Olor a yerba seca
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Olor a yerba seca

Memorias

Alejandro Llano Cifuentes

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Olor a yerba seca

Memorias

Alejandro Llano Cifuentes

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"En un momento de estas páginas recojo algunas de las últimas palabras que Ludwig Wittgenstein dirigió a su discípula predilecta: 'Beth, he buscado la verdad'. Ojalá pudiera decir yo lo mismo, aunque sea en un tono más bajo y con un alcance más corto. Lo que sobre todo quisiera mostrar en esta primera entrega de mis memorias es mi torpe intento de unir existencialmente la indagación de las verdades filosóficas y la búsqueda de quien es Camino, Verdad y Vida. Los antiguos cristianos llamaban filosofía a la vida cristiana. Yo no confundo la una con la otra, pero estoy convencido como ellos de que el cristianismo es la vera philosophia".

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Information

Year
2011
ISBN
9788499206325

LA SEGUNDA FIESTA NACIONAL

Las oposiciones a la docencia universitaria estaban rodeadas en España de una leyenda que las presentaba como objeto de todo tipo de intrigas, presiones y maniobras. Por eso se decía de ellas que eran como la segunda fiesta nacional. La primera, según se sabe, son los toros.
Pasé tres años preparando el concurso-oposición para acceder al cuerpo de adjuntos numerarios de universidad, lo que hoy día se denomina profesor titular. Se trataba de un concurso restringido, para los que tuviéramos el título de doctor y lleváramos tres años dando clases en alguna universidad. La oposición constaba de dos ejercicios. El primero consistía en escribir sobre un tema especializado de la asignatura, sorteado entre los diez que unas dos semanas antes hubiera anunciado el tribunal. El segundo era una clase sobre un tema elegido a sorteo entre los que compusieran el programa de la asignatura, tal como se impartía en la universidad de procedencia. Yo me presentaba a la materia Metafísica (Ontología y Teodicea), con el programa que había puesto en su día el profesor Juan José Rodríguez Rosado.
Recuerdo que una tarde del mes de agosto, con el tremendo calor húmedo de Valencia, y —por supuesto— sin aire acondicionado, estaba yo preparando mi oposición en el departamento de metafísica. La facultad estaba completamente vacía. Un colega que pasaba el verano en Alicante y había tenido que venir a Valencia por algún motivo administrativo, Manuel Oliver, se quedó asombrado al encontrarme en el departamento, trabajando en plena canícula. Movió la cabeza sentenciosamente y me dijo con una sonrisa:
—Estudia, estudia, cabrón, que si llegas a ser catedrático dirán que has triunfado por ser del Opus.
Aparte de los conocimientos genéricos, la preparación se centraba en los temas del programa, los únicos previsibles. Si le dediqué tanto tiempo, fue porque la convocatoria de los ejercicios de la oposición se fue retrasando. Finalmente, se celebró en 1974, en la facultad de filosofía y letras de la Universidad Complutense. Se convocaban tres plazas y, aunque habían firmado muchos más, finalmente sólo nos presentamos cuatro: Ángel Currás Rábade, Joaquín Maristany del Rayo, José Manuel García de la Mora y yo.
En el primer ejercicio, el tema que salió en el sorteo fue «El naturalismo de Spinoza». Yo no me había enterado de que un colega de la Universidad de Oviedo, Vidal Peña, acababa de publicar un libro titulado El materialismo de Spinoza. Pero eso no me perjudicó. No me resultó difícil encontrar el hilo conductor por el que se descubría en Spinoza una especie de ateísmo espacial que equivalía a un radical naturalismo. Lo que dio más originalidad y, quizá, brillantez a mi texto fue la perspectiva que adopté al considerar la discusión sobre el carácter de la filosofía de Spinoza desde la polémica sobre el ateísmo en el pensamiento alemán del siglo XIX y, más en concreto, desde la Spinozasstreit. Recuerdo que cité un texto de Feuerbach en el que este predecesor del marxismo daba la razón a los teólogos cristianos que reprochaban a Spinoza su ateísmo. Porque —dice Feuerbach— un Dios que no se distingue realmente de la naturaleza, que no es providente ni libre, no se puede decir que sea Dios. Pasé al segundo ejercicio con la máxima calificación. Mis tres contrincantes también superaron esta primera prueba, aunque con notas inferiores.
