Cautivado por la Alegría
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Cautivado por la Alegría

C.S. Lewis

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  1. 192 pages
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Cautivado por la Alegría

C.S. Lewis

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Cautivado por la Alegría es la narración autobiográfica que C.S. Lewis escribió para responder a las numerosas peticiones que le llegaron para que relatara su proceso de conversión al cristianismo. Se remonta para ello a su propia infancia, de modo que "cuando llegue explícitamente la crisis espiritual, el lector pueda comprender qué clase de persona me habían hecho mi infancia y adolescencia".Como indica el propio autor, se trata de una historia "insoportablemente personal" que, como ocurre con todo relato verdadero, una vez que se ha comenzado a leer, cuesta trabajo interrumpir su lectura. Es como si el lector asistiera a las investigaciones de un detective que quiere ir al fondo de un "caso" apasionante. Y todo ello presentado con la gracia poética y la fuerza narrativa de uno de los más grandes escritores de habla inglesa del siglo XX.

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Information

Year
2011
ISBN
9788499207599
Edition
1

XV. EL PRINCIPIO

Aliud est de silvestri cacumine videre patriam pacis...
et aliud tenere viam illuc ducentem.

SAN AGUSTÍN, Confesiones, VII, XXI
Una cosa es divisar desde una cumbre agreste la patria de la paz...
y otra cosa es seguir el camino que conduce a ella.
Debe quedar claro que la conversión relatada en el capítulo anterior fue sólo al teísmo, pura y simplemente, no al cristianismo. Aún no sabía nada de la Encarnación. El Dios al que me sometí simplemente no era humano.
Se me puede preguntar si el pensamiento de que me acercaba a la fuente desde la que se me habían lanzado aquellas flechas de la Alegría desde la infancia alivió algo mi terror. Ni lo más mínimo. No se me concedió ni la más sutil alusión a que alguna vez había habido o habría alguna relación entre Dios y la Alegría. De haber algo, fue lo contrario. Había supuesto que el centro de la realidad sería de tal clase que podemos simbolizarlo mejor como un lugar; en vez de eso, me encontré con que era una Persona. Por todo lo que sabía, el rechazo total de lo que yo llamaba Alegría podría ser una de sus exigencias; podría ser su primera exigencia. Él me resarciría. Cuando fui empujado por la puerta no salía ninguna melodía de dentro, ni había olor de orquídeas eternas en la entrada. Ningún tipo de deseo estaba presente.
Sin embargo, mi conversión no supuso creer en una vida futura. Ahora cuento entre las grandes misericordias que se tuvieron conmigo el que se me permitiese durante varios meses, quizá durante un año, conocer a Dios e intentar obedecerle sin que nadie mencionara el tema. Mi entrenamiento fue como el de los judíos a los que Él se reveló siglos antes de que hubiera una indicación sobre algo mejor (o peor) después de la tumba que el sombrío y sin futuro sheol. Ni siquiera se me ocurría. Hay hombres, mucho mejores que yo, que han hecho de la inmortalidad casi la doctrina central de su religión; por mi parte, nunca he entendido por qué la preocupación por ese tema: desde fuera, puede acabar corrompiéndolo todo. Se me había llevado a creer que la bondad sólo es bondad si es desinteresada y que cualquier esperanza de recompensa o miedo del castigo pervierte todo. Si estaba equivocado en esto (la cuestión es mucho más complicada de lo que entonces suponía) mi error era más cariñosamente permitido. Temía que pactos o promesas me desmoralizaran: no se hicieron pactos ni promesas. Las órdenes eran inexorables pero no estaban respaldadas por «sanciones». Había que obedecer a Dios sólo porque era Dios. Desde hacía mucho tiempo, a través de los dioses de Asgard y luego a través de la noción del Absoluto, Él me había enseñado cómo se puede respetar algo no por lo que puede hacer por nosotros, sino por lo que es en sí mismo. Por esto, aunque me daba miedo, no me sorprendía descubrir que hay que obedecer a Dios por lo que es en sí mismo. Si se pregunta por qué debemos obedecer a Dios, la respuesta es, como último recurso, «Yo Soy». Conocer a Dios es saber que nuestra obediencia se debe dirigir a Él. En su naturaleza se revela su soberanía de jure.
