Pueblo y casa de Dios en la doctrina de san Agustín sobre la Iglesia
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Pueblo y casa de Dios en la doctrina de san Agustín sobre la Iglesia

Joseph Ratzinger

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Pueblo y casa de Dios en la doctrina de san Agustín sobre la Iglesia

Joseph Ratzinger

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El concepto de pueblo de Dios en la eclesiología de Agustín de Hipona es el concepto central de este libro, redactado como tesis doctoral por Joseph Ratzinger y que supuso su brillante entrada en el mundo de la investigación teológica. En relación con ese tema, el libro aborda también otras cuestiones: el problema del Antiguo Testamento, el de la relación entre derecho y sacramento, y la relación entre el cristianismo, el estado pagano y el paganismo como tal. En palabras del propio Ratzinger: "En la primera parte trata el doble apriori en el concepto de Iglesia agustiniano: su propia filosofía y la teología africana. En la segunda, se desarrolla el concepto de Iglesia propiamente, y no sólo en su aspecto dogmático, en lucha contra el donatismo, sino igualmente también desde la perspectiva apologética, en lucha contra el paganismo". Es este un estudio que no solo ha marcado una etapa en la investigación sobre el santo de Hipona, sino que también desarrolla algunas afirmaciones que se insertan con plena actualidad en el debate teológico postconciliar sobre el concepto de Iglesia. Un libro esencial para conocer el pensamiento sobre la Iglesia de quien hoy, bajo el nombre de Benedicto XVI, tiene la tarea de dirigir esa misma Iglesia.

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Information

Year
2012
ISBN
9788499209937

Segunda parte
Pueblo y casa de Dios en la doctrina sobre la Iglesia de Agustín

Como toda gran teología, también la de Agustín creció a partir de la polémica contra el error, confirmándose éste así también como el poder más fecundo, en cuya ausencia es difícil que se dé un movimiento intelectual vivo. Acostumbramos a distinguir una triple lucha de Agustín: contra la gnosis maniquea, contra el cisma donatista y contra la herejía pelagiana. La primera ya la hemos visto, al menos a grandes rasgos, en el contexto del mundo mental del joven Agustín, y de las otras dos, la lucha anti-pelagiana no ha tenido prácticamente significación alguna para su teología de la Iglesia1. Pero el que sí resultó tanto más importante para él fue otro frente, al que debemos sobre todo la obra principal de nuestro doctor de la Iglesia: el frente del paganismo, contra el que se dirigen los libros de La Ciudad de Dios —y no sólo ésos. Extrañamente, este frente apenas ha sido valorado hasta ahora en su significación propia. La exposición que sigue intenta hacerle el sitio que merece y tratarlo de forma autónoma, juntamente con la controversia anti-donatista. El conflicto pelagiano lo dejaremos fuera de nuestra consideración. La importancia de la confrontación con el paganismo, que todavía seguía estando muy vivo, se percibe con claridad por el hecho, bien conocido, de que Agustín es el último y el mayor de la serie de los apologetas. En efecto, quizá no sea ir demasiado lejos el afirmar que seguramente fue la controversia más fecunda de toda su vida. En todo caso, es la controversia que Agustín emprende con la mayor serenidad y claridad sistemática2, pero sobre todo, la controversia, junto con la batalla antimaniquea, en la que el propio Agustín más tiene que luchar consigo mismo. Pues el agustinismo característico de la polémica de Agustín consiste en que todas sus batallas externas son a la vez etapas de sus luchas interiores, que son las