Sabiduría de un pobre
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Sabiduría de un pobre

Éloi Leclerc, Ana María Fraga, María José Martí

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Sabiduría de un pobre

Éloi Leclerc, Ana María Fraga, María José Martí

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En este gran clásico de la literatura espiritual, el franciscano francés Éloi Leclerc lleva a cabo una entrañable relectura de la "sabiduría" del Pobrecillo de Asís, llena de fuerte sensibilidad poética y con una perspectiva totalmente actual. De hecho, se podría calificar a Sabiduría de un pobre como unas "florecillas" escritas en el siglo XX, en donde quedan reflejados las preocupaciones, anhelos e inquietudes de los hombres de nuestra época, pero con la misma autenticidad, sencillez y profundidad que caracterizaron al santo de Asís.En palabras de Mons. Jesús Sanz, arzobispo de Oviedo, quien ha realizado un extraordinario prólogo para esta nueva edición, estamos ante "toda una joya de la literatura espiritual. Pero no sólo se trata de un libro exquisitamente escrito, con verdadera unción y belleza literaria, sino que ha sabido engarzar los escritos del mismo san Francisco con el testimonio que de él nos han dejado los hagiógrafos de la primera hora".Un libro sencillo y profundo, ágil e intenso; un testimonio delicioso del espíritu franciscano.

