La lucha por el pasado
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La lucha por el pasado

Cómo construimos la memoria social

Elizabeth Jelin

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La lucha por el pasado

Cómo construimos la memoria social

Elizabeth Jelin

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Lejos de ser un objeto clausurado, el pasado vuelve una y otra vez sobre el modo en que vivimos el presente y proyectamos el futuro. Las sociedades, especialmente las que han atravesado procesos de violencia política, reescriben los sentidos de ese pasado mediante la memoria: aquello que eligen recordar, honrar en monumentos y también olvidar. Pero la memoria social nunca es única ni definitiva. Por el contrario, palabras y silencios son disputados en la coyuntura de los debates políticos e ideológicos de cada época.Centrado en la experiencia argentina desde los años setenta del siglo XX, pero atendiendo al contexto del Cono Sur y a procesos similares en el mundo, este libro cuenta al menos tres historias entrelazadas. En primer lugar, la de la elaboración de las memorias del pasado reciente: una construcción colectiva en la que los movimientos de derechos humanos fueron protagonistas fundamentales. La lucha por el pasado repasa también la historia de los estudios sobre memoria, derechos humanos y política, la trama en la que se forjaron y discutieron ideas y discursos. Al hacerlo, relata con lucidez el recorrido intelectual y subjetivo de la propia autora, pionera y faro de este campo de investigación.En esta nueva edición de una obra personalísima, con un prefacio en el que llama a revisar las herramientas de análisis en el contexto de la reacción de extrema derecha, Elizabeth Jelin ofrece una magistral síntesis de su extensa reflexión sobre las memorias, esas piezas vitales en la construcción de un horizonte democrático.

