titulado «Los eternos adolescentes», el famoso critico literario italiano, Pietro Citati, escribía: «En otros tiempos uno se convertía en adulto muy pronto. Hoy día existe una continua carrera hacia la inmadurez. Antaño un chico maduraba a toda costa. Conquistar la madurez implicaba una renuncia. Hoy en día, los jóvenes no saben quiénes son. Tal vez no quieren saberlo: siempre se preguntan cuál será su yo, ¡aman la indecisión! No decir nunca sí o no: detenerse siempre ante un umbral que, quizá, no se abrirá nunca. No tienen voluntad: no desean actuar. Prefieren quedarse pasivos. Viven envueltos en un misterioso letargo. No aman el tiempo. Su único tiempo son una serie de instantes que no están encadenados u organizados en una historia»7.
Este artículo provocó la respuesta de Eugenio Scalfari, antiguo director de la Repubblica e ideólogo de lo que podríamos denominar izquierda progresista, que afirmaba: «La herida [en estos jóvenes] ha sido el aburrimiento, el aburrimiento invencible, el aburrimiento existencial que ha matado el tiempo y la historia, las pasiones y las esperanzas. No veo aquella profunda melancolía que hay en los rostros jóvenes del Renacimiento, pintados por Tiziano. (...) Veo ojos estupefactos, estáticos, aturdidos, huidizos, ávidos sin deseo, solitarios en medio de la multitud que los contiene. Veo ojos desesperados, eternos niños, una generación desesperada que avanza. [...] Intentan salir de ese vacío de plástico que les rodea y les sofoca. Su salvación está únicamente en sus corazones. Nosotros sólo podemos mirarles con amor y temor»8. ¿Quién habría podido imaginar que el Renacimiento, que había surgido con el interés de afirmar lo humano, que todavía vemos vibrar en Tiziano, acabase en este letargo y aburrimiento existencial? El filósofo Augusto del Noce ha identificado la diferencia tremenda que hay entre el tiempo de san Agustín y el nuestro: «El nihilismo corriente hoy en día es el nihilismo desenfadado, en el sentido de que carece de inquietud. Quizá podría definirse por la supresión del inquietum cor meum agustiniano»9.
Esto es lo que el Papa ha vuelto a designar con la palabra relativismo en su reciente viaje al Reino Unido. El relativismo consiste en la pérdida de la capacidad del hombre para conocer la verdad, para encontrar en ella la libertad definitiva y el cumplimiento de las aspiraciones humanas más profundas, es decir, para encontrar la respuesta exhaustiva a sus exigencias. En efecto, si el hombre no encuentra lo que responde a esta aspiración, a esta exigencia, todo es relativo, opinable, y nada será capaz de atraer todo su yo, como documenta el misterioso letargo y el aburrimiento invencible. De este desinterés no está excluida, como hemos visto, la fe cristiana.
Todo ello muestra cuál es la naturaleza de la crisis en la que nos encontramos sumidos. No es sólo un problema religioso o ético, sino que estamos ante una crisis de lo humano. Es más, esta reducción del hombre puede incluso convivir con un florecimiento religioso, como ha notado un agudo observador americano, Ernest L. Fortin: «Nietzsche nos advirtió desde hace tiempo que la muerte de Dios es perfectamente compatible y puede coexistir con una ‘religiosidad burguesa’. Él no pensó ni siquiera por un momento que la religión se hubiera acabado. Cuando hablaba de la muerte de Dios, lo que ponía en cuestión era la capacidad de la religión para mover a la persona y abrir su mente. La religión se ha convertido en un producto de consumo, una forma de entretenimiento entre otras, una fuente de consuelo para los débiles o una empresa de servicios emotivos, destinada a satisfacer algunas necesidades irracionales que es capaz de satisfacer mejor que ninguna otra. Aunque pueda sonar unilateral, el diagnóstico de Nietzsche daba en la diana»10.
Es en esta situación histórica del hombre donde el cristianismo debe mostrar su relevancia antropológica, su conveniencia humana, precisamente por su capacidad de «mover a la persona y abrir su mente», de despertarla de su letargo y su pasividad. El hombre de hoy tomará en serio la propuesta cristiana si la percibe como una respuesta significativa a su necesidad fundamental. Para ello cuenta con un aliado. Todas las dificultades que vive el hombre de hoy no consiguen arrancar de su corazón la espera de su plenitud humana. Es la naturaleza misma del corazón la que le espolea a esperar. Pero, al mismo tiempo, con frecuencia la dificultad de encontrar una respuesta le hace dudar de la posibilidad de un destino positivo, hasta el punto de parecer un sueño.
Antonio Machado lo ha expresado con una maestría única:
¿Mi corazón se ha dormido?
Colmenares de mis sueños
¿ya no labráis? ¿Está seca
la noria del pensamiento, los cangilones vacíos,
girando, de sombra llenos?
No, mi corazón no duerme.
Está despierto, despierto.
Ni duerme ni sueña, mira,
los claros ojos abiertos,
señas lejanas y escucha
a orillas del gran silencio»11.
Este es el punto culminante al que puede llegar el hombre en su intento de encontrar esa respuesta que no puede dejar de esperar. A veces, cuando la respuesta no sigue una cierta imagen preconcebida, el hombre puede pensar que es un sueño. Pero inmediatamente se repone y grita con certeza: «No, mi corazón no duerme./ Está despierto, despierto./ Ni duerme ni sueña, mira, / los claros ojos abiertos, / señas lejanas y escucha...