¿Por qué lo llaman amor, cuando quiere decir SEXO?
«Lo que sucede en diez minutos excede a todo el vocabulario de Shakespeare»
La sexualidad es una parte fundamental del ser humano basada en el sexo. La sexualidad, afortunadamente, es mucho más que el género masculino o femenino, e incluye erotismo, vínculo afectivo, reproducción… Factores tanto biológicos como psicológicos, sociales, económicos, culturales y religiosos.
Las relaciones entre personas del mismo sexo han representado un verdadero cataclismo moral para una sociedad que no solo las consideraba pecado sino, además, una aberración natural. Queremos creer que —salvo en los reductos inescrutables de la Iglesia católica—, en las sociedades modernas este apocalipsis trompeteado a los siete vientos ha pasado a mejor vida. Nadie debería por tanto negar, censurar, prohibir o cohibir la posibilidad del sexo entre personas del mismo sexo por la supuesta defensa por parte de una minoría de un tabú adquirido y absurdo de que determinadas discapacidades visten al cuerpo de una innecesaria experiencia sexual.
Otro aspecto importante a detallar es la diferencia entre amor y sexo, que si no está clara puede provocar una sensación de vacío, desilusión y desafección cuando una relación sexual termina sin cumplir las expectativas que uno se había forjado. Pero esto es natural, como el sexo. ¿Quién no se ha sentido «roto» el corazón cuando alguien le ha dejado? ¿Quién no ha sentido alguna vez «algo» con la otra persona, después de una primera experiencia sexual? El sexo, como escribir, caminar o hablar, se aprende paso a paso, experiencia a experiencia. Observando, experimentando, conociendo… Y cuando se aprende, cuando se diferencia lo que es el sexo del amor, ambos conceptos retoman su identidad propia, separada. Y si el sexo conduce al amor, compartido, de percepciones y sentimientos, entonces podremos decir que ambos cabalgan en paralelo y que se cruzan en aquellos momentos en los que se desata el amor, a través de la pasión, y todo vuelve a ser sexo.
Siendo la diversidad sexual tan amplia como seres humanos existen en el planeta —sin olvidar la diversidad biológica, hombre, mujer o intersexual—, la decisión de vivir solos o en pareja y la manera en que decidan sentir placer dependerán únicamente de las personas involucradas en cada caso.
Mientras tanto, algunos colectivos de poder de este país continúan levantando barreras hacia una sexualidad normalizada de las personas con discapacidad: a finales del 2016 saltó a los medios de comunicación la noticia de que «La Ley prohibirá a las personas ciegas y sordas casarse sin la autorización médica». Y no fue una inocentada; el artículo 56 del Código Civil así lo estipula. El movimiento social de la discapacidad se pronunció con energía y firmeza aferrándose a que este artículo va en contra de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (ratificada por España y publicada en el BOE el 21 de abril de 2008) que establece que «los Estados Partes reafirman que las personas con discapacidad tienen derecho en todas partes al reconocimiento de su personalidad jurídica y que tienen capacidad jurídica en igualdad de condiciones con las demás, en todos los aspectos de la vida». Tras esta denuncia y multitudinaria respuesta social, las diferentes partes hicieron constar que existe una intención e interés manifiesto por todas las partes de cambiar este artículo.
Ni el sexo es amor, ni el amor es sexo. Son complementarios. Corren paralelos y si coinciden... ¡Fantástico! Que a algunas personas con discapacidad se les impida la libertad de amar, de tener sexo, de desear, de satisfacer una necesidad vital, sigue estableciendo ese doble rasero entre ciudadanos de primer y segundo nivel. Que los jueces puedan tener la capacidad de decidir sobre la voluntad individual de la persona que en su sano juicio afronta un futuro con otra persona, es «de juzgado de guardia» (o quizás mejor no).
El matrimonio, la pareja, las uniones de hecho, «vivir en pecado», cohabitar con tu pareja... —llamémoslo como queramos—, es cosa exclusivamente de las personas que forman esa relación. Que alguien más entre a decidir es meter un palo en la rueda del amor, o del sexo, que no es lo mismo, pero en esta partida juega el mismo papel.
Rescato las palabras de Marilyn Monroe que se manifestó diciendo: «El amor no necesita ser perfecto, solo necesita ser verdadero». Y, en eso, ni los notarios pueden dar fe.
