Capítulo III:
La laicidad del Estado peruano
Javier Ferrer Ortiz
Doctor en Derecho y en Derecho Canónico por la Universidad de Navarra
Catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado
Universidad de Zaragoza
1. Estado laico y laicidad del Estado
La laicidad, como elemento definidor del Estado y principio inspirador de su actitud ante el fenómeno religioso, es un término equívoco. El espíritu laico surge al final de la Baja Edad Media y se desarrolla durante la Edad Moderna, en el marco del proceso de secularización de la cultura, del pensamiento y de las ideas, pero también de las instituciones y estructuras de la sociedad. A lo largo del siglo XIX en el Estado liberal se extiende el uso del adjetivo laico como antónimo de confesional, para referirse al Estado y a otras instituciones —sobre todo las educativas—. De esta manera el Estado laico y la enseñanza laica, expresiones contrapuestas al Estado confesional y a la enseñanza confesional, asumen un claro matiz de exclusión, cuando no de animadversión y hostilidad hacia lo religioso en general y hacia lo católico en particular.
El ejemplo por antonomasia del Estado laico, también calificado como Estado separatista iluminista, será el que surge de la Revolución francesa, realizada frente al Estado absoluto confesional y, en cierto modo, también frente a la Iglesia católica. Entre sus características cabe señalar la concepción negativa de la libertad religiosa, reducida al ámbito privado y reconocida como un derecho cultural más que cultual; así como la firme voluntad de proceder a una laicización del matrimonio (reducido a un mero contrato civil), de la escuela, de la asistencia y de la beneficencia y, en suma, del ámbito institucional y del ordenamiento jurídico. También cabe añadir intervenciones del Estado típicamente jurisdiccionalistas, como la sistemática expoliación del patrimonio de la Iglesia católica y de sus entes, y los controles impuestos a su libre desenvolvimiento en la sociedad civil.
Junto a esta versión, otra más moderada será la del Estado separatista plural surgido de la Revolución de las colonias en Norteamérica, respetuoso primero con la inicial diversidad cristiana de la sociedad y luego con su diversidad religiosa en general, y caracterizado también por favorecer la iniciativa social y apoyarse en las estructuras privadas.
Sin embargo, a mediados del siglo XIX, una nueva corriente doctrinal, que responde al pluralismo político y a la libertad de los grupos en un Estado democrático, devuelve a los términos laicidad y laico su significado etimológico, haciéndolos compatibles con una valoración positiva del factor religioso por parte del Estado, mediante un régimen efectivo de libertad religiosa. Esto conduce a la ruptura de las sinonimias entre laico y laicista, laicidad y laicismo, reservando los segundos términos de cada uno de estos binomios para designar una actitud negativa hacia la religión. Esta evolución y replanteamiento de la laicidad ha ido intensificándose durante el último cuarto del siglo XX y, en el momento presente, en el siglo XXI, puede afirmarse que la laicidad, aunque no aparece expresamente mencionada como tal en la inmensa mayoría de los textos constitucionales, ha sido implícitamente adoptada por casi todos los Estados democráticos como uno de los principios inspiradores de su actitud ante lo religioso.
En cambio, resulta llamativo que los pocos Estados que se declaran expresamente laicos en sus Constituciones, como Francia, México y Turquía, en realidad emplean el término como equivalente a laicista, lo que les lleva a adoptar una concepción reductiva de la libertad religiosa, ya sea en el plano individual, colectivo o institucional, o en todos ellos a la vez. Esto supone que, en caso de colisión, aparente o real, entre la libertad religiosa y el principio de laicidad, éste prevalece sobre aquella, produciéndose una singular inversión de los términos, porque en lugar de estar la laicidad del Estado al servicio de los derechos de las personas y sus grupos, resulta que éstos quedan supeditados a aquel. Por eso cabe afirmar que las Constituciones que afirman el carácter laico del Estado, en realidad están afirmando el Estado laicista y, por tanto, sostienen una visión limitada de la libertad religiosa.
En Francia, el origen inmediato de la laicidad negativa o laicitè du combat se remonta a la III República y se materializó en la Ley de separación de 1905, que redujo el hecho religioso a la esfera privada, eliminó la ayuda financiera a las confesiones religiosas, nacionalizó los edificios de culto y denunció el Concordato de 1801. No obstante, a partir de 1920 se inició una etapa más distendida, que permitió el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con la Santa Sede en 1921 y el gradual reconocimiento del fenómeno religioso en la sociedad. De todos modos, la laicidad en Francia no renuncia a sus orígenes, como lo demuestra la firme prohibición del uso del hiyab en la escuela pública y la más reciente prohibición del burkini en las playas, aunque en este caso, la medida fuera posteriormente revocada.
En México son evidentes y conocidas las limitaciones que impuso la Constitución de 1917 en su redacción original, acusadamente laicista, donde más que de libertad religiosa habría que hablar de mera tolerancia. La reforma constitucional de 1992 acometió la modernización de la libertad religiosa y de las relaciones entre el Estado mexicano con la Iglesia católica y las demás confesiones, modificando los artículos 3, 5, 24, 27 y 130 de la Constitución. Y, aunque supuso una mejora, los postulados laicistas siguen presentes en ellos, así como en la Ley de Asociaciones religiosas y culto público de 1992 y en su Reglamento de 2003. Más recientemente, se han aprobado dos nuevas reformas constitucionales en la materia: una, en 2012, introdujo en el artículo 40 una declaración expresa de que la República de México es laica, algo que se daba por supuesto; y otra, en 2013, dio una nueva redacción al artículo 24. 1, reconociendo con mayor amplitud el derecho de libertad religiosa. ...