Por supuesto, como ya he dicho, el asunto es más complicado que eso. El ser primero y necesario, el creador, tiene soberanía de facto tanto como de jure. Tiene el poder, tanto como el reino y la gloria. Pero me hizo conocer la soberanía de jure antes que el poder, el derecho antes que el deber. Y se lo agradezco. Creo que es bueno, incluso ahora, decirnos a nosotros mismos de vez en cuando: «Dios es tal que si (per impossibile) su poder desapareciera permaneciendo el resto de sus atributos, de tal forma que se privara para siempre del derecho supremo al deber supremo, aún le deberíamos el mismo tipo y grado de obediencia que ahora». Por otro lado, aunque es verdad decir que la propia naturaleza de Dios es el verdadero cumplimiento de sus órdenes, sin embargo, el entenderlo debe llevarnos, al final, a la conclusión de que la unión con esa naturaleza es nuestro bien y el alejamiento del miedo. Así tienen cabida el cielo y el infierno. Pero muy bien podría ser que pensar demasiado en ellos, excepto en este contexto teórico, hipostatizarlos como si tuvieran un significado sustancial aparte de la presencia o ausencia de Dios, corrompe la doctrina sobre ambos y nos corrompe a nosotros cuando pensamos así sobre ellos.
Sobre la última etapa de la historia de mi vida, la transición del mero teísmo al cristianismo, es sobre la que ahora tengo menos información. Siendo también la más reciente, esta ignorancia puede parecer extraña. Creo que hay dos razones. Una es que, a medida que envejecemos, recordamos el pasado más lejano mejor que lo cercano. Pero creo que la otra es que una de las primeras consecuencias de mi conversión al teísmo fue una clara disminución (y en buena hora, en lo que estarán de acuerdo todos los lectores de este libro) de la contemplación minuciosa que había ejercido durante tanto tiempo sobre el progreso de mis propias opiniones y de mis propios estados mentales. Para muchas personas que tienen la suerte de ser extrovertidas, el examen de uno mismo empieza en la conversión. Para mí fue totalmente distinto. Por supuesto, el autoexamen continuó. Pero fue (supongo, porque no lo recuerdo bien) a intervalos escalonados y por un motivo práctico: era un deber, una disciplina, algo desapacible, ya no era una afición o una costumbre. Creer y orar fueron el principio de la extroversión. Como suele decirse, «me habían hecho salir de mí mismo». Aunque el teísmo no hubiera hecho nada más por mí, seguiría agradeciéndole que me curase de la pérdida de tiempo y práctica absurda de llevar un diario. (Un diario no es tan útil como yo esperaba ni siquiera cuando tienes intención de redactar una autobiografía. Cada día escribes lo que crees importante, pero no puedes prever lo que se comprobará que ha sido importante con el paso del tiempo)1.
En cuanto me convertí al teísmo empecé a acudir a mi parroquia los domingos y a la capilla de la Facultad el resto de los días, no porque creyese en el cristianismo, ni porque pensase que la diferencia entre éste y el simple teísmo fuese pequeña, sino porque pensé que uno debe «izar su bandera» con algún signo manifiesto e inconfundible. Actuaba obedeciendo a un sentido del honor quizá erróneo. La idea del clericalismo me era totalmente antipática. No era anticlerical en absoluto, sino profundamente antieclesiástico. Era admirable que existieran curas, archidiáconos y capellanes. Agradaban a mi gusto jenkiniano por todo lo que tiene su propio aroma específico. Y (aparte de Oldie) había tenido mucha suerte con mis amigos clérigos, especialmente con Adam Fox, Deán de la Divinidad en el Magdalen, y con Arthur Barton (más tarde arzobispo de Dublín), que había sido nuestro párroco en casa, en Irlanda. (Ya de paso, éste había estado bajo las garras de Oldie en Belsen. Hablando de la muerte de Oldie le dije: «Bueno, no le volveremos a ver». Él respondió con una sonrisa socarrona: «Quieres decir que esperamos que no»). Aunque me gustaban los sacerdotes tanto como pudieran gustarme los osos, tenía tan pocos deseos de estar en la iglesia como en el zoológico. Para empezar, era una especie de colectivo, un aburrido «estar de acuerdo». No podía entender cómo una ocupación así pudiera tener algo que ver con la vida espiritual. Para mí, la religión tenía que haber sido asunto de hombres de bien orando a solas y reuniéndose de dos en dos o de tres en tres para hablar de temas espirituales. Además, ¡el bullicio, la molesta pérdida de tiempo de todo aquello!, las campanas, las multitudes, los palios, los avisos, el ruido, el continuo arreglar y organizar. Los himnos me resultaban (y me resultan) sumamente desagradables. De todos los instrumentos musicales que me gustaban (y me gustan), el órgano era el que menos. Además, yo tenía una especie de gaucherie espiritual que me hacía incapaz de participar en ningún rito.
