Psicoterapia de Dios
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Psicoterapia de Dios

La fe como resiliencia

Boris Cyrulnik

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Psicoterapia de Dios

La fe como resiliencia

Boris Cyrulnik

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¿Porque tenemos la necesidad de creer en algo o alguien?¿Que pasa en nuestro cerebro cuando ponemos en práctica nuestra fe?¿Porque las religiones siguen contando con una excelente salud en el mundo, a pesar de que los progresos de la ciencia nos muestran cada vez con más detalle un universo vacío?Boris Cyrulnik lleva a cabo un análisis apasionante de las razones profundas por las que muchos seres humanos necesitan seguir creyendo. Entre ellas, destaca las ventajas adaptativas que tiene la religión, tanto en sus expresiones individuales como grupales. En cualquier religión, Dios es una figura protectora y una extensión del amor de los padres. De ahí que ante las adversidades de la vida, el sentimiento religioso resulte ser un factor importante de resiliencia, llegando incluso a equipararse con los efectos de un buen apego durante la infancia. Pero Cyrulnik también nos advierte: el hecho religioso puede desviarse hacia una interpretación fundamentalista.En tal caso, el sentido que aporta la fe al sujeto tiene peligrosos costes sociales, ya que tales sentimientos van de la mano de la negación a aceptar al que tiene una cultura y una espiritualidad distintas, llegando a deshumanizarlo como a un enemigo.Una obra amena y divulgativa donde Cyrulnik explica con argumentos sencillos y sin ningún tipo de rubor su sugestiva teoría de la mente y a la estrecha relación que existe entre el hecho religioso y la cultura.