De los cincuenta temas de que constaba el programa, llevaba cuarenta y nueve perfectamente preparados. El único que tenía en blanco era el cuarenta y seis, titulado «Teodicea y filosofía de la religión». Se trataba de algo completamente lateral al entero curso del programa. Y yo no lo había preparado sencillamente porque en aquella época no sabía nada de filosofía de la religión. La posibilidad de que me tocara ese tema era del 2 por ciento. Pues bien, fue el que salió en el sorteo. Una vez más, se cumplía aquello de «me sucede lo que temo». El ejercicio revestía la modalidad llamada por los opositores «encerrona». Te encerraban —en el sentido de que no debías salir— en un despacho, con todos los libros que llevaras o que pudieras pedir a la biblioteca de la facultad. Tu acompañante o algún otro colega también podía proporcionarte bibliografía, pero lógicamente nadie debía asesorarte o ayudarte. Y se trataba de ultimar, durante tres o cuatro horas, el tema que te hubiera correspondido, para después exponerlo —en forma de lección— ante el tribunal durante una hora.
Mi problema era que no sabía siquiera cómo empezar. No tenía ni idea de cómo abordar esa extraña relación entre la teología natural y la filosofía de la religión. Di el tema por perdido y la oposición por amortizada. Resultó que el despacho en el que me habían encerrado era utilizado por Juan Miguel Palacios, quien me encontró allí, me preguntó cuál era el tema, y apareció al poco rato con la Filosofía de la religión de Hegel y La religión dentro de los límites de la mera razón de Kant, ambos en su original alemán, claro. Lo agradecí mucho, pero no me sirvieron de gran cosa. Jaime Nubiola, que me había acompañado desde Valencia, me preguntó si quería comer algo, porque la encerrona había comenzado hacia las dos de la tarde. No estaba yo en condiciones de digerir nada, pero acepté un café que Jaime, providencialmente, trajo acompañado de una buena copa de coñac.
Empecé a tomar traguitos de café y de brandy, mientras ojeaba algunos libros y, cuando prácticamente había apurado la generosa copa de licor, noté que se había producido un cambio en mi actitud. Me sentía estupendamente. No me importaba en absoluto no saber nada del tema. Es más, comencé a pensar que quizá sabía más de lo que creía y, desde luego, más que cualquiera de los siete miembros del tribunal, todos ellos catedráticos o titulares de metafísica. Esta última reflexión me animó mucho. Me puse a escribir acerca de mi tema, sin saber muy bien en qué dirección. Pero enseguida se hizo la luz y encontré un hilo conductor. En realidad, conocía el tema mejor de lo que me confesaba al principio, a fuerza de las muchas horas dedicadas a intentar prepararlo, sólo que sin encontrar un argumento que convirtiera el cúmulo de ideas en una narrativa. Pero pronto di con un argumento. La filosofía de la religión tiene un carácter antropológico y su método es más bien fenomenológico e histórico. En cambio, la teodicea es claramente metafísica. La primera disciplina trata sobre las vivencias humanas acerca de Dios, mientras que la segunda se ocupa de la realidad de Dios, aunque sólo en cuanto origen del ser finito. Ya tenía el esqueleto del tema. Max Scheler, de quien había leído mucho, me proporcionó algunos contenidos del discurso, cuya tesis de fondo era la primacía teórica de la teología natural sobre la filosofía de la religión, enfoque que —pensé— podría gustar al talante especulativo de la mayoría de los miembros del tribunal. Así que seguí escribiendo, y resultó un texto esquematizado de cerca de seis folios, que me proporcionaba material suficiente para una exposición relevante y, desde luego, original; porque la idea se me había ocurrido a mí solo, con el inefable catalizador contenido en la copa que Jaime me había traído.