Y frente al desconocimiento, frente al recato de desnudarse —literal y físicamente—, y entregarse al acto sexual, existen algunas barreras fisiológicas que la propia discapacidad genera como la imposibilidad de tener una erección o de eyacular, una incontinencia urinaria que dificulta relajarse ante una experiencia sexual, una movilidad reducida que impide determinados movimientos… Pero también hay hombres y mujeres sin discapacidad que se enfrentan a realidades que obstaculizan ejercer una sexualidad normalizada, y todo tiene solución. No debemos plantear la diversidad funcional como una barrera más que dificulte la plena sexualidad de las personas. Y hay algunos profesionales que ya contradicen esta categorización de dividir la sexualidad entre personas con y sin diversidad, porque la diversidad es un valor añadido más a la persona, no a su condición de persona sexual. ¿Debemos, pues, establecer esa división?
Leí un interesante trabajo de Mike Oliver4 en el que afirma la despreocupación de la sociología por adentrarse en el estudio sociológico de la diversidad funcional como daño colateral de la propia marginación social que este grupo social padece. Y en parte se debe a que gran parte de los sociólogos o bien olvidan completamente la discapacidad, o la analizan como si fuera el mismo fenómeno que la enfermedad. Con la sexualidad ocurre lo mismo: la información viene definida por el rango discriminatorio que hace de ella algo especial y diferente, por lo que vuelve a generarse esa espiral perversa por la que no son las personas con discapacidad quienes necesitan ser analizadas, sino la sociedad «capacitada»; no se trata de educar a personas con discapacidad y sin ella para la integración, sino de combatir el minusvalidismo institucional; el campo de estudio no deberían ser las relaciones de discapacidad, sino el minusvalidismo. El estudio de la sexualidad debe centrarse en la totalidad de las personas. Cada segmento que de ella hagamos influirá en esta estructura de capas, con las que ir solapando el verdadero quid de la cuestión: la sexualidad sigue siendo un problema en la sociedad moderna. La homosexualidad sigue considerándose una desviación —natural, sana y latente en su mayoría social—, frente a la norma heterosexual. Si las personas con discapacidad intentamos vivir nuestra sexualidad sin tapujos, sin barreras, no pongamos en tesitura esa libertad para convertirla en un espectáculo de circo —bizarro, la mayoría de las veces—, y hagamos que esta sociedad plural y «sana» la siga considerando como parte de ese «minusvalidismo» al que se refiere Mike Oliver. No se trata de no hablar de lo que se teme, de lo que no gusta, de lo que no es conocido. No. Sugiero que la sexualidad, en cualquiera de sus orientaciones, de las personas con discapacidad —y sin ella—, sea parte de la Sexualidad con mayúsculas, de la sociedad sin etiquetas. Entonces eliminaremos ese condicionante de exclusión, de diferencia con el que se abordan estos temas. Mark Oliver concluye: «De una cosa estoy seguro: si usamos toda la teoría extraordinariamente rica sobre la discapacidad que se ha desarrollado durante los últimos años, la sociología se enriquecerá como disciplina, y se podrá ofrecer a las personas con discapacidad unas herramientas teóricas para su emancipación».
Nuestro cuerpo nos pertenece y, dentro de esa pertenencia, nuestra capacidad de seres libres nos facilita decidir con quién, cómo, dónde y de qué manera queremos tener sexo. La sociedad no puede ser el condicionante que decida la realización plena de nuestros deseos, anhelos, sueños, fantasías y realidades a la hora de tener sexo. Como muy bien explicaba Carlos de la Cruz, el deseo es la puerta del placer en las personas con discapacidad, y en el resto. No hay un deseo exclusivo para las personas con lesión medular, o personas ciegas, o con síndrome de Down. Hay cientos, miles, tantos como personas, según sus valores, sus creencias, su idea de placer, su idea de pareja, sus manías o sus miedos.
Hablar de «sexo» siempre es complicado para los padres, profesores o personas adultas, y más cuando se trata de hablar de sexualidad entre iguales a personas con discapacidad. Hice algunas preguntas a nuestros expertos sobre la sexualidad de la discapacidad, y sobre la influencia que los agentes familiares, sociales, e incluso...