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1. La conflictiva y nunca acabada mirada sobre el pasado[5]
Este texto se desarrolló a lo largo del tiempo, en especial durante la primera década de este siglo (Jelin, 2007a). Yo había dirigido por varios años un programa sobre la memoria de la represión, patrocinado y organizado por el Comité de América Latina del Social Science Research Council (al que me referiré en el capítulo 2). A partir de 2002 comenzaron a publicarse los libros resultantes de las investigaciones realizadas y tuve a mi cargo la dirección de la serie de doce volúmenes, la programación de sus contenidos, y, en la mayoría de los casos, su edición –revisar textos, redactar introducciones, etc.–. Pero también me tocó un papel público: dar a conocer la perspectiva sobre memorias que estábamos generando y los resultados de las investigaciones en su conjunto, más allá del trabajo específico de cada participante.
En ese rol, y en términos prácticos, debía responder a las demandas internacionales de presentaciones en congresos, jornadas y demás, con la intención de enmarcar el tema en la experiencia histórica reciente del Cono Sur –que había estado presente en la iniciativa del programa de investigación y formación de investigadores jóvenes desarrollado a partir de 1998–. Que el tema excedía la Argentina era indudable. En un principio, la idea guía era una perspectiva comparativa con otros casos cercanos. Sin embargo, pronto se hizo evidente que una perspectiva comparativa no alcanzaba, ya que supone que los casos son independientes unos de otros y, por ende, olvida un dato fundamental: los países no son unidades aisladas, sino parte de algo más amplio: una región en sentido fuerte, con interdependencias y vínculos entre los casos.
Los atisbos de esta perspectiva relacional –más que comparativa– comenzaron a gestarse durante el trabajo grupal, en la medida en que se develaban las conexiones entre los procesos políticos y sociales en los diversos países, los vínculos entre los actores, el tránsito de ideas y de políticas. Unos pocos años más tarde, la cuestión tomaría otro cariz debido a la necesidad de ubicar el contexto regional (Cono Sur, América Latina) en una perspectiva global sobre las memorias y los procesos de interpretación del pasado. Las maneras en que se manifiestan las memorias, en suma, son parte de un mundo global donde actúan procesos y fuerzas mayores que conforman una red de unidades entrelazadas. El desafío explícito de ubicar el Cono Sur en ese contexto global se presentó cuando, invitada y empujada por los organizadores, tuve que revisar mi texto para incluirlo en un estudio sobre el tema memorias desde una perspectiva global (Jelin, 2010).
Había y hay también una cuestión práctica: como nuestro objeto de estudio son procesos vivos, que suceden en cada momento y a lo largo del tiempo –porque, recordemos, las memorias son presente, una búsqueda de sentido del pasado en función de un horizonte futuro–, se trata de procesos abiertos, no de cuestiones terminadas o acabadas. Los actores se ven empujados a actualizar permanentemente el relato y la interpretación, cosa que me sucede también ahora, en el momento de preparar este libro. De ahí la inquietud y la necesidad de hablar de “historizar las memorias” y, también, de mirarlas como proceso inacabado, siempre abierto. Y hasta el genial hallazgo de Norbert Lechner, nadie había encontrado la frase justa y la perspectiva analítica adecuada para abordar el futuro como algo “nunca acabado”.
Desde hace más de cinco décadas, la Segunda Guerra Mundial y las atrocidades del régimen nazi han sido un anclaje central para el desarrollo de la reflexión sobre cómo distintos actores sociales y políticos elaboran y dan sentido al pasado (o mantienen su sinsentido). Así, Andreas Huyssen (2003) plantea el contraste entre la mirada hacia el futuro característica de la modernidad occidental de la primera mitad del siglo XX y el surgimiento de la memoria como fenómeno cultural y político en los últimos años del siglo. Un punto de inflexión en este viraje se produjo en la década de 1980, cuando en Europa se sucedieron las conmemoraciones de cincuentenarios ligadas a la historia del Tercer Reich: desde el ascenso de Hitler al poder en 1933 y la quema de libros ese mismo año, conmemorados en 1983, hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, conmemorado en 1995.[6] Desde entonces, la Shoah se convirtió en clave o modelo para la interpretación de múltiples y recurrentes situaciones de violencia política, masacres y genocidios en todo el mundo. En este marco, que Huyssen (2003: 13-14) refiere como la “globalización de la memoria”, se plantea la paradoja de ver en la Shoah una clave universal del fracaso del proyecto modernizador y, al mismo tiempo, utilizarla como prisma para observar de manera localizada otros múltiples lugares y tiempos catastróficos.
Hacia fines del siglo XX, a ese tropo tan significativo se han agregado y sobreimpuesto otras capas o niveles de historia. Entre ellos, la experiencia de los regímenes dictatoriales de América Latina durante los años setenta y los procesos de elaboración de ese pasado en los países del Cono Sur han cobrado una importancia central para pensar cómo las sociedades enfrentan y elaboran sus pasados recientes de violencia política y terrorismo de Estado. Los niveles de análisis han sido múltiples y con interacciones complejas: desde los procesos personales de sobrevivientes (el testimonio, los silencios) hasta las representaciones y performances simbólicas y culturales, pasando por el protagonismo de las prácticas institucionales estatales (juicios, reparaciones económicas, monumentos, conmemoraciones oficializadas, nuevas leyes y nuevas instituciones, políticas de archivos).