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Information

Year
2018
ISBN
9788417341015
1
De la angustia al éxtasis,
consolación divina
Trescientos mil niños sufren por haber sido soldados y se hacen las mismas preguntas: «¿Por qué me arrastraron a esta pesadilla? ¿Por qué soy tan desgraciado? ¿Por qué no viene Dios en nuestra ayuda?».
El fenómeno de los niños-soldado siempre ha existido, pero desde el año 2000 se considera un crimen de guerra.3 Durante milenios, cuando la guerra era la forma más habitual de socialización, se armaba a los niños, se utilizaba a las niñas y los adultos suspiraban: «La guerra es cruel». Los cadetes napoleónicos de 14 a 16 años fueron los últimos soldados del Emperador. La guerra de Secesión de los Estados Unidos (1861-1865) consumió a un gran número de niños. Los chiquillos de París, durante la Comuna (1871), fueron convertidos en héroes, es decir, sacrificados. Los nazis enviaron a la masacre definitiva (1945) a miles de niños fanatizados por la escuela. En Nepal, en Oriente próximo, en Nicaragua, en Colombia, cientos de miles de niños fueron sacrificados para defender una causa que fue rápidamente olvidada.
Algunos niños-soldado, arrancados de sus familias y de sus pueblos, fueron sometidos a educadores que los aterrorizaban. A veces encontraron en estos grupos armados una relación de apego que les daba seguridad, o incluso vivieron la fanatización como una aventura excitante. Otros experimentaron la fiebre de la entrega personal hasta el punto de desear morir por una causa que se les había inculcado. La mayoría se desilusionó al ver a la muerte de cerca y recuperaron la memoria de su más tierna niñez, cuando su madre era su primera base de seguridad y cuando su padre enmarcaba, mediante su autoridad, el desarrollo del pequeño. El terror reactivaba la necesidad de apego: «Cuando estábamos tumbados en el suelo y los obuses silbaban a nuestro alrededor, mis pensamientos me llevaban a mi hogar, a mi casa, a todos los que había dejado atrás […], me culpaba […], fui un estúpido al dejar a mi familia. […] Dios mío, cómo me habría gustado que mi padre me viniera a buscar».4
Cuando la utopía se hunde y cuando lo real nos aterra, somos capaces de reactivar el recuerdo de un momento feliz en el que estábamos protegidos por nuestra afectuosa familia.
Estos niños enrolados en la guerra de Secesión, en la Comuna de París, el nazismo o el yihadismo, están eufóricos por el gran proyecto que les proponen los adultos. Pero cuando lo real les golpea, la mayoría de estos pequeños soldados reactivan el recuerdo de los momentos felices en los que estaban protegidos por los brazos de su madre, bajo la autoridad de su padre. ¿Es necesario un susto, una pérdida, para que el apego tenga un efecto tranquilizador? En un contexto normal, en el que el apego siempre está ahí, adquiere un efecto adormecedor. Pero cuando un acontecimiento causa una alarma o un sentimiento de pérdida, el dispositivo afectivo reactiva el recuerdo de los apegos felices.5
Esto explica por qué un niño que nunca ha sido querido no puede reactivar el recuerdo de una felicidad que no ha tenido nunca. Todo susto o pérdida despierta en su memoria la soledad y el abandono. No puede volver a encontrar el Paraíso perdido ya que nunca estuvo allí. En su memoria, sólo hay la angustia del vacío en un mundo en el que todo es terrorífico.
Un niño que ha estado en los brazos tranquilizadores de una madre afectuosa ha aprendido a soportar su partida cuando, de forma inevitable, ella se ausenta. Le basta con llenar el vacío momentáneo con un dibujo que la representa o con un trapo, un osito que la evoca. La falta de madre es el origen de su creatividad, a condición de que, en su recuerdo, haya un rastro de su madre tranquilizador. Sin embargo, no todo está perdido cuando un niño ha sido abandonado de forma precoz. A pesar de las grandes dificultades que esto causa, basta con que tenga un sustituto afectivo para poder reactivar el recuerdo del momento feliz. Por este motivo los niños dañados por la guerra raramente reproducen la violencia, a condición de haber estado antes en un entorno seguro: «Casi siempre, se vuelven pacifistas o militantes por la paz».6
La educación consiste en impregnar en la memoria de nuestros niños algunos momentos felices, luego hay que ponerlos a prueba separándolos de forma momentánea de su base tranquilizadora. Cuando, inevitablemente, llegue el momento difícil de toda existencia, el niño habrá adquirido un factor de protección: «Estoy armado para la vida —dicen—, soy amable porque fui amado, sólo tengo que buscar una mano tendida». La aptitud de la creatividad que surge de una pérdida, ¿se debe quizás a esta fuerza venida del fondo de nosotros mismos impregnada por una figura de apego? «Sé que hay una fuerza por encima de mí, sé que me protege». ¿Es ésta la razón por la cual el sentimiento de Dios se asocia normalmente al amor y a la protección? Este poder sobrenatural que vela por nosotros y nos castiga, ¿funciona como una imagen parental?
Tomé el ejemplo de los niños-soldado del Congo a quienes, en el momento mismo de su reclutamiento, se los traumatiza. Podría haber hablado de otros niños-soldado estafados por utopías criminales, como las juventudes Hitlerianas o la Cruzada de los niños (1212), que fueron hasta Jerusalén a pie para recuperar la tumba de Cristo. De hecho, se trataba de un grupo de pobres que fueron el origen de un mito formidable. Hoy en día, los yihadistas usan a los niños para hacer bombas. Los supervivientes, muy alterados, se refugian en mezquitas o en lugares de oración para tranquilizarse e intentar volver a la vida. Otros no lo consiguen y quedan tocados para siempre. No obstante, algunos evitan el trauma cuando alguien les tiende la mano.
Su evolución en direcciones distintas depende de la coordinación de una huella afectiva íntima que se armoniza con una estructura social o espiritual, una familia de acogida, una mezquita, una iglesia o un patronazgo laico. Esta transacción entre la memoria inscrita en su cerebro y una institución que estructura su entorno les ayuda a retomar un nuevo desarrollo después de la agonía psíquica. Ésta es la definición de resiliencia.
El grave desgarro de estos niños heridos activa un apego a Dios: «Sólo me siento bien en la iglesia», me decía el pequeño congolés de rostro trágico. «Me encanta ir a la mezquita y sentirme rodeado de gente, durante la plegaria», me explicaba un joven palestino. «Las Juventudes hitlerianas me hicieron feliz», me confesaba una rubia de ojos azules. «Yo era muy infeliz en mi casa porque mis padres se peleaban todos los días. Cuando fui admitido en los pioneros empecé a vivir en el éxtasis de construir el comunismo», me explicaba un joven rumano que pasó su infancia en un palacio del rey Michel, convertido en centro de formación cerca de Constanza, en la época de Gheorghui-Dej.
Estos testimonios me plantean algunos problemas:
• Cuando se es desgraciado, un solo encuentro puede cambiarlo todo, a condición de que nuestra estructura mental sea lo suficientemente flexible como para evolucionar. No debe quedar fijada por una repetición neurótica en la que el sujeto reproduce sin cesar la misma relación.
• Además, nuestro entorno debe disponer a nuestro alrededor posibilidades de encuentro con personas e instituciones.
• Estos encuentros nos transforman porque nos proponen una trascendencia que puede ser sagrada, laica o profana como el comunismo.
Entonces, ¿se puede pasar de la angustia al éxtasis?7 El sentimiento de Dios, ¿estaría inducido por una lucha victoriosa contra la angustia? Sufrimos, nos crispamos, nos oponemos con todas nuestras fuerzas a las desgracias de la vida y de golpe, como cuando soltamos una goma elástica, basculamos hasta la situación opuesta y experimentamos un éxtasis. A menudo cito el ejemplo de un pastor protestante en la Resistencia durante la Segunda Guerra Mundial. Tomó el tren para ir a una ciudad vecina, pero el convoy se detuvo en medio del campo. El ejército alemán rodeó los vagones. Los soldados subieron por ambos extremos. El pastor experimentó una violenta angustia porque sabía que en su maleta había la una libreta con las direcciones de la red de resistentes. Oyó el sonido de las puertas y las órdenes de los soldados que se acercaban. Sabía que le detendrían, lo torturarían y que sus amigos morirían por su culpa. La angustia le corroía el estómago y, cuando la puerta de su compartimento se abrió, de pronto experimentó un cambio de humor y lo detuvieron en pleno éxtasis.
Este vuelco emocional no siempre es provocado por una lucha contra la angustia. Recuerdo a una adolescente que deambulaba por su habitación ensayando su examen final de bachillerato. Agobiada por el aburrimiento, se tumbó en la cama para relajarse un poco y sintió de golpe una agradable sensación en su vientre. Esta emoción creció hasta tal punto de que la joven se sorprendió pensando: «¡Dios existe!». En su familia, nadie se preocupaba por estas cosas, no iban a misa y la religión no formaba parte de sus vidas. Los padres acepta...

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