El momento en el que el profesor Juan Manuel Navarro Cordón, que era el secretario del tribunal, vino a sacarme de la encerrona y conducirme hacia la sala donde tenían lugar los ejercicios, lo recuerdo como uno de los más felices de mi vida. Estaba exultante. Y con tal ánimo me senté ante la mesita del opositor y frente al imponente tribunal. Como el tema me lo sabía perfectamente —todo se me acababa de ocurrir— aparté los folios hacia un lado y comencé a hablar sin guiarme por ningún apunte. Llevado por el entusiasmo que me poseía, hablé y hablé sin parar durante más de media hora. Poco a poco me fui dando cuenta de que estaba en una especie de trance. Finalmente comencé a recelar que, por no haber comido nada desde primera hora de la mañana, el efecto de una sola copa de coñac hubiera sido completamente desproporcionado. No estaba borracho, pero me encontraba en esa fase intermedia en la que no se encuentra uno ni sereno ni ebrio, sino alegre, ligeramente colocado. Volví en mí, temeroso de haber estado delirando, y pensando también que la hora que se me concedía para exponer el tema se iba acercando a su fin. Así que, por primera vez en aquella lección, eché mano de los papeles y comprobé sorprendido que en realidad había estado siguiendo el guión preparado durante mi encierro. Me atuve a él durante el siguiente cuarto de hora. Y cuando ya estaba más tranquilo respecto a la sensatez de mi discurso, volví a hablar completamente suelto y sin cortarme un pelo.
De todas maneras, salí de la sala temeroso de la impresión que hubiera sacado el tribunal e incluso el público asistente. En cuanto pisé el pasillo, todo fueron felicitaciones y hasta abrazos:
—Has estado brillantísimo. Sólo has tenido un rato de cierto decaimiento, cuando llevabas media hora hablando. Pero enseguida has vuelto a cobrar ánimos y has terminado in belleza.
¡Si supieran! Terminados los ejercicios de todos los candidatos, el tribunal publicó su veredicto. Yo era el número uno, con las máximas calificaciones por unanimidad. Junto conmigo, habían obtenido plaza Currás Rábade y García de la Mora. El cuarto había quedado fuera.
A pesar de ser un momento gozoso —para mí el único de mi carrera académica sin sombra alguna—, a alguno de los que me acompañaban le impresionó la derrota del candidato excluido. Cuando volvíamos en coche al centro de la ciudad, mi hermano Ignacio evocó la situación en la que se encontraría el único perdedor en aquellos momentos. Solitario en su modesta habitación de hotel, estaría saboreando la amargura de la derrota, el hecho humillante de haber sido pospuesto a colegas de menor edad y, probablemente, de menos conocimientos.
La plaza que obtuve fue la de la Universidad de Valencia. Volví adonde estaba, pero con la seguridad de que nadie me podría remover de mi puesto de funcionario. Así me felicitó un amigo:
—El Estado cuidará de ti hasta que la muerte os separe.
Poco duró la tranquilidad porque, a los pocos meses, se convocó la cátedra de metafísica de la propia Universidad de Valencia. El sorteo deparó un tribunal que me era especialmente adverso. Aun así, me sentí obligado a preparar la oposición y comencé a trabajar en ella de mala gana, con la seguridad de que la plaza no sería para mí. Cuando comentaba con algún amigo esta situación, todos me decían que en cualquier caso era bueno que me presentara, porque así hacía méritos para la siguiente convocatoria. Sólo hubo una persona que —con su acostumbrada lucidez— me desaconsejó acudir a la oposición. Fue Jesús Ballesteros:
—Mira, Alejandro, ahí no se te ha perdido nada. Ni siquiera vas a hacer bien la oposición, porque irás completamente desmotivado, a dar una batalla que tienes perdida de antemano. Una oposición en la que ninguno de los miembros del tribunal está a favor no contribuirá a que tengas más méritos. Al contrario.