La cuestión que quiero plantear refiere a las maneras en que una sociedad y sus autoridades legítimas, representadas en un Estado democrático, confrontan un pasado violento en el que todas las normas de convivencia fueron quebradas y pisoteadas. ¿Qué puede hacer el Estado para incorporar el país y su sociedad al mundo “normal”? ¿Cómo insertarse en el mundo sin el lastre vergonzante del pasado, cuando no valen amnistías ni amnesias porque el clima cultural global ya ha incorporado de manera central a la memoria?
Para pensar estos temas, propongo prestar atención a la historia de Alemania, para luego volver a lo cercano, a la historia reciente de los países del Cono Sur, con especial énfasis en la Argentina. Con este ejercicio de historizar las memorias intento mostrar también el carácter multidimensional del fenómeno.
¿Cómo “normalizar” el pasado? El caso alemán
Después de las atrocidades cometidas por el régimen nazi, ¿cómo pudo Alemania presentarse frente al mundo como un país respetable con pretensiones de normalidad? ¿Qué significa ser un país “normal”? Como señalo más arriba, en el plano internacional, el régimen nazi en Alemania pasó a ser una vara de medida y comparación para las atrocidades humanas. ¿Qué significa esto para una sociedad que cometió esa clase de atrocidades? ¿Cómo elaborar un registro histórico que permita integrar de alguna manera ese pasado pavoroso en un curso temporal nacional? La pregunta sería, entonces, ¿cómo normalizar el pasado?[7] Adorno ya había formulado un interrogante crucial durante una conferencia dictada en 1959: “¿Qué significa conciliarse con el pasado? (Aufarbeitung der Vergangenheit)”. Esa conferencia tuvo lugar en un momento de inflexión entre el milagro económico de los años cincuenta y las protestas sociales de los años sesenta, período en que se construyó el muro de Berlín y se juzgó a Eichmann en Jerusalén. Eran los tiempos en que una nueva generación comenzaba a cuestionar las estructuras y políticas del período de posguerra en relación con la memoria del período nazi. A diferencia de posiciones anteriores, que postulaban el silencio como manera de dominar el pasado, el nuevo clima político-cultural ponía énfasis en evocar el pasado nazi y señalar las continuidades antes que las rupturas entre el Tercer Reich y la República Federal. En ese sentido, Adorno pensaba que la renuencia a confrontar el pasado nazi era una señal de la persistencia de tendencias fascistas dentro de la democracia alemana, antes que la persistencia de grupos fascistas opuestos a la democracia, como planteaban muchos.
Esta visión, anclada en la necesidad de luchar contra el silencio y evocar permanentemente el pasado reciente como mecanismo para elaborarlo, contrasta con la elaborada hacia fines de los años setenta y ochenta, cuando una ola neoconservadora rechazaba el constante recuerdo y la autoflagelación por el pasado con la intención de quitar excepcionalidad a ese pasado y convertir a Alemania en un país “normal”. Un primer perfil, según Olick (2003), fue el de la “nación confiable”. Entre la posguerra y comienzos de los años sesenta, el gobierno de Adenauer quiso mostrar al mundo que Alemania era un país confiable, totalmente alejado y distinto del régimen precedente, caracterizado por la presencia temporaria o pasajera de elementos “ajenos”. Reformas institucionales importantes y una clara alineación alemana con las naciones de Occidente, combinadas con el pago de reparaciones económicas al Estado de Israel y a las víctimas del nazismo, fueron las medidas que empleó el gobierno alemán para mostrar esta imagen al mundo.
En los años sesenta, esa imagen fue reemplazada por la de una “nación moral”, ahora dispuesta a confrontar su pasado, extraer lecciones y asumir sus responsabilidades universalizables –con una retórica que a menudo ponía a Alemania en la vanguardia de la moralidad progresista–. Luego, hacia mediados de los años setenta, la crisis del petróleo y el ascenso al poder de los neoconservadores llevó a sus líderes a presentar a Alemania como una “nación normal”, con una historia similar a la de otros países occidentales, con sus altibajos. La estrategia adoptó varios frentes.
A lo largo de los años ochenta, la noción de “normalización” tuvo dos sentidos en Alemania: el primero fue la normalización como relativización, que se manifestó, entre otros espacios, en la famosa disputa de los historiadores de 1985-1986. Se trataba de reconocer que el pasado alemán había tenido sus horrores, pero que también en otros países había ocurrido algo parecido. El énfasis estaba puesto en que la historia alemana era mucho más larga que el período nazi, y había que aceptarla con todos sus altibajos. Alemania se convertía así en un país “normal” en un sentido estadístico, ya que en todos lados hubo períodos de violencia y barbarie. El otro sentido de normalización fue el de regularización o ritualización, que implicaba la elaboración de un aparato conmemorativo bien aceitado, mediante el cual el reconocimiento de la responsabilidad histórica se tornó un rasgo regular de la liturgia política: muestras de culpa alemana (conmemoraciones, visitas a campos de concentración), evocaciones del sufrimiento alemán y de otras tradiciones valoradas. El pasado alemán pasó a ser una parte “normal” de los rituales políticos alemanes. Había sido domesticado.
¿Qué pasó a partir de 1989? Las dificultades políticas y la presencia del pasado estaban a la orden del día. A nivel simbólico, por ejemplo, la fecha de la caída del muro –9 de noviembre– era también la de la Noche de los Cristales Rotos de 1938. La euforia de ese día en 1989, ¿opacaría el sentido luctuoso de la conmemoración de lo ocurrido en 1938? ¿Qué fechas correspondía incluir en el calendario oficial? Las superposiciones y condensaciones temporales se multiplicaban. Al igual que otras naciones de Europa central y oriental, Alemania enfrentaba la cuestión de cómo actuar ante los líderes comunistas, a los que consideraba parte de un régimen criminal superado. Alemania tenía ya un marco y un modelo para enfrentar y domesticar su pasado, y ese nuevo “pasado” desplazó histórica y retóricamente al anterior. La confrontación con el pasado nazi parecía ahora historia antigua. El legado del nazismo dejó de pertenecer al presente y lo contemporáneo.