que le proporcionan siempre los contenidos objetivos que le sirven para su propio crecimiento. En este sentido, la posición de Agustín respecto del problema de su propio yo aparece cambiada a partir del gran punto de inflexión del año 3863. La tensión interna de su propia vida lo había tenido tan en vilo hasta aquel momento, que constituía el único objeto real de su reflexión mental; a partir de entonces, en cambio, la lucha de Agustín por su propio yo ya no aparece como un frente externo captable más, junto a otros que le preocupan, sino que constituye el aspecto interior común a todos ellos. En adelante, la historia de su Iglesia es, a la vez, también la historia de su propio espíritu. También en este sentido, Agustín pasa a convertirse del filósofo concentrado sólo en la idea en el auténtico teólogo, que se halla vinculado a la manifestación concreta de su Iglesia. En dicho sentido hay que entender también la segunda confessio, con la que Agustín da cuenta al final de su vida de este espacio de tiempo que transcurre a partir del momento en que terminaban las primeras Confessiones: las Retractationes. Éstas no son un himno del corazón liberado, que da gracias a Dios por las cosas grandes que ha hecho «en mí», sino un catálogo de sus obras literarias con breves notas críticas4. El aspecto externo ha cambiado, pero sigue vivo y operante el mismo corazón inquieto del que el propio Agustín nos ha hablado de manera tan inmortal.
Notas
1 Con esto no quiero en modo alguno dar mi conformidad a la tesis de H. Reuter, op. cit., el cual, en primer lugar y, en mi opinión, con razón, postula un desarrollo completamente independiente para la teología de la gracia y la teología de la Iglesia, pero extrae de él una conclusión que de ningún modo está justificada: «el dogma católico de la Iglesia queda destruido por la idea de la predestinación, desarrollada sin contemplaciones» (p. 98). Esta conclusión se basa en especulaciones de Reuter que no se corresponden con los datos históricos. Basta con considerar que K. Adam, Eucharistielehre I, ha probado que la eclesialidad de Agustín fue creciendo cada vez más precisamente en conexión interna con el avance de su doctrina de la gracia. En modo alguno se excluyen entre sí la doctrina de la gracia y la doctrina de la Iglesia, ni en el terreno de la praxis eclesial ni tampoco en el terreno conceptual —siempre que nos mantengamos dentro de los datos históricos. Aunque, sin embargo, se da una amplia independencia de ambas entre sí. Hasta ahí llega lo probado por Reuter, y con esta tesis no creo colocarme yo en contradicción con los resultados de Hofmann, que se confronta sistemáticamente con Reuter.
2 Esto viene caracterizado por el hecho de que el resultado literario de esta controversia esté recogido en una gran obra literaria, mientras que el conflicto anti-donatista, por ejemplo, sólo haya producido nueve monografías, cuya lectura no siempre es muy cómoda, a la vista de las abundantes repeticiones que presentan. Finalmente, no es casualidad que la mayoría de los escritos perdidos de Agustín correspondan a la temática donatista.
3 En la Iª parte ha debido quedar claro que el punto de inflexión decisivo fue el año 386. Los años siguientes proporcionan una elaboración más precisa de las cuestiones pendientes, a partir de las decisiones seguras previas (cf. nota 33 del § 2), y en esa medida significan una resonancia de dicho punto de inflexión, la cual irá siendo paulatinamente reemplazada, a partir del 391, por la situación espiritual resultante de la aceptación del presbiterado.
4 Lamentablemente apenas he podido consultar brevemente la exposición de Harnack, Die Retraktationen Augustins, Berlín 1905.