Me di cuenta de que estaba en lo cierto. Pero las razones que me daba no eran académicamente correctas, porque suponía que los miembros del tribunal no eran completamente objetivos y neutrales respecto a los candidatos. En rigor, esta presuposición estaba completamente generalizada en todas las asignaturas y con cualesquiera componentes de los jurados. Pero no se podía dar por sabida en un caso determinado. Aunque hay que decir que aquellos tribunales, la mayoría de cuyos miembros se seleccionaban por sorteo entre los catedráticos de la respectiva área de conocimientos, eran más serios y justos que los formados posteriormente con otras reglas de composición, aquejados de endogamia y de tendencias ideológicas.
Con todo, seguí preparando cansinamente los seis ejercicios de que constaba el concurso. Un suceso doloroso vino a cortar aquel trabajo. Mi padre había caído gravemente enfermo. Se había agravado la bronquitis crónica que padecía y hubo que internarlo en la Clínica Covesa, situada en la calle General Mola, hoy Príncipe de Vergara. Fui a visitarle en varias ocasiones. Había perdido la capacidad de relacionarse sensatamente con su entorno, aquejado por una demencia motivada por el proceso patológico y favorecida por su avanzada edad. Su comportamiento comenzó a hacerse difícilmente controlable. Pretendía continuamente salir de la cama, pero luego no podía sostenerse en pie. Tuvimos que llegar a la patética solución de atarle las extremidades a la cama con vendas durante la noche. Hube de acudir a Madrid con más frecuencia, para ayudar a mis hermanos en la tarea de cuidarle. En un momento dado, me di cuenta de que el afán de mi padre era ir al baño solo, sin que otros le acompañaran, llevado por el pudor que siempre le había caracterizado. Eso me sirvió para cambiar el modo de tratarle, haciéndole ver —no con palabras, que no captaba, sino con mi propio modo de relacionarme con él— que le comprendía y que le respetaría tanto como pudiera. De este modo, sucedió que mi padre rechazaba toda ayuda proveniente de mis hermanos y, en cambio, aceptaba perfectamente la mía. Así que, por el peso de la evidencia, me tuve que quedar permanentemente en Madrid y acompañar a mi padre en la habitación de la clínica día y noche (me facilitaron una colchoneta y me tumbaba por las noches en el suelo, intentando descansar algo). Cuando ya estaba muy agotado, alguien me sustituía por unas horas y podía dormir un rato en el piso de la calle Castelló.
Tan grave estaba mi padre que yo mismo llamé por teléfono a don Hortensio, el párroco de El Carmen, para prever todos los detalles de su funeral y enterramiento. Me obsesionaba la noticia de que, en cierta ocasión anterior, un féretro proveniente de una ciudad —más ancho que los del pueblo— no había cabido en el nicho del cementerio, y el cadáver hubo de quedarse en el exterior hasta que se encontró alguna solución. Así que hasta le pedí a don Hortensio las medidas de los nichos. A todo esto, habíamos comenzado a encomendar su curación a Isidoro Zorzano, uno de los primeros miembros del Opus Dei, que estaba en proceso de beatificación. Una mañana cualquiera, mientras yo dormitaba aún sobre mi colchoneta, oí una voz firme y neta, que era sorprendentemente la de mi padre:
—Tráeme las gafas de cerca, por favor.
—No sé dónde están, papá.
—Mira en la mesilla de noche o en el armario.
—Aquí están, ¿quieres algo más?
—Sí, el ABC.
Estaba curado. Las ganas de leer el ABC, periódico que había seguido siempre que estaba en España, eran una señal inequívoca. Loco de alegría, bajé raudo a la calle y compré el ABC en el quiosco cercano. En la portada aparecía el ya anciano general Franco, que había inaugurado el día anterior la Feria del Campo. Con las gafas caladas, mi padre agarró el periódico con su gesto habitual y se quedó mirando al caudillo.
—Oye, ¿sabes que este señor se conserva bastante bien?
Después de haber ojeado el diario se dirigió de nuevo a mí:
—Bueno, esto es una especie de clínica, ¿no? Yo creo —añadió con toda naturalidad— que ya va siendo hora de volver a casa.
Lo hicimos aquel mismo día. Mi padre estaba completamente repuesto de su gravísima enfermedad y vivió varios años más con relativa buena salud.
A todo esto, ya ni me acordaba de la oposición. Habían pasado varias semanas sin mirar un libro y, en cualquier caso, había perdido el tren de mi preparación, porque los ejercicios se convocaron para el mes de septiembre, y ya estábamos a finales de julio. Así que me disculpé con los miembros del tribunal por no estar en condiciones de acudir y, en su momento, recibimos de la mejor manera al nuevo catedrático de metafísica de Valencia, Juan Manuel Navarro Cordón.
A los pocos meses se convocó una oposición para la cátedra de metafísica de la Universidad Autónoma de Madrid. Esta vez no me podía volver a excusar y, además, el tribunal parecía más equilibrado.
Tuve que ampliar el programa de la titularidad, hasta alcanzar unos ochenta temas, lo cual supuso un notable esfuerzo. Pero lo más trabajoso de la preparación de una cátedra universitaria —y seguramente lo menos fecundo— es la elaboración de la memoria acerca del concepto, método, fuentes y programa de la asignatura. En aquella época, lo que estaba bien visto era escribir uno o dos gruesos volúmenes en los que se hablara de todo lo que pudiera tener interés programático y metodológico en la disciplina en cuestión. No se valoraba tanto la originalidad —que incluso podría resultar arriesgada— sino más bien la solidez y la capacidad de visión panorámica. De modo que dediqué muchas horas a escribir acerca de temas que ya conocía o que se suponía que debería conocer.
Más interesante resultó otra de las tareas previas a la participación en las oposiciones a cátedra: lo que enfáticamente se llamaba la lección magistral. Un catedrático de otra universidad me sintetizó —con expresión castiza— de qué se trataba:
—Hay que poner el mingo.
Es decir, hacerlo lo mejor que puedas, dar el máximo, mostrar de lo que eres capaz. Le di muchas vueltas a la elección del tema. Finalmente, me incliné por Hegel, autor que se prestaba a hacer una exposición ambiciosa y cuyo estudio me interesaba especialmente. Además, yo no había escrito sobre él anteriormente. Porque otro de los consejos que uno solía recibir era que en una oposición no debías incidir sólo en lo que ya habías hecho, sino que te convenía mostrar la amplitud de temas que eras capaz de tratar con profundidad. Respecto a la lección magistral, en concreto, se recomendaba que eligieras para ella alguna cuestión de la parte de la asignatura que menos dominaras. De esa forma, el tribunal se inclinaría a no ponerte un tema de esos que ya has mostrado conocer bien. El propio título de la cátedra daba ya hecha la división fundamental de la asignatura: Metafísica (Ontología y Teodicea). Mi fuerte era la ontología, luego en la lección magistral debería abordar algún aspecto de la teología natural. El enunciado que resultó, después de darle muchas vueltas, fue «Dialéctica del Absoluto».
La presentación de los candidatos tuvo lugar el martes de Pascua del año 1976. El lugar al que nos convocaron fue el Instituto Luis Vives de Filosofía, perteneciente al Consejo Superior de Investigaciones Científicas, situado en la calle Serrano de Madrid, y rodeado por los edificios del Instituto Ramiro de Maeztu, que tan conocido me resultaba por las Reválidas de cuarto y de sexto de bachillerato, además de por algunas actividades deportivas en las que años atrás había participado con mis amigos de aquel centro docente.
El acto de presentación suele ser puramente protocolario y sólo tiene de interesante saber por fin cuántos y quiénes se presentan a la cátedra. Yo ya sabía que acudiría Tomás Calvo Martínez, catedrático de instituto y especialista en filosofía antigua, que se encontraba aquella temporada con una beca en la Universidad de Harvard. Pero también había firmado la oposición Javier Muguerza. Varias circunstancias hacían que este nombre suscitara emociones encontradas en aquel lugar y en aquel momento. Muguerza era profesor agregado de fundamentos de filosofía en la Universidad de La Laguna (Santa Cruz de Tenerife, Islas Canarias). Por una parte, parecía evidente que le gustaría regresar a Madrid, donde siempre había vivido y trabajado. Por otra, su actitud filosófica era claramente antimetafísica, orientada entonces hacia la filosofía analítica, y por eso causaba sorpresa...

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