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Information

Year
2019
ISBN
9788490558751
Capítulo XII
MÁS LLENO DE SOL QUE EL VERANO
Las cigarras cantaban en el pinar de alrededor de la ermita. Eran los primeros días de junio. Hacía mucho calor. Un sol implacable echaba llamas en el azul deslumbrante del cielo. Los rayos violentos y espesos caían como una lluvia de fuego. Nada escapaba a este incendio. En el bosque, las cortezas de los árboles crujían con el calor. Sobre las cuestas escarpadas de la montaña se secaba la hierba y amarilleaba entre las rocas calientes. A la orilla del bosque los arbolitos y las plantas pequeñas, todavía infladas por las lluvias de primavera, bajaban tristemente la cabeza. Sin embargo, junto al pequeño oratorio, algunos manzanos cuyas hojas comenzaban a llenarse de frutos parecían estar muy bien en medio de este calor. El gran sol, como el fuego, pone a prueba los seres. Les obliga a revelarse. Ninguna hinchazón se le resiste. No deja lugar más que a la madurez. Sólo el árbol que ha anudado sus frutos se ofrece sin miedo a su brillo y a su ardor.
En las horas más cálidas del día, le gustaba a Francisco venir bajo los pinos. Escuchaba a las cigarras y se asociaba interiormente a su canto. Seguía mal de los ojos, pero su corazón estaba tranquilo. En medio del gran calor gustaba ya la paz de la tarde.
A veces pensaba en el cercano capítulo de Pentecostés, en la cantidad de hermanos que en esta ocasión iba a ver reunidos en Asís. Se imaginaba las dificultades que de nuevo iban a surgir y mostrarse, más fuertes y más temibles que nunca, en el seno de su gran familia, pero pensaba en ello ahora sin la menor turbación, sin que se le encogiera el corazón. Aun los recuerdos penosos que ese pensamiento traía inevitablemente a su alma no le alteraba su serenidad. No es que se hubiera hecho indiferente. El amor por los suyos y sus exigencias no habían cesado de crecer y profundizarse, pero estaba en paz, para él también la hora de la madurez había llegado. No se cuidaba de saber si él llevaría muchos frutos, pero velaba para que su fruto no fuera amargo. Sólo eso importaba. Sabía que todo lo demás le sería dado por añadidura. Por encima de él las cigarras no dejaban de cantar. Sus notas estridentes tenían el brillo de la llama; caían de las ramas altas semejantes a lenguas de fuego.
Francisco estaba sentado en el pinar cuando vio venir hacia él a través del bosque a un hermano alto, todavía joven, de andar lento pero decidido. Reconoció al hermano Tancredo. Francisco se levantó, fue hacia él y lo abrazó.
—¡La paz contigo! —le dijo—. ¡Qué agradable sorpresa me das! ¡Qué calor habrás pasado subiendo!
—Sí, padre —respondió el hermano, secándose la frente y la cara con la manga—, pero no importa.
El hermano levantó la cabeza y suspiró. Francisco le invitó a sentarse a la sombra de los pinos.
—¿Qué es lo que no marcha bien? Cuenta.
—Ya lo sabes, padre —dijo Tancredo—. Desde que no estás entre nosotros, la situación no ha cesado de empeorar. Los hermanos, hablo de los que quieren permanecer fieles a la regla y a tu ejemplo, están desanimados y desorientados. Se les dice y se les repite que tú te has quedado atrás, que es preciso saber adaptarse y, por esto, inspirarse en la organización de las otras grandes Órdenes y que es necesario formar sabios que puedan rivalizar con los de otras Órdenes, que la simplicidad y la pobreza son cosas muy bellas, pero que no hay que exagerarlas y que, en todo caso, no bastan, que la ciencia, el poder y el dinero son también indispensables para obrar y para lograr algo. Eso es lo que dicen.
—Seguramente siguen siendo los mismos los que hablan así —observó simplemente Francisco.
—Sí, padre. Son los mismos. Tú los conoces. Se les llama los innovadores, pero han seducido a muchos y la desgracia es que, por reacción contra ellos, algunos hermanos se entregan a toda clase de excentricidades del peor gusto, bajo pretexto de austeridad y de simplicidad evangélicas. Por ejemplo, los hermanos que han tenido que ser llamados al orden recientemente por el obispo de Fondi, porque se descuidaban completamente y dejaban crecer una barba de largura desmesurada. Otros han salido de la obediencia y se han casado. No se dan cuenta de que obrando así desacreditan a todos los hermanos y echan agua al molino de los innovadores. Ante tales abusos, éstos tienen buena ocasión para imponer su voluntad; se presentan como defensores de la regla. Cogido entre estos innovadores y estos excéntricos está el rebañito fiel, que gime porque está sin pastor. Una verdadera pena. En fin, se acerca el capítulo de Pentecostés. Es nuestra última esperanza. ¿Vendrás a él, padre?
—Sí, iré. Pienso incluso ponerme en camino sin tardar mucho —respondió simplemente Francisco.
—Los hermanos fieles esperan que vas a volver a tomar el gobierno y que reprimirás los abusos y rechazarás a los recalcitrantes, que ya es hora.
—¿Crees tú que los otros querrán saber de mí? —preguntó Francisco.
—Es preciso imponerse, padre, hablándoles claro y fuerte y amenazándoles con sanciones. Es preciso hacerles frente. No hay más remedio —volvió a decir Tancredo.
Francisco no respondió. Cantaban las cigarras. El bosque suspiraba por momentos. Una ligera brisa atravesó el pinar, levantando un olor fuerte a resina. Francisco guardaba silencio.
Su mirada estaba fija en el suelo sembrado de agujas y de ramitas secas. Se puso a pensar que la menor chispa caída al azar sobre esta alfombra bastaría para abrasar todo el bosque.
—Escucha —dijo Francisco después de algunos instantes de silencio—. No quiero dejarte en ilusión. Hablaré claro, puesto que lo deseas. No me consideraría hermano menor si no estuviese en este estado. Yo soy el superior de mis hermanos, voy al capítulo, hago allí un sermón, doy mi parecer, y si cuando he terminado me dicen: «Tú no tienes lo que nos hace falta, eres iletrado, despreciable; ya no te queremos como superior, porque no tienes ninguna elocuencia, eres simple y pasado», y soy arrojado vergonzosamente, cargado del desprecio universal, pues mira: te digo, si no recibo eso con la misma frente, con la misma alegría interior y conservando idéntica mi voluntad de santificación, yo no soy, pero de ningún modo, un hermano menor.
—Muy bien, padre, pero eso no resuelve la cuestión —objetó Tancredo.
—¿Qué cuestión? —preguntó Francisco.
Tancredo le miró con una cara espantada.
—¿Qué cuestión? —repitió Francisco.
—Pues la de la Orden —exclamó Tancredo—. Acabas de describirme tu estado de alma. Yo te admiro, pero no puedes pararte en ese punto de vista personal y pensar únicamente en tu perfección. ¡Están los otros! Tú eres su guía y su padre. No puedes abandonarlos. Tienen derecho a tu apoyo. Es preciso no olvidarlos.
—Es verdad, Tancredo. Están los otros. He pensado muchísimo en esto, créeme —dijo Francisco—, pero no se ayuda a los hombres a practicar la dulzura y la paciencia evangélicas comenzando por golpear con el puño a todos los que no son de nuestro parecer, sino más bien aceptando uno mismo los golpes.
—¿Y dónde te dejas la cólera de Dios? —replicó vivamente Tancredo—. Hay cóleras santas. Cristo hizo restallar el látigo por encima de la cabeza de los vendedores, y no solamente por encima de sus cabezas, sin duda. A veces es necesario arrojar a los vendedores del templo. Sí, a cajas destempladas. Eso también es imitar a Cristo.
Tancredo había elevado el tono. Se había animado. Hablaba con furia. Con gestos terminantes. Su rostro se había enrojecido. Hizo un movimiento para levantarse, pero Francisco le puso la mano sobre el hombro y lo retuvo.
—Vamos, hermano Tancredo, escúchame un poco —le dijo con calma—. Si el Señor quisiera arrojar de delante de su rostro todo lo que hay de impuro y de indigno, ¿crees que habría muchos que pudiesen encontrar gracia? Seríamos todos barridos, pobre amigo mío. Nosotros como los otros. No hay tanta diferencia entre los hombres desde este punto de vista. Felizmente, a Dios no le gusta hacer limpieza por el vacío. Eso es lo que nos salva. Ha arrojado una vez a los vendedores del templo. Lo ha hecho para mostrarnos que Él era el dueño de su casa, pero, ya lo habrás notado, no lo ha hecho más que una sola vez y como jugando, después de lo cual se ofreció a Sí mismo a los golpes de sus perseguidores, y nos ha mostrado de ese modo lo que es la paciencia de Dios. No una impotencia de tratar con rigor, sino una voluntad de amar que no se retira.
—Sí, padre, pero obrando como dices abandonas la partida pura y simplemente. La Orden se perder...

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