8.8: el miedo en el espejo
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8.8: el miedo en el espejo

Una crónica del terremoto en Chile

Juan Villoro

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8.8: el miedo en el espejo

Una crónica del terremoto en Chile

Juan Villoro

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En la que sin duda es su crónica más emocionante, Juan Villoro cuenta cómo estuvo en condiciones de comparar la intensidad de dos de los terremotos más terribles que ha sufrido América Latina: el de 1985 en la ciudad de México y el de 2010 en Santiago de Chile. Convencido de que estos desastres deben contarse con las más representativas de las voces implicadas, Villoro tomó los relatos de sus compañeros de temblor y construyó un concierto de impresiones en el que no faltan el suspenso o el absurdo. Además de una arrebatadora narración coral sobre las distintas estrategias para sobrevivir al espanto, 8.8: El miedo en el espejo recurre al ensayo, al relato y al testimonio de otros escritores que, como Kleist, han narrado terremotos verdaderos o ficticios a fin de descubrir la dimensión literaria de una realidad movediza.Al otorgarle a Juan Villoro el Premio Internacional de Periodismo Rey de España a principios de 2010, el jurado destacó no sólo la calidad de la escritura, o la clarividencia en la elección del tema, sino las múltiples perspectivas plásticas, musicales, literarias, políticas y sociológicas "desde las que el autor ha analizado una realidad tan poliédrica". Saltando del espanto al humor de los testigos, el presente libro de Villoro renueva estas virtudes a la vez que busca averiguar cómo reacciona el ser humano cuando más teme por su vida.

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“ESTOY ACÁ.” “¿ACÁ DÓNDE?”