Sección 1
La lucha contra el donatismo

Capítulo 5
Los fundamentos

§ 13
La Iglesia de todos los pueblos: el único pueblo de Dios

En el transcurso de las controversias donatistas se produjo, por lo que podemos ver, un desplazamiento creciente de la polémica desde la disputa histórica sobre la cuestión acerca de quién era propiamente culpable de la ruptura de la traditio, hacia las cuestiones teológicas que se seguían de las diferentes praxis de ambas iglesias. Esto puede explicarse por el hecho de que frente a los motivos casuales del pasado, las cuestiones candentes del presente aparecían por sí mismas en primer plano con más fuerza, pero también por el motivo de que no se podía alcanzar claridad acerca de las cuestiones históricas. Quizá deba decirse incluso que la cuestión histórica se había aclarado en tal medida a favor de los católicos, que los donatistas prefirieron buscar otras pruebas de la verdad de su Iglesia1. Dado que lo histórico ya no podía resolverse dentro de su terreno propio, debía encontrar un veredicto previo en lo teológico: la verdadera Iglesia de Dios debe estar allí donde en verdad pueda encontrarse la palabra de Dios. Pero la discusión teológica no era, de hecho, en modo alguno más sencilla, sino todavía más complicada que la histórica, pues el credo teológico está todavía más ligado que el histórico a una opción creyente, que lo condiciona y le da forma. En nuestro caso, se trata de la cuestión acerca de la interpretación de la Sagrada Escritura, que en aquel tiempo coincidía todavía más esencialmente con la teología2. Pero precisamente esa Escritura estaba expuesta a cualquier interpretación y en muchas cuestiones era el espejo en el que los teólogos individuales se miraban a sí mismos. El único punto de apoyo objetivo en el torbellino de las interpretaciones de la Escritura era sólo la fe de la Iglesia, que proporcionaba un marco seguro a la interpretación teológica3. Pero el conflicto versaba precisamente acerca de esa fe eclesial, que era la que había que someter a examen crítico, pues se confrontaban entre sí dos tipos de fe eclesial de dos iglesias, de los cuales cada uno decía ser el correcto. Se planteaba, por tanto, el dilema de que, por un lado, se invocaba la Escritura como autoridad divina que estaba fuera del conflicto entre las partes y por encima de él, pura e independiente, pero que, por otro lado, había llegado a ser comprensible e imaginable dentro de una iglesia determinada. Esa misma decisión que la Escritura debía proporcionar era la que ella, a su vez, presuponía. Nos topamos aquí con el mismo tipo de dificultad que es paralela completamente a la que hemos encontrado, en general, al plantearnos la pregunta por la fundamentación de la fe (§ 4): la diferencia característica de ambas cuestiones responde al plano completamente diferente al que pertenecen. No es sólo que sea el propio Agustín quien por vez primera llama preguntando a las puertas cerradas de la sabiduría, mientras que en la segunda vez, partiendo ya de un saber seguro, quiere llevar a otros a la decisión; la diferencia no está sólo en ese principio formal del pensamiento, sino estrechamente ligada a los contenidos materiales de los que se trata. Pues mientras que el primer abordaje del problema lo que plantea es básicamente la pregunta por la fe, estando todavía ante ella, ahora se pregunta dentro ya del propio espacio de la fe; en una palabra: si la primera vez se trataba de la decisión entre el paganismo y el cristianismo, ahora, supuesta ya esa decisión, se trata de una decisión sobre lo cristiano mismo. Según esto, la primera vez se trataba de una apología hacia fuera, que discurría entre los terrenos de la filosofía y la teología, y buscaba descubrir el acceso del uno al otro —cierto que, en este caso, de forma que la filosofía aparece finalmente como la meta a la que aspira toda teología. Ahora, en cambio, nos encontramos con una apología que, permaneciendo dentro del espacio intra-cristiano, confronta teología con teología, fe con herejía4, buscando separar una de otra5. Recordemos en este punto que en el primer caso la respuesta a todas las preguntas la obtenía Agustín mediante la figura de la Iglesia de los pueblos visible. Pero precisamente sobre esa Iglesia iba ahora el conflicto. ¿Dónde estaba la respuesta?
Sorprendente: el mismo Agustín, que en su lucha contra los maniqueos6 había ligado por completo la sagrada Escritura a la Iglesia7, y así lo mantuvo, evidentemente, también más tarde en la lucha contra las antiguas herejías provenientes del ámbito griego8, separa ahora una de otra y busca efectivamente en la Escritura la instancia imparcial por encima de la disputa entre las iglesias. «Tomemos balanzas no trucadas, en las que pesamos lo que queremos y como nos apetece, determinando a nuestro antojo lo que pesa más y lo que pesa menos. Tomemos la balanza divina de la Sagrada Escritura y de los tesoros del Señor, y comprobemos con ella lo que pesa más. O, mejor todavía, no pesemos nosotros, sino aceptemos lo que Dios pese»9. La reunión del año 411 comenzó con la disposición expresa de los católicos de unirse a los donatistas si éstos conseguían probar la verdad de su iglesia a partir de la Sagrada Escritura10. Toda la disputa misma se entiende como una sesión judicial en toda regla, sólo que basada no en el código civil, sino en el codex de derecho divino: la Sagrada Escritura11. Si nos fijamos en el paralelismo con la fundamentación de la fe en la confrontación con los paganos, veremos que el sola scriptura tenía allí su correspondencia en el sola ratione, con otras palabras: que un intento de probar la Iglesia desde fuera de la Iglesia, sólo con la Escritura, se correspondería con querer probar la fe desde fuera de la fe, sólo con la razón. El problema, idéntico en ambos casos, es lo presupuesto: precisamente que aquello que debe ser probado como conocimiento, ha de ser necesariamente tomado primero como realidad12. En este caso, Agustín evita el problema, pero con ello no lo resuelve. En todo caso, debemos retener que la primera respuesta que él ofrece es remitir a la palabra de Dios en la sagrada Escritura.
Pero veamos con más detenimiento lo que esa Escritura nos dice ahora. La afirmación fundamental que Agustín toma de ella en lucha con los donatistas, y que llena no sólo los escritos polémicos propiamente antidonatistas, sino que atraviesa los Comentarios a los Salm...

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