Este giro funcionó como un poderoso agente normalizador. Alemania era uno de los tantos países que estaban saliendo del comunismo –la relativización actuaba con potencia– y sus problemas históricos eran ahora los del comunismo (Kohl habló de “campos de concentración” comunistas, planteando una equivalencia implícita). Sin duda, todas las nuevas políticas alemanas, internas e internacionales, estuvieron teñidas por la interpretación y el sentido que se le daba al pasado nazi.
Por su parte, las estrategias de relativización funcionaron antes y después de 1989: oscurecer las diferencias entre tipos de víctimas, incorporar el período nazi a una historia de tiempos y plazos largos, elaborar justificaciones para que el pasado de Alemania no influyera sobre el ejercicio “responsable” del poder germano fueron estrategias de la retórica neoconservadora antes y después de la caída del muro de Berlín. Sin embargo, en ese contexto cambiante, la normalización a través de la ritualización parecía una mejor estrategia: aceptar responsabilidades ritualmente en los lugares adecuados y segregados. El poder alemán parecía haber aprendido que el deseo de normalización se cumple mejor a través de la ritualización que apelando al desafío o el silencio. Esto le permitía sacar la memoria del centro del discurso político, mientras que el intento de negar o silenciar la importancia del pasado podía tener el efecto contrario. Todo indicaba que la intervención correcta en ocasiones segregadas y lugares específicos lograría el objetivo de construir una memoria “domesticada”, con su consiguiente efecto tranquilizador. Como concluye Olick, es posible que la normalización de las memorias signifique que el debate continúa, que no hay puntos finales o silencios totales, sino reinterpretaciones permanentes, tanto del pasado como de las propias interpretaciones hechas en el pasado más reciente sobre ese pasado anterior.
Este relato resumido y estilizado de la historia alemana es sin duda incompleto, puesto que omite la sucesión de conflictos sociales y políticos en relación con el pasado y su memoria. Intentos como el de los historiadores negacionistas de los años ochenta, los activistas que permanentemente luchan por establecer memoriales y conmemoraciones, los grupos neonazis que hicieron sentir su presencia en distintos momentos de la historia: todo ello muestra que el Estado no fue un actor único y aislado. Sin embargo, sujeto al principio a las presiones internacionales ligadas con el hecho de haber perdido la guerra, el Estado se fue constituyendo en un protagonista privilegiado que logró, en cada momento, elaborar políticas de memoria acordes con las orientaciones e ideologías políticas de los grupos dirigentes.
La historia de las memorias en el Cono Sur
No es posible trasladar de manera directa este tipo de análisis a la historia de los países del Cono Sur. El momento internacional era otro: estábamos en plena Guerra Fría, y las fuerzas políticas internas y los movimientos sociales tuvieron un protagonismo importante en las luchas antidictatoriales. Al tratarse de un período de transición política, el Estado era a la vez objeto y sujeto de las luchas por las memorias y respondía a los intentos de diversos y cambiantes actores sociales y políticos de construir y defender sus visiones y narrativas del pasado reciente.
El contexto
El 11 de septiembre de 1973, las Fuerzas Armadas de Chile derrocaron al gobierno constitucional presidido por Salvador Allende. El Palacio de la Moneda fue bombardeado y el presidente murió dentro del edificio.[8] La dictadura militar inaugurada ese día, bajo el mando de Augusto Pinochet, se prolongó diecisiete años, hasta las elecciones de 1989 y la asunción de Patricio Alwyin en 1990.
En Uruguay, las violentas confrontaciones políticas de comienzos de los años setenta desembocaron en la suspensión de las libertades y garantías constitucionales en 1973. El estado dictatorial se prolongó hasta 1985, cuando José María Sanguinetti ganó las elecciones y asumió como presidente.
El 24 de marzo de 1976, en medio de confrontaciones políticas muy intensas, un golpe militar desplazó a Isabel (María Estela Martínez de) Perón como presidente de la Argentina, dando inicio a la más sangrienta dictadura militar que conoció la historia del país. La dictadura se mantuvo hasta diciembre de 1983, cuando juró como presidente constitucional Raúl Alfonsín.
Brasil y Paraguay habían comenzado sus largas experiencias dictatoriales varios años antes. En Paraguay, después del golpe militar de 1954, Alfredo Stroessner fue “elegido” presidente; sumó reelecciones durante treinta y cinco años, hasta el golpe que lo derrocó en 1989. Brasil, por su parte, sufrió un golpe militar en la madrugada del 1º de abril de 1964 y, después de una inacabable transición, recién en 1985 se eligió un presidente civil. Habían pasado veintiún años, y faltaban todavía cuatro más para la elección directa de un presidente.
Estos son cinco países vecinos, con cinco geografías e historias muy diferentes y específicas. Sin embargo, además de compartir en parte sus historias de colonialismo e independencia, varios rasgos los vinculan en una “región” política más fuerte que la simple proximidad territorial. En primer lugar, existe una larga historia de fronteras porosas que incluyen movimientos permanentes de exiliados políticos. Desde comienzos del siglo XIX, los exiliados políticos se caracterizaron por participar en la organización de movimientos de oposición e intentos de cambio en sus países de origen. Al mismo tiempo, y en parte con ese objetivo, mantuvieron contactos y vínculos cercanos con fuerzas políticas en los demás países de la región, donde formaron alianzas y desarrollaron lazos de solidaridad duraderos.
En segundo lugar, durante las recientes dictaduras, la represión estuvo coordin...

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