RÉPLICAS
No pude bajar del séptimo piso durante el temblor y me resigné a quedarme en el cuarto 715. Mi suerte sería la del edificio. Varias veces pensé en Daniel Goldin, que usaba muletas a consecuencia de su caída. ¿Habría bajado a la calle? ¿Podría hacerlo?
Fue de los pocos que habló con su mujer mientras la tierra se sacudía. En medio del vértigo marcó los números que lo ataban a su destino. Días después lo explicó de esta manera: “El terror descarga adrenalina. Pienso, recuerdo, hago cálculos a una velocidad desorbitada. Está temblando, me digo. Y eso me tranquiliza.
”Los mexicanos estamos habituados a los sismos. Nos los colgamos como medallitas. Pero Karen es belga y ella se ha quedado en casa con nuestro hijo de tres meses.
”Estiro la mano para llamar y decirle que estoy bien. Pero la línea está cortada. O no acierto a discar correctamente (¿era primero el nueve o el cero?). Tal vez debido al bamboleo disco erróneamente. Enciendo la luz. La lámpara titubea. Antes de que se apague veo que la pared se agrieta. Una nube de yeso flota en la habitación.
”Esto no es un temblor más”.
El funcionario del Ministerio de Cultura brasileño que asistió en nombre de su país al Congreso Iberoamericano de Literatura Infantil y Juvenil dormía profundamente. Un empellón lo sacó del sueño. Algo extraño sucedía, pero no era momento de perder la calma. Estaba ante una catástrofe natural y debía actuar con racionalidad. Apasionado de los datos, había leído toda clase de informaciones sobre cataclismos. Recordó lo que decía un manual de supervivencia: el sitio más seguro del cuarto era el baño y más específicamente la bañera.
Fue al baño y se instaló en la tina. Los azulejos comenzaron a caer. Sólo entonces advirtió que se había equivocado de catástrofe. ¡Había seguido las instrucciones para sobrevivir a un ciclón!
Laura Hernández escribiría sus experiencias en la crónica “Vivir un terremoto”: “La cama se movía como si alguien bajo de ella quisiera levantarse, lanzándome lejos. El ruido –tren bala–, atravesando la habitación, confundía mi percepción de la realidad. Me levanté, pero fui arrojada contra la pared, caminé hacia la puerta, los objetos correteaban por la habitación, en el baño caían al suelo los envases y la resonancia iracunda se pegaba a mi cuerpo.
”Sosteniéndome con un brazo sobre el marco de la puerta, la abrí. En mi pensamiento se presentaron mis hijos (ya son adultos, no me necesitan), mi esposo (está asegurado económicamente, pronto encontrará quien lo consuele, no me necesita). Pensé en Dios y le agradecí por la vida que me había dado. Los gritos en portugués de una mujer que corría por el pasillo me ubicaron: ¡estaba temblando! Le grité que regresara a su habitación, lo mismo hice con unos niños del cuarto de enfrente, que habían salido asustados. El movimiento se detuvo, sabía que vendría una réplica, de prisa me vestí y tomé el bolso con el pasaporte, dinero y pertenencias importantes, lo demás se quedaba. Caminé hacia la escalera de emergencia; ya no había nadie, en la confusión bajé hasta el primer piso olvidando que en el cuarto piso debía salir para cruzar un puente de metal y cristal que unía los dos edificios del Hotel Fundador. Miré hacia arriba, el hueco de la escalera me pareció inmenso. Subí los cuatro pisos y llegué al puente. La noche anterior había estado ahí admirando la calle París con sus adoquines y faroles tipo siglo diecinueve. Ahora el puente me parecía largo, flanqueado por cortantes paredes. Recordé la película de Indiana Jones La cruzada, donde él tiene que caminar por un puente que no se ve. Sólo creyendo podría cruzarlo. Así lo hice, me persigné y con pasos largos alcancé el otro lado. Bajé los cuatro pisos y me encontré en el lobby con todos los huéspedes, unos sentados, otros caminando como sonámbulos envueltos en sábanas y edredones, algunos hombres en bóxers, otros querían salir a la calle, pero los encargados del hotel no se los permitieron por el peligro de la caída de vidrios de los edificios vecinos. Un señor alemán desobedeció y salió para intentar agarrar línea y hablar a su familia, regresó gritando porque lo asaltaron”.
Patricio Rojas llegó al sitio indicado por sus pasajeros. Se trataba de la última carrera de la noche y ya anticipaba un descanso feliz, al otro lado de Santiago.
Aguardó un momento a que los pasajeros sacaran los cinco mil cuatrocientos pesos del importe. Entonces el coche comenzó a andar solo. “¿Qué están haciendo?”, pensó el taxista. Temió ver a la pareja en el asiento trasero. Los pasajeros movían el coche con fuerza inaudita. ¿Qué ejercicio o arrebato erótico los determinaba? “Son mutantes”, pensó Patricio Rojas. Con repentina presencia de ánimo, se asomó al espejo retrovisor.
Contempló los rostros asustados de sus pasajeros. Sólo entonces entendió que estaba temblando. Aceleró justo a tiempo para evitar las piedras que caían de una cornisa. Se situó al centro de la calle y vio que los edificios se mecían.
Después de la cena en el Hotel San Francisco en compañía de otros miembros del Congreso, el profesor Pablo Ontiveros Miranda caminó los pocos metros que lo separaban del Hotel Fundador, donde estaba hospedado.
En el vestíbulo encontró al promotor de la lectura tamaulipeco Julio Gómez, con quien compartía la habitación 214.
Julio bebía una cerveza Austral y convidó a su amigo. Aunque Pablo ya había bebido dos copas de vino –la estricta cuota que se concede–, decidió alargar un poco la noche. La televisión transmitía el Festival de Viña del Mar y Ricardo Arjona estaba a punto de cantar.
Después de beber la cerveza subió a su cuarto y trató de dormir. Una presión se apoderó de sus sienes. A los pocos minutos tenía una jaqueca incontenible. Lamentó haber rebasado su límite alcohólico. Buscó una aspirina y bajó por un vaso de agua. El bar ya había cerrado. Un mozo le sugirió que tomara agua del grifo.
En México el agua de la llave es un líquido temible, una especie de bautismo al revés: anuncio de muerte, seña de mal augurio. Ontiveros reflexionó sobre el hecho curioso de que en otros países se pudiera beber agua corriente sin miedo.
A las dos de la mañana seguía sin conciliar el sueño y miraba con envidia la cama de al lado, donde Julio Gómez dormía sin sobresalto alguno. El dolor se hacía cada vez más fuerte. A las tres de la mañana se incorporó y fue al baño a lavarse la cabeza con agua fría.
Regresó a la habitación, sin poder dormir. Afuera, el plenilunio esparcía una luz amenazante. El cielo estaba presidido por una aspirina inmensa a la que alguien había dado un mordisco.
Entre sueños, Julio pensó en Guadalajara y repasó recuerdos de infancia en esa ciudad. De pronto, le pareció que recibía un saludo de su madre, ya fallecida. Sintió su presencia entre la puerta del cuarto y la cama, y advirtió que ella lo llamaba, con una voz que no necesitaba de sonidos. Se inclinó hacia ella, y en ese momento sintió que el edificio se movía. Pablo Ontiveros saltó de la cama, buscó sus zapatos, despertó a Julio, que por un momento se quedó inmóvil, incorporado a medias, como un ídolo de piedra.
Se resguardaron en el quicio de la puerta hasta que se fue la luz. El movimiento telúrico los obligó a salir al pasillo y bajar por la escalera.
Cuando llegaron al vestíbulo, las lámparas volvieron a encenderse. Ya en la calle, Pablo contempló a una multitud con cara de espanto, que parecía regresar de una atroz piyamada.
Entre los comentarios y las risas nerviosas de los colegas y huéspedes del hotel, Pablo Ontiveros Miranda sintió un alivio insospechado: el dolor de cabeza había desaparecido por completo. Su aspirina fue de 8.8 grados.
Hilda Fernández Garza nació y creció en Monterrey, lo cual significa que los temblores representan para ella un miedo exótico. Cuando se instaló en el Hotel Fundador abrió las cortinas de su habitación: el panorama le hizo saber que estaba en un establecimiento “con orgullo turístico y vista endeble”.
Esa noche regresó tarde, sin buscar otro paisaje que el sueño. Después de la sesión del Congreso, fue a bailar música cubana en compañía de amigos expertos en literatura y danzas populares.
Regresó contenta; repasó con Lucina Domínguez, su compañera de cuarto, las bromas compartidas durante la noche, y se dio una ducha para dormir mejor.
El agua no logró refrescarla: un calor extraño se había apoderado del cuarto.
De pronto, los muebles comenzaron a crujir y las paredes se movieron. Su primer pensamiento fue que el edificio se venía abajo por viejo o mal construido. ¿Cómo era posible que los hospedaran ahí?
Lucina, que es de Puebla, donde los sismos han derrumbado decenas de cúpulas coloniales, entendió lo que pasaba. Fue ella quien pronunció la palabra “temblor”.
Días después, Hilda reviviría sus movimientos en cámara lenta: “Como un dúo de nado sincronizado, nos movimos hacia el marco de la puerta con movimientos precisos, calculados”. Hilda seguía sin preocuparse demasiado, pero en ese momento recibió una segunda ducha: los conductos del aire acondicionado se abrieron, empapando a las nadadoras imaginarias.
La sacudida era eterna. Cuando la luz se apagó, estar ahí se volvió insoportable. Hilda y su compañera decidieron vestirse a oscuras para salir del cuarto. La luz regresó cuando llegaban a las escaleras y pudieron bajar los seis pisos que las separaban de la calle.
En el lobby, los ojos de Hilda descubrieron algo enorme: “Un ...

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