Así, el que yo fuera a la iglesia era una práctica meramente simbólica y provisional. No me daba cuenta, ni me la doy ahora, de si esto me ayudaba a moverme en la dirección cristiana. Mi principal compañero en esta etapa del camino fue Griffiths, con quien mantenía abundante correspondencia. Ahora los dos creíamos en Dios y estábamos dispuestos a oír algo más de Él de cualquier fuente, pagana o cristiana. En mi mente (ahora no puedo responder por la suya, pero él ha contado admirablemente su propia historia en The Golden String) la asombrosa multiplicidad de «religiones» empezó a ordenarse sola. Aquel ateo convencido me había dado la solución al decir: «Es extraño todo eso sobre el Dios que muere. Parece como si realmente hubiera sucedido alguna vez»; él y la presión de Barfield para que tuviese una actitud más respetuosa, si no más amable, hacia el mito pagano. La pregunta dejó de estar dirigida a encontrar la única religión simplemente verdadera entre un millar de religiones sencillamente falsas. Era más: «¿Dónde ha alcanzado la religión su verdadera madurez? ¿Dónde, si es que había sido en alguna parte, se habían cumplido todas las indicaciones del paganismo?». No volvería a preocuparme por los irreligiosos; de ahora en adelante su concepto de la vida sería inadmisible. Claramente tenían razón contra ellos todos los que habían rendido culto, los que habían danzado, cantado, sacrificado, temblado y adorado. Pero nuestras guías han de ser el intelecto y la conciencia, tanto como la orgía y el ritual. No me plantearía volver al paganismo primitivo sin teología ni moral. El Dios al que por fin confesaba era uno y justo. El paganismo sólo había sido la infancia de la religión, o sólo un sueño profético. ¿Dónde estaba totalmente adulta?, o ¿dónde había despertado? (En este punto me estaba ayudando el Everlasting Man). Sólo había dos respuestas realmente posibles: en el hinduismo y en el cristianismo. Todo lo demás era una preparación para éstos, o aún más (en el sentido francés) una vulgarisation de éstos. Cualquier cosa que encontrases en cualquier sitio podrías encontrarla mejor en uno de éstos. Pero el hinduismo parecía tener dos aspectos que lo descalificaban. Por un lado, parecía no ser tanto una madurez moral y filosófica del paganismo cuanto una mera coexistencia como la del aceite y el agua de la filosofía al lado de un paganismo sin purificar: la meditación sobre Brahma en el campo mientras, en el pueblo, a unos pocos kilómetros de distancia, prostitución en los templos, sati, crueldad, monstruosidad. Por otro lado, no tenía la misma concepción histórica que el cristianismo. Ya tenía demasiada experiencia en crítica literaria como para considerar que los Evangelios son mitos. No tienen el gusto mítico. Y, sin embargo, el mismo tema que narran de esa forma suya, histórica y poco artística (esos judíos mezquinos, poco atractivos, demasiado ciegos ante la riqueza mítica del mundo pagano que tienen alrededor), era precisamente el tema de los grandes mitos. Si alguna vez un mito se hubiera plasmado en la realidad, se hubiera encarnado, sería exactamente como éste. Y no había nada como los Evangelios en toda la Literatura. En cierto modo los mitos se parecen a ellos. De otra forma, también la historia se le parece. Pero no había nada que fuera simplemente como ellos. Y no había una persona que fuese como la que éstos describen, tan real, tan reconocible, a través de tanto tiempo, como el Sócrates de Platón o el Johnson de Boswell (aún diez veces más que el Goethe de Eckermann o el Scott de Lockhart) y, sin embargo, tan numínico, iluminado por una luz de más allá del mundo, un dios. Pero si era un dios, como ya no volveremos a ser politeístas, no era un dios, era Dios. Aquí, y sólo aquí, en todo tiempo, el mito podría haberse hecho realidad; el Mundo, carne; Dios, hombre. Esto no es una «religión» ni una «filosofía». Es la reunión y actualización de todas ellas.
Como he dicho, hablo de esta última transición con menos seguridad que de cualquiera de las que le precedieron y puede ser que en el párrafo anterior haya mezclado pensamientos que llegaron más tarde. Pero apenas puedo equivocarme respecto a las líneas generales. De una cosa estoy seguro. A medida que me acercaba a la conclusión